Dorothy Sayers - Los secretos de Oxford

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Cuando Harriet Vane regresa a la Universidad de Oxford, encuentra a los profesores y alumnos de su college nerviosos por los extraños mensajes de un lunático. Con la ayuda de lord Peter Wimsey, Harriet empieza una investigación para desenmascarar al autor de las amenazas.
Una novela de misterio, e incluso de terror, Los secretos de Oxford es también una obra sobre el papel de las mujeres en la sociedad contemporánea, una reflexión sobre la educación y una historia de amor entre dos mentes privilegiadas.
Una de las mejores novelas de misterio del siglo XX y la obra maestra de Sayers, precursora de Patricia Highsmith, Iris Murdoch o A.S. Byatt.

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– Sí. Esa mujer me agarró por el cuello, eso sí lo recuerdo, y supongo que en realidad iba a por la señorita De Vine.

– Evidentemente. Y con lo mal que tiene el corazón y sin un collar de perro, no habría vivido para contarlo, según el médico. Fue una suerte para ella que usted entrara por casualidad en su habitación. ¿O es que lo sabía?

– Creo que fui a advertirle de lo que había dicho Peter -contestó Harriet, todavía un tanto confusa-, y… ¡ah, sí!, vi que pasaba algo raro con las cortinas, y que no se podía encender la luz.

– Habían quitado las bombillas. Bueno, en fin, a eso de las cuatro Padgett encontró a Annie. Estaba encerrada en la carbonera, debajo del edificio del comedor, en el extremo de la sala de calderas. Se habían llevado la llave y Padgett tuvo que derribar la puerta. Annie estaba gritando y dando golpes… pero claro, si no la hubiéramos buscado, podría haber chillado hasta el día del Juicio, teniendo en cuenta además que los radiadores están cerrados y que no utilizamos la caldera. Se encontraba en lo que se llama estado de shock y no fue capaz de explicarse con coherencia durante un buen rato, pero no le pasa nada grave, salvo la impresión y las magulladuras, porque la tiraron sobre el montón de carbón. Y además tiene las manos y los brazos despellejados de tanto dar golpes en la puerta e intentar salir por el respiradero.

– ¿Y qué dice que ocurrió?

– Pues que estaba retirando las sillas de la galería, como a las nueve y media, cuando alguien la agarró desde atrás por el cuello y la arrastró hasta la carbonera. Dice que era una mujer, muy fuerte…

– Y tanto. Doy fe de ello. Con unas manos de hierro y un vocabulario nada femenino -replicó Harriet.

– Annie dice que no pudo verla, pero piensa que el brazo que le rodeó el cuello iba envuelto en una manga de color oscuro. Le pareció que era la señorita Hillyard, pero resulta que estaba con la administradora y conmigo. Sin embargo, muchos de nuestros ejemplares más robustos no tienen coartada, sobre todo la señorita Pyke, que dice que estaba en su habitación, y la señorita Barton, quien asegura que estaba en la biblioteca de narrativa buscando «un buen libro para leer». Y tampoco sabemos mucho de lo que hicieron la señora Goodwin y la señorita Burrows, porque según ellas, de repente sintieron un irrefrenable deseo de salir a pasear, cada una por su lado. La señorita Burrows fue a unirse en íntima comunión con la naturaleza en el jardín de las profesoras y la señora Goodwin con una autoridad superior en la capilla. Y hoy todas nos miramos con cierto recelo.

– Ojalá hubiera reaccionado mejor, quiero decir, yo. No entiendo porqué no acabó conmigo -dijo Harriet.

– Eso mismo dijo lord Peter. Piensa que creyó que usted estaba muerta o que se asustó con la sangre al darse cuenta de que se había equivocado de persona. Cuando usted se desplomó, probablemente se puso a palpar y comprendió que no era la señorita De Vine… o sea, usted no lleva gafas y tiene el pelo corto… y entonces se fue corriendo a limpiarse las manchas de sangre. Al menos, esa es la teoría de lord Peter, y me dio la impresión de que se sentía muy raro.

– ¿Está aquí?

– No, ha tenido que volver… Tenía que coger un avión a primera hora en Croydon o algo… Llamó por teléfono y les montó una buena, pero al parecer estaba ya todo preparado y no le quedó más remedio que marcharse. Si por él hubiera sido, no habría quedado en pie ni un solo miembro del gobierno, así que intenté animarlo con un café calentito, y se marchó dejando muy claro que ni usted ni la señorita De Vine ni Annie debían quedarse solas un solo momento. Y ha llamado una vez desde Londres y tres veces desde París.

