– Gracias, Padgett. Seguro que la encuentro. Voy a llevar el coche al garaje.
– No se moleste usted, señorita, que están cayendo chuzos de punta. Ya se lo llevo yo un poco más tarde. No le va a pasar nada en la calle. Y la maleta se la subo ahora mismo, señorita, solo que no puedo dejar la puerta sola hasta que vuelva la señora Padgett, que ha ido corriendo a la despensa, porque si no, le indicaría el camino yo mismo.
Harriet insistió en que no se molestara.
– No, si es muy fácil cuando se conoce el camino, señorita, pero entre lo que han tirado, lo que han construido y lo que han cambiado aquí y allá, resulta que muchas de las antiguas señoritas se nos pierden cuando vuelven a vernos.
– Yo no voy a perderme, Padgett.
Y en efecto, no tuvo la menor dificultad en encontrar la misteriosa habitación de huéspedes junto a la escalera desplazada y la casita inexistente. Observó que desde sus ventanas se dominaba el patio viejo, aunque el patio nuevo quedaba fuera del campo de visión y el edificio de la nueva biblioteca oculto por el ala anexa del Tudor.
Tras tomar el té con la decana, Harriet se encontró sentada en la sala del profesorado en una reunión informal de profesoras y tutoras presidida por la rectora. Ante ella tenía los documentos del caso, un desolador montoncito de sucios delirios. Habían recogido unos quince para someterlos a examen. Había media docena de dibujos, todos ellos muy parecidos al que había encontrado Harriet. Había varios mensajes, dirigidos a diversos miembros del claustro, en los que se las informaba, con epítetos tan variados como odiosos, de que sus pecados las descubrirían, que no eran aptas para la sociedad decente y que a menos que dejaran en paz a los hombres les ocurrirían cosas desagradables. Algunas misivas habían llegado por correo; otras las habían encontrado en el alféizar de las ventanas debajo de las puertas; todas estaban hechas con el mismo tipo de letras recortadas y pegadas en hojas de papel basto. Dos alumnas también habían recibido mensajes: uno dirigido a una estudiante de último curso, una chica muy educada e inofensiva que estudiaba clásicas; o a una tal señorita Flaxman, brillante alumna de segundo curso. Este último era más explícito que la mayoría, puesto que mencionaba un nombre: «SI NO DEJAS EN PAZ AL JOVEN FARRINGDON», decía, añadiendo un término insultante, «PEOR PARA TI».
Los demás elementos de la colección consistían, en primer lugar, en un librito escrito por la señorita Barton, La situación de las mujeres en el Estado moderno . El ejemplar era de la biblioteca, y lo habían encontrado un domingo por la mañana ardiendo alegremente en la chimenea de la sala de estudiantes de Burleigh House En segundo lugar, las pruebas y el manuscrito de la Prosodia Inglesa de la señorita Lydgate. La historia era como sigue. La señorita Lydgate al fin había cambiado todas las correcciones del texto a última prueba de página y destruido las anteriores revisiones. Después había entregado las pruebas, junto con el manuscrito de la introducción, a la señorita Hillyard, que se comprometió a examinarlos para verificar ciertas referencias históricas. La señorita Hillyard declaró que los había recibido un sábado por la mañana y se los había llevado a sus habitaciones (que estaban en la misma escalera que las de la señorita Lydgate, en la planta de arriba). Después había llevado a la biblioteca (es decir, a la biblioteca del Tudor, que estaba a punto de ser reemplazada por la biblioteca nueva), y estuvo trabajando un rato con la ayuda de varios libros de consulta. Dijo que había estado sola, salvo por una persona, a la que no había llegado a ver, que se movía de un lado a otro en el cubículo del fondo. Fue a almorzar al comedor y dejó los papeles en la mesa de la biblioteca. Después de comer fue al río para someter a una prueba de remo a unas alumnas de primer curso. Cuando volvió a la biblioteca después del té para reanudar el trabajo, vio que los papeles habían desaparecido de la mesa. Al principio pensó que la señorita Lydgate había entrado y, al verlos allí, se los había llevado para hacer algunas de sus famosas correcciones. Fue a las habitaciones de la señorita Lydgate para preguntarle qué había pasado, pero no estaba. Dijo que la había sorprendido un poco que la señorita Lydgate los hubiera recogido sin dejarle una nota para advertirla, pero no se preocupó de verdad hasta que, tras volver a llamar a la puerta de la señorita Lydgate antes de ir al comedor, se acordó de repente de que la tutora de inglés había dicho que se iría antes del almuerzo y que iba a pasar un par de noches en la ciudad. Naturalmente, de inmediato se puso en marcha una investigación, pero no se averiguó nada hasta que, lunes por la mañana, justo después de ir a la capilla, se encontraron las pruebas perdidas, desparramadas por el suelo y la mesa de la sala de profesoras. Las encontró la señorita Pyke, que fue la primera profesora que entró aquella mañana en la habitación. La criada encargada de quitar el polvo en la sala tenía la plena certeza de que no había semejantes cosas por allí antes de la misa en la capilla, y por el aspecto que presentaban los papeles daba la impresión de que alguien los había tirado por la ventana al pasar, algo que podría haber hecho cualquiera sin la menor dificultad. Sin embargo, nadie había visto nada sospechoso, a pesar de que interrogaron a todas las personas del college, y sobre todo a quienes habían llegado más tarde a la capilla y a las alumnas cuyas ventanas daban a la sala de profesoras.
Cuando se encontraron las pruebas, estaban pintarrajeadas con tinta. Habían tachado todos los cambios en los márgenes del manuscrito y escrito en algunas páginas epítetos ofensivos en torpes mayúsculas. Habían quemado la introducción del manuscrito y había una nota que lo anunciaba triunfalmente en grandes letras de imprenta pegada en la primera página de las pruebas.
Con tales noticias había tenido que recibir la señorita Hillyard a la señorita Lydgate cuando esta volvió al college el lunes, inmediatamente después del desayuno. Se hizo todo lo posible por averiguar el momento exacto en que las pruebas habían desaparecido de la biblioteca. Se descubrió quién era la persona que estaba en el cubículo del fondo, que resultó ser la bibliotecaria, la señorita Burrows. Sin embargo, dijo que no había visto a la señorita Hillyard, que había entrado después que ella y se había ido a comer antes que ella y tampoco había visto las pruebas, o al menos no se había percatado de que estuvieran sobre la mesa. No habían ido muchas usuarias a la biblioteca el sábado por la tarde, pero una alumna que había entrado alrededor de las tres a consultar el Diccionario de latín tardío de Ducange, en el cubículo donde había estado trabajando la señorita Hillyard, dijo que había cogido el libro y lo había puesto sobre la mesa, y que pensaba que si las pruebas hubieran estado allí, las habría visto. La alumna en cuestión era una tal señorita Waters, alumna de la señorita Shaw de segundo año de francés.
La situación se puso un tanto embarazosa por la intervención de la administradora, que al parecer había visto a la señorita Hillyard entrando en la sala de profesoras justo antes de la hora de la capilla el domingo por la mañana. La señorita Hillyard explicó que solo había llegado hasta la puerta, pensando que se había dejado allí la toga, pero que al recordar a tiempo que la había colgado en el guardarropa del edificio Queen Elizabeth, se marchó inmediatamente, sin entrar en la sala. Preguntó airada si la administradora sospechaba que ella había cometido el desaguisado. La señorita Stevens contestó: «Claro que no, pero si la señorita Hillyard hubiera entrado, podría haber visto si las pruebas estaban ya en la sala y aportar así un terminus quo , o en su defecto, ad quem , para esa parte de la investigación».
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