– ¿En qué lado se sentaban los sirvientes de la Casa Roja?
– Al lado oeste del pasillo sur. Nunca me gustó, porque no podíamos ver lo que estaban haciendo, y a veces su comportamiento dejaba mucho que desear. No creo que la casa del señor sea un buen lugar para flirtear, y los ruidos y las risas eran claras muestras de una conducta indecorosa.
– Si la señora Gates hubiera hecho lo que debía y se hubiera sentado con ellos, la cosa habría sido distinta -dijo la señora Venables-. Pero ella era demasiado señora y siempre quería tener su propio asiento, cerca de la puerta sur, por si se mareaba y tenía que salir a tomar aire.
– Querida, la señora Gates no es una señora demasiado robusta que digamos.
– ¡Tonterías! Come demasiado y luego se indigesta, eso es todo.
– Puede que tengas razón, querida.
– No la soporto -añadió la señora Venables-. Los Thorpe tendrían que vender la casa pero, por lo que se ve, no pueden porque así lo dejó escrito sir Henry en su testamento. No sé cómo van a mantenerla y, además, seguro que el dinero le vendría mucho mejor a la señorita Hilary. ¡Pobre Hilary! Si no hubiera sido por esa horrible señora Wilbraham y su collar… Lord Peter, supongo que a estas alturas ya no hay ninguna esperanza de recuperarlo, ¿verdad?
– Mucho me temo que llegamos un poco tarde, aunque estoy casi seguro de que el collar estuvo en la parroquia hasta enero.
– ¿En la parroquia? ¿Dónde?
– Creo que en la iglesia. El sermón que ha pronunciado esta mañana ha sido de lo más inspirador, padre. Me inspiró tanto que resolví el enigma del criptograma.
– ¡No! -exclamó el párroco-. ¿Cómo ha sucedido?
Wimsey se lo explicó.
– ¡Por todos los santos! ¡Qué interesante! Debemos ir a registrar ese lugar de inmediato.
– De inmediato no, Theodore.
– Bueno, no, querida, no me refería a ahora mismo. Me temo que no quedaría demasiado bien entrar con la escalera en la iglesia en domingo. Aquí todavía respetamos mucho el cuarto mandamiento. Además, esta tarde tengo misa infantil y tres bautizos, y la señora Edwards viene a hablar conmigo. Pero, lord Peter, ¿cómo cree que llegaron allí las joyas?
– Bueno, lo he estado pensando. ¿No arrestaron a Deacon un domingo después de misa? Supongo que tenía alguna idea de lo que iba a suceder y escondió el botín en algún momento del oficio.
– Claro, aquel día estaba sentado en la galería. Ahora entiendo por qué me ha hecho tantas preguntas sobre la galería. ¡Menudo tipejo era ese Deacon! ¿Usted cree que es un…? ¿Qué palabra se usa para referirse a un ladrón que engaña a otro?
– ¿Traidor? -contestó Wimsey.
– Sí, eso es. No me salía. Traicionó a su cómplice. Diez años en la cárcel por un robo del que ni siquiera disfrutó. No puedo evitar sentir compasión por él. Pero, lord Peter, en ese caso, ¿quién escribió el criptograma?
– Creo que tuvo que ser Deacon, por el dominio del sistema de campanología.
– Ya. Y luego se lo dio al otro tipo, a Legros. ¿Por qué lo hizo?
– Posiblemente, para conseguir que Legros lo ayudara a escapar de Maidstone.
– ¿Y Legros esperó todos estos años para utilizarlo?
– Obviamente, Legros tenía muy buenas razones para mantenerse alejado de Inglaterra. Debió de darle el criptograma a algún inglés, probablemente a Cranton. Estoy casi seguro de que él no podía descifrarlo solo y, en cualquier caso, necesitaba la ayuda de Cranton para volver de Francia.
– Ya veo. Entonces encontraron las esmeraldas y Cranton mató a Legros. Cuando pienso en la violencia que se ha desatado por unas piedras, me pongo enfermo.
– A mí me sabe aún peor por la pobre Hilary Thorpe y su padre -dijo la señora Venables-. ¿Quiere decir que mientas ellos necesitaron el dinero tan desesperadamente las esmeraldas estuvieron escondidas en la iglesia todo el tiempo a pocos metros?
– Me temo que sí.
– ¿Y ahora dónde están? ¿Las tiene ese Cranton? ¿Por qué no las ha encontrado nadie hasta ahora? No sé en qué debe estar pensando la policía.
