En realidad, esas eran todas las pruebas materiales de que se disponía, aparte de que había desaparecido un tintero de gran tamaño del despacho de la secretaria y tesorera, la señorita Allison. No había tenido ocasión de entrar en el despacho ni el sábado por la tarde ni el domingo; solo podía decir que el tintero estaba en el sitio de costumbre el sábado a la una. No cerró con llave la puerta del despacho en ningún momento, puesto que allí no se guardaba dinero, y todos los papeles importantes se dejaban a buen recaudo en una caja fuerte. Su ayudante no vivía en el college y no había estado durante el fin de semana.
Solo se había producido otro acontecimiento de cierta importancia: la aparición de garabatos desagradables en pasillos y servicios. Naturalmente, habían borrado tales inscripciones en cuanto las habían visto y ya no estaban disponibles.
Por supuesto, habían tenido que notificar oficialmente la pérdida y la posterior manipulación de las pruebas de la señorita Lydgate. La doctora Baring había hablado ante todo el college para Preguntar si alguien tenía alguna prueba. Nadie presentó ninguna, e inmediatamente advirtió de que el asunto no debía conocerse fuera del college e indicó que cualquiera que enviara comunicaciones indiscretas a los periódicos de la universidad o a la prensa podría incurrir en grave falta disciplinaria. Un delicado interrogatorio en los demás colleges femeninos puso de manifiesto que el acoso se limitaba, de momento, a Shrewsbury.
Como tampoco hasta el momento había salido a la luz nada que demostrara que el acoso hubiera empezado antes de octubre, era natural que las sospechas se centrasen en las alumnas de primer curso. Cuando la doctora Baring llegó a este punto de su exposición, Harriet sintió la obligación de hablar.
– Creo que me encuentro en situación de descartar el primer curso, e incluso a la mayoría de las actuales alumnas -dijo.
Y con cierto desasosiego, continuó contando a las allí reunidas cómo había encontrado los dos ejemplares de la obra de la escritora anónima, la noche de la celebración y después.
– Gracias, señorita Vane -dijo la rectora cuando hubo acabado Harriet-. Lamento profundamente que tuviera una experiencia tan desagradable, pero naturalmente, su información reduce mucho el campo de la investigación. Si la culpable es alguien que asistió a la celebración, debe de ser una de las pocas alumnas actuales que estaban esperando los exámenes orales, una de las criadas o… una de nosotras.
– Sí, me temo que así es.
Las profesoras se miraron unas a otras.
– Por supuesto, no puede ser una antigua alumna -añadió la doctora Baring-, puesto que esas atrocidades han continuado después, ni una residente en Oxford ajena al college, puesto que sabemos que han metido papeles por debajo de la puerta de algunas personas por la noche, por no hablar de las inscripciones en las paredes, que, según se ha demostrado, aparecen entre la medianoche y la mañana siguiente. Por consiguiente, hemos de preguntarnos quién, entre el número relativamente reducido de personas pertenecientes a las tres categorías que he mencionado, podría ser la responsable.
– Sin duda, es mucho más probable que sea una de las criadas que una de nosotras -intervino la señorita Burrows-. Difícilmente puedo imaginarme que ninguna de las presentes en esta sala sea capaz de algo tan repugnante, mientras que esa clase de personas…
– Creo que ese comentario es muy injusto -la interrumpió la señorita Barton-. Estoy firmemente convencida de que no debemos permitir que nos cieguen los prejuicios de clase.
– Que yo sepa, todas las criadas son mujeres de magnífico carácter, y les aseguro que contrato al personal con sumo cuidado -dijo la administradora-. Naturalmente, las encargadas de fregar y otras mujeres que vienen de día están libres de sospecha. Además, recordarán que la mayoría de las criadas duermen en un ala aparte. La puerta exterior se cierra con llave por la noche y las ventanas de la planta baja tienen rejas, aparte de la verja de hierro que aísla la entrada trasera del resto de los edificios. La única comunicación posible por la noche sería a través de la despensa, que también se cierra con llave. La jefa de criadas tiene las llaves. Carrie lleva con nosotras quince años, y supongo que es de fiar.
– Nunca he llegado a comprender por qué hay que encerrar por la noche a las pobres criadas como si fueran fieras salvajes, mientras que todas las demás pueden entrar y salir cuando y como les plazca -dijo la señorita Barton mordazmente-. De todos modos, tal y como están las cosas, mejor para ellas.
– Como usted bien sabe -replicó la administradora-, la razón es que no hay portero en la entrada de servicio, y que a cualquier persona no autorizada no le resultaría difícil saltar por las verjas de fuera. Y también quisiera recordarle que todas las ventanas de la planta baja que dan directamente a la calle y al patio de la cocina, incluidas las de las profesoras, tienen barrotes. Con respecto a cerrar con llave la despensa, yo diría que se hace para evitar que la saqueen las alumnas, como ocurría con frecuencia en la época de mi predecesora, según tengo entendido. Se toman tales precauciones con las personas pertenecientes al colegio y con las criadas por igual.
– ¿Y las criadas de los demás edificios? -preguntó la tesorera.
– Quizá haya dos o tres que ocupan dormitorios en cada edificio -contestó la administradora-. Todas son mujeres de confianza que están a nuestro servicio desde antes de que yo llegar No tengo aquí la lista, pero creo que hay tres en el Tudor, tres o cuatro en el Queen Elizabeth y una en cada una de las cuatro buhardillas del patio nuevo. En Burleigh solo hay habitaciones de alumnas. Y naturalmente, está el personal al servicio de la rectora, además de la ayudante de la enfermera, que duerme con en la enfermería.
– Tomaré medidas para que el personal que trabaja para mí no obre mal -dijo la doctora Baring-. Y será mejor que usted haga otro tanto en la enfermería, administradora. Y, por su propio interés, se debería someter a cierta vigilancia a las criadas que no duermen en el college.
– Pero por supuesto, rectora… -empezó a decir con vehemencia la señorita Barton.
– Por su propio interés -repitió la rectora con tranquilidad firmeza-. Señorita Barton, estoy completamente de acuerdo c usted en que no existen más razones para sospechar de ellas que una de nosotras, pero mayor motivo para dejarlas fuera de este asunto de una vez por todas.
– Desde luego -replicó la administradora.
– En cuanto al método para mantener vigiladas a las criadas o a cualquiera, estoy convencida de que cuantas menos personas estén al tanto, mejor. Quizá la señorita Vane pueda sugerir un buen sistema, confidencialmente, a mí o a…
– Exactamente -intervino la señorita Hillyard con tono grave-. ¿A quién? Que yo sepa, no podemos confiar plenamente en ninguna de nosotras.
– Es cierto, por desgracia -dijo la directora-. Y también es aplicable a mí. Si bien huelga decir que tengo plena confianza en las responsables del college, tanto en conjunto como individualmente, me parece que, exactamente como en el caso de las criadas, es de suma importancia que tomemos precauciones, por nuestro propio interés. ¿Qué opina usted, vicerrectora?
– Sin duda -contestó la señorita Lydgate-. No debemos hacer ninguna distinción. Estoy dispuesta a someterme a cualquier medida de vigilancia que se nos recomiende.
– Bueno, al menos usted difícilmente podría ser sospechosa -dijo la decana-. Es usted la más perjudicada.
– Todas hemos sido perjudicadas de uno u otro modo -terció la señorita Hillyard.
– Creo que debemos tener en cuenta lo que, a mi entender, es una costumbre muy conocida de estos desventurados… eh… escritores de cartas anónimas: enviarse cartas a sí mismos para desviar las sospechas. ¿No es así, señorita Vane?
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