Conque intimidad, ¿eh?, dijo Harriet para sus adentros mientras metía las pruebas en papel de embalar, de mal humor.
No a solas aun cuando a solas estás ,
¡oh, Dios, que mi intimidad de ti pudiera guardar!
Se alegró lo indecible de haberse librado de las entradas.
De modo que cuando Wimsey volvió de su expedición por el norte, ella fue a verlo con ánimo beligerante. Wimsey le había pedid que cenara con él, en esta ocasión en el Egotists Club, un lugar in sólito. Era sábado, y tenían toda la sala para ellos solos. Harriet habló de su visita a Oxford y aprovechó la ocasión para enumerar u serie de prometedoras estudiantes que habían destacado en la Universidad y después se habían apagado por el matrimonio. Wimsey concedió sin entusiasmo que esas cosas ocurrían con demasiada frecuencia, y puso como ejemplo a un pintor de gran talento que empujado por la ambición social de su esposa, se había convertid en una auténtica máquina de retratos académicos.
– Desde luego, en ocasiones la pareja simplemente tiene celda o es egoísta -añadió sin gran convicción-. Pero en la mitad los casos es pura estupidez. No lo hacen a propósito. Es sorprendente las pocas personas que realmente cumplen lo que se proponen en Año Nuevo.
– No creo que pudieran evitarlo, cualesquiera que fueran propósitos. Lo que les hace la trastada es la personalidad de los demás.
– Sí. Del dicho al hecho hay mucho trecho. Es lo que pasa siempre. Puedes decir que no vas a meterte en el alma de otra persona, pero lo haces, por el mero hecho de existir. La pega que tiene es la dificultad práctica, por así decirlo, de no existir. Es decir, aquí estamos todos, y ¿qué podemos hacer?
– Bueno, supongo que algunas personas sienten la necesidad de convertir las relaciones personales en el trabajo de toda su vida. En tal caso, muy bien, pero ¿y los demás?
– Una lástima, ¿verdad? -replicó Peter, con un dejo de picardía que molestó a Harriet-. ¿Crees que se deberían eliminar por completo los contactos humanos? Siempre tienes que pelearte con el carnicero, el panadero o la casera. ¿O las personas con cerebro deberían quedarse quietecitas y dejarse cuidar por los que tienen corazón?
– Eso es muy frecuente.
– Cierto. -Peter llamó al camarero por quinta vez para que le recogiera la servilleta a Harriet-. ¿Por qué los genios son malos maridos y todo eso? Pero ¿qué hacer con las personas que sufren la maldición de tener cerebro y corazón?
– Perdona que se me caigan las cosas. Es que esta seda es muy resbaladiza. Bueno, ese es el problema, ¿no? Empiezo a pensar que tendrían que elegir.
– ¿No comprometerse?
– No creo que el compromiso funcione.
– ¡Que precisamente yo tenga que oír vituperios contra el compromiso en boca de una persona de sangre inglesa!
– Bueno, yo no soy totalmente inglesa. Tengo un poquito de irlandesa y de escocesa.
Lo cual viene a demostrar que eres inglesa. Ninguna otra raza Presume de mestizaje. Yo soy inglés casi hasta el bochorno, porque tengo una decimosexta parte de francés, aparte de las nacionalidades de costumbre, es decir, que llevo el compromiso en la sangre. Sin embargo, ¿dónde me clasificarías? ¿Entre los que tienen cerebro o los que tienen corazón?
– Nadie podría negar que tienes cerebro -contestó Harriet
– ¿Y quién lo niega? Y tú podrás negar mi corazón, pero mal dita sea si puedes negar su existencia.
– Argumentas como un ingenio de la época isabelina… d. significados con el mismo término.
– El término es tuyo. Tendrás que negar algo si quieres ser como el sacrificio de César.
– ¿El sacrificio de César…?
– Una bestia sin corazón. ¿Se te ha vuelto a caer la servilleta.
– No, esta vez ha sido el bolso. Está debajo de tu pie izquierdo.