El domingo se les hizo inusualmente largo. Y el lunes por la mañana, en cambio, pasaron muchas cosas a la vez.
La primera fue la llegada del comisario Blundell, que apareció muy nervioso.
– Hemos recibido noticias de Maidstone -anunció-. ¿Adivine de quién es la letra de la carta?
– Lo he estado pensando -dijo Wimsey-, y creo que debe ser de Deacon.
– ¿Ah, sí? -dijo el comisario, algo decepcionado-. Bueno, tiene razón, milord, es de Deacon.
– La carta debe ser el mensaje original. Cuando descubrimos que estaba relacionado con los carrillones, entonces me di cuenta de que sólo podía haberlo escrito Deacon. Dos convictos campaneros en Maidstone hubiera sido algo más que una simple coincidencia. Y luego, cuando le enseñé la carta a la señora Thoday, tuve la seguridad de que había reconocido la letra. Puede ser que Legros le escribiera una carta, pero me parece más probable que supiera que era la letra de su marido.
– Bueno, y entonces, ¿cómo es que la escribió con papel extranjero?
– El papel extranjero es más de lo mismo. ¿Lady Thorpe no tenía una sirvienta extranjera? La antigua señora Thorpe, quiero decir.
– Sir Charles tenía una cocinera francesa -dijo el comisario.
– ¿En la época del robo?
– Sí. Recuerdo que los dejó cuando empezó la guerra. Quería volver con su familia y los Thorpe se las arreglaron para meterla en uno de los últimos barcos que zarparon de Inglaterra.
– Entonces, está claro. Deacon se inventó el criptograma antes incluso de robar las joyas. No se lo podía llevar a la prisión. Debió de dárselo a alguien…
– Mary -opinó el comisario, con una sonrisa malintencionada.
– Tal vez. Y ella se lo debió dar a Legros. Me parece poco claro.
– Pues a mí no, milord. -La sonrisa de Blundell era cada vez más amplia-. Si me permite decírselo, creo que se ha precipitado al enseñarle la carta a Mary Thoday. Se ha marchado.
– ¿Se ha marchado?
– Esta mañana han cogido el primer tren hacia Londres. Ella y Will Thoday. Menuda pareja.
– ¡Dios mío!
– Sí, milord. Ah, pero no sufra, los atraparemos. Pretenden fugarse y llevarse las esmeraldas con ellos.
– Debo admitir -confesó Wimsey- que eso no lo esperaba.
– ¿No? Bueno, yo tampoco, porque si lo hubiera sabido, no les habría quitado los ojos de encima. ¡Ah! Por cierto, ya sabemos cómo se llamaba en realidad Legros.
– Hoy es usted una caja de buenas noticias, comisario.
– Bah, no es nada. Hemos recibido carta de monsieur Rozier. Registró la casa de Suzanne Legros ¿a que no adivina lo que encontraron? Nada más y nada menos que la placa de identificación de Legros. ¿Se le ocurre algo, milord?
– Varias cosas, pero dejaré que me lo diga usted. ¿Cómo se llamaba?
– Arthur Cobbleigh.
– ¿Y quién es ese tal Arthur Cobbleigh?
– Entonces, ¿no lo ha adivinado?
– No. Yo pensaba otra cosa. Continúe, comisario.
– Bueno, pues Arthur Cobbleigh parece ser que era un chico normal. ¿De verdad no se imagina de dónde era?
– Soy todo oídos.
– Era de un pequeño pueblo cerca de Dartford, a menos de un kilómetro del bosque donde encontraron el cuerpo de Deacon.
– ¡Vaya! Ahora empezamos a tener algo.
– Tan pronto como he recibido la carta, he empezado a hacer llamadas. Cobbleigh era un chico que en 1914 debía de tener unos veinticinco años. No contaba con un buen historial. Era peón. Había tenido varios problemas con la policía un par de veces por pequeños robos. Se alistó en el Ejército el primer año de la guerra y no le costó nada despedirse de los suyos. Lo vieron por última vez el último día de permiso de 1918, y eso fue dos días después de que Deacon se escapara de la cárcel. Aquel día se marchó para reincorporarse a su unidad. Jamás lo volvieron a ver. Lo último que se supo de él: «Desaparecido, dado por muerto» en la retirada del Mame. Oficialmente, quiero decir. Porque las auténticas últimas noticias de él están allí.
Читать дальше