– ¡Pobre Peter! -exclamó Harriet-. Es que no lo dejan descansar.

– Y ahora la rectora, muy valiente, va a dar un comunicado, que no va a convencer a nadie, al efecto de que alguien le ha gastado una absurda broma a Annie y que usted resbaló y se hizo una herida en la cabeza y que la vista de la sangre impresionó a la señorita De Vine. Y se han cerrado las puertas del college para todo el mundo, por temor a que aparezcan periodistas, pero a las criadas no se les puede cerrar la boca… Dios sabe qué estarán contando en la entrada de servicio. Pero en fin, lo importante es que nadie ha muerto. Bueno, mejor me marcho, porque en otro caso la enfermera se me tirará a la yugular, y entonces si habrá un investigación judicial.

Al día siguiente apareció lord Saint-George.

– Ahora me toca a mí visitar a los enfermos -dijo-. Para mí que no eres una tía para adoptarte. ¿Te das cuenta de que por tu culpa no he podido asistir a una cena?

– Sí -contestó Harriet-. Es una lástima… A lo mejor debería decírselo a la decana. Quizá podrías reconocer…

– No empieces a inventarte historias, no vaya a ser que te suba la fiebre -dijo el chico-. Déjalo en las manos del tío Peter. Por cierto, dice que volverá mañana, que todo va divinamente y que te quedes tranquilita y no te preocupes. Nobleza obliga. He hablado con él por teléfono esta mañana, y estaba atacado, diciendo que cualquiera podría haber ido en su lugar a París, pero que se les ha metido en la cabeza que él es la única persona capaz de caerle en gracia a no sé qué imbécil al que hay que apaciguar o conciliar o vaya usted a saber qué. Por lo poco que le he podido sacar, resulta que han asesinado a un periodista prácticamente desconocido y están intentando convertirlo en un incidente de carácter internacional. Y de ahí los líos. Ya te había dicho que el tío Peter tiene un profundo sentido de la responsabilidad pública, y ahora puedes verlo en la práctica.

– Bueno, es que hace bien.

– ¡No eres una mujer normal! El tío Peter tendría que estar aquí, llorando a mares, y que la situación internacional se fuera al diablo. -Lord Saint-George soltó una risita-. Ojalá hubiera estado con él en el coche el lunes por la mañana. Nada menos que cinco citaciones en el viaje entre Warwickshire, Oxford y Londres. A mi madre le va a encantar. ¿Qué tal tu cabeza?

– Bastante bien. Creo que ha sido peor la herida que el golpe.

– ¿A que sangran las heridas en la cabeza? Como si fueras un cerdo, pero menos mal que no eres «un cadáver en la caja de cara triste e hinchada». En cuanto te quiten los puntos, estarás bien, solo con cierto aire de presidiaria por ese lado de la cabeza. Tendrán que cortarte un poco el pelo, y el tío Peter podrá llevar tus mechones junto al corazón.

– Vamos, vamos, ni que fuera de los años setenta -dijo Harriet.

– Está envejeciendo por días. Yo diría que ya ha llegado a los años sesenta, con aquellas patillas doradas tan bonitas. En serio, creo que deberías rescatarlo antes de que empiecen a crujirle los huesos y de que le salgan telarañas en los ojos.

– Tu tío y tú deberíais ganaros la vida con vuestras frasecitas -dijo Harriet.

Capítulo 22

No, no existe un final: ¡el final es la muerte y la locura! Como jamás estoy mejor que cuando estoy loco, a mi parecer soy un individuo valiente, y entonces obro maravillas, pero cuando la razón de mí se aprovecha, llegan los tormentos y el mismo infierno. Al menos, señor, traedme a uno de los asesinos, que aun si fuera tan fuerte como Héctor, yo lo haría pedazos.

BEN JONSON

Jueves, un jueves sombrío y deprimente, con una lluvia anodina que caía de un cielo encapotado, como un cubierto por una tapa gris. La rectora había convocado una reunión del claustro a las dos y media, una hora francamente desoladora. Las tres convalecientes ya podían valerse por sí mismas. A Harriet le habían cambiado las vendas por unos esparadrapos nada favorecedores y mucho menos románticos, y no es que realmente le doliera la cabeza, sino que tenía la sensación de que podía empezar a dolerle de un momento a otro. La señorita De Vine parecía recién salida de la tumba. Aunque menos afectada físicamente, Annie seguía presa de miedos y nervios y realizaba sus tareas a duras penas, siempre asistida por la otra doncella de la sala del profesorado.

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