– Ah! -Peter miró a su alrededor, pero el camarero había desaparecido-. Bueno -añadió sin moverse-, la función del corazón es servir al cerebro, pero en vista de que…
– No te molestes, por favor. No tiene importancia -lo interrumpió Harriet.
– … en vista de que tengo dos costillas rotas, mejor no hago nada, porque como me agache, a lo mejor no vuelvo a levantarme.
– ¡Válgame Dios! -exclamó Harriet-. Ya me parecía a que estabas un poco rígido. ¿Por qué demonios no me lo has dicho en lugar de quedarte ahí haciéndote el mártir e induciéndome a que te juzgue mal?
– Al parecer, no soy capaz de hacer nada bien -dijo Peter tono lastimero.
– ¿Cómo te las rompiste?
– Me caí de un muro de una forma muy poco elegante. Tenía un poco de prisa, porque había un tipo de aspecto patibulario al otro lado con una pistola. No fue tanto el muro como la carretilla que había debajo. Y en realidad, no son tanto las costillas como el esparadrapo. Aprieta como un demonio y el picor es infernal.
– Qué horror. No sabes cuánto lo siento. ¿Qué fue del tipo de la pistola?
– Pues no creo que las complicaciones personales vayan a darle más molestias.
– Si la suerte hubiera jugado del otro lado, supongo que serías tú quien no tendrías más molestias.
– Probablemente no. Y entonces tampoco te habría causado más molestias a ti. Si hubiera tenido la cabeza donde tenía el corazón, quizá habría aceptado de buen grado esa solución, pero como en aquel momento tenía la cabeza puesta en mi trabajo, salí corriendo con la mayor rapidez posible, con el fin de vivir lo suficiente para terminar el caso.
– Pues me alegro, Peter.
– ¿En serio? Eso demuestra lo difícil que le resulta incluso al cerebro más poderoso no tener corazón. Veamos. Hoy no es día de pedirte que te cases conmigo, y unos cuantos metros de esparadrapo no bastan para que sea una ocasión especial, pero si no te importa, vamos a tomar café en el salón, porque esta silla me empieza a parecer tan dura como la carretilla y me está destrozando en los mismos sitios.
Se levantó con cautela. Llegó el camarero y le devolvió el bolso a Harriet, junto con unas cartas que ella había recogido de manos del cartero al salir de casa y había metido en el bolsillo exterior del bolso sin leerlas. Wimsey guió a su invitada hasta el salón, la acomodó en una silla y se agachó con una mueca para sentarse en la esquina de un sofá.
– Un buen trecho hasta llegar abajo, ¿no?
– En cuanto llegas está bien. Perdona por presentarme siempre en un estado tan lamentable. Naturalmente, lo hago á propósito, para llamar la atención y despertar lástima, pero me terno que la maniobra es demasiado evidente. ¿Quieres un licor con el café, o un brandy? Dos brandys añejos, James.
– Muy bien, señor. Han encontrado esto bajo la mesa del comedor, señorita.
– ¿Más objetos perdidos? -dijo Wimsey, mientras cogía una tarjeta postal. Al ver que Harriet se sonrojaba y fruncía el entrecejo con expresión de asco, preguntó-: ¿Qué es esto?
– Nada -contestó Harriet, metiendo el garabato en el bolso… Peter la miró.
– ¿Te llegan cosas así con frecuencia?
– ¿Qué cosas?
– Porquerías anónimas.
– Ya no tanto. Encontré una en Oxford, pero antes llegaban en todos los repartos del correo. No te preocupes; estoy acostumbrada. Ojalá lo hubiera visto antes de venir aquí. Es terrible que me haya caído en el club y lo hayan leído los criados.
– Una cabeza loca, eso es lo que eres. ¿Puedo verlo?
– No, Peter. Por favor.
– Dámelo.
Harriet le tendió la postal sin levantar los ojos. «Pregúntale a novio el del título si le gusta el arsénico en la sopa. ¿Qué le diste para que te sacara?», preguntaba.
– ¡Por Dios, qué asquerosidad! -exclamó Peter con amargura-. Así que en eso te estoy metiendo. Debería haberlo sabido Era prácticamente imposible que no ocurriese, pero como tú decías nada, me he dejado llevar por el egoísmo.
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