El comisario apuntó con el dedo hacia el cementerio.
Wimsey hizo una mueca.
– No tiene sentido, comisario, no tiene ningún sentido. Si este Cobbleigh se alistó en el Ejército el primer año de la guerra, ¿cómo es posible que estuviera compinchado con Deacon, que fue a Maidstone en 1914? No tuvieron tiempo. ¡Maldita sea! No te alias con un tipo para un plan así en un par de días de permiso. Si Cobbleigh hubiera sido un celador, un convicto o hubiera tenido algo que ver con la cárcel, sería posible. Si hubiera tenido algún tipo de relación con la cárcel o algo así, tendríamos más información.
– ¿Usted cree? Mire, milord, mientras venía hacia aquí le he estado dando vueltas. Deacon se había escapado de la cárcel, ¿no? Cuando lo encontraron todavía llevaba el uniforme de preso, ¿no? ¿No demuestra eso que la fuga no estaba planeada de antemano? Si no se hubiera caído por ese agujero, lo hubieran encontrado mucho antes, ¿no? Ahora escúcheme y dígame si no tengo razón. Para mí está más claro que el agua. Este Cobbleigh va caminando por el bosque, después de visitar a su madre, para coger el tren a Dartford y reunirse con su unidad con el fin de volver a Francia. En algún punto del camino se encuentra con un hombre merodeando por allí. Lo agarra por el cuello y descubre que ha encontrado al convicto fugado que todo el mundo está buscando. El convicto le dice: «Si me sueltas, te haré un hombre muy rico». A Cobbleigh le parece bien. Dice: «Llévame hasta el tesoro. ¿De qué se trata?». El convicto dice: «Se trata de las esmeraldas Wilbraham». Y Cobbleigh dice: «¡Vaya! Cuéntame algo más sobre esas joyas. ¿Cómo sé que no me estás engañando? Dime dónde están y luego hablaremos». Deacon le responde: «No te diré nada si no me ayudas». Y Cobbleigh le contesta: «No puedes hacer nada. Sólo tengo que decirles dónde estás». Deacon dice: «Con eso no vas a conseguir nada. Quédate a mi lado y pronto tendrás las manos llenas de libras». Siguen hablando y Deacon, como un tonto, suelta que ha escrito una nota con el nombre del escondite y que la lleva encima. «¿En serio? -pregunta Cobbleigh-. Entonces, será mejor que la guardes bien». Y lo golpea en la cabeza. Luego lo registra y encuentra la nota, pero se pone furioso porque no la entiende. Así que vuelve a mirar a Deacon y descubre que lo ha matado. «¡Demonios! Esto lo tuerce todo. Será mejor que lo aparte del camino y me vaya». Así que lo tira al agujero y se marcha a Francia. ¿Qué le parece?
– Una buena historia sangrienta -dijo Wimsey-. Pero ¿por qué iba Deacon a llevar encima la nota del escondite? ¿Y cómo es que estaba escrita en papel extranjero?
– No lo sé. Bueno, imaginemos que fue como usted dijo antes. Que le dio el papel a su mujer. Imagine que, por accidente, se le escapa la dirección de su mujer y luego todo sigue como le he explicado. Cobbleigh vuelve a Francia, deserta y Suzanne Legros lo cuida. No le dice a nadie quién es, porque no sabe si han encontrado el cuerpo de Deacon o no y tiene miedo de que, si regresa a Inglaterra, lo acusen de asesinato. Mientras, no se separa del papel ni un momento…; no, falso. Le escribe a la señora Deacon y consigue que ella le envíe la carta.
– ¿Por qué iba a hacerlo?
– Esto es un lío. ¡Ah, ya lo tengo! Esta vez sí. Le dice que tiene la clave. Eso es. Deacon le dijo: «Mi mujer tiene la nota, pero es una tonta parlanchina y no le he querido dar la clave porque podría decírsela a cualquiera. Te daré la clave a ti para que veas que sé de lo que estoy hablando». Entonces Cobbleigh lo mata y, cuando cree que es seguro, le escribe a Mary y ella le envía la carta.
– ¿La original?
– Sí, ¿por qué?
– Alguien podría pensar que guardó el original y le envió una copia.
– No. Le envía el original para que Cobbleigh vea que era la letra de Deacon.
– Pero Cobbleigh no tenía por qué conocer la letra de Deacon.
– Pero Mary no lo sabía. Cobbleigh resuelve el mensaje y ellos le ayudan a cruzar la frontera.
– Creía que ya lo habíamos hablado y habíamos decidido que los Thoday no pudieron hacerlo.
– De acuerdo. Entonces los Thoday se pusieron en contacto con Cranton. Cobbleigh llega a Inglaterra bajo el nombre de Paul Sastre, viene a Fenchurch y se lleva las esmeraldas. Entonces Thoday lo mata y se lleva las joyas. Mientras, Cranton llega para ver qué ha pasado y descubre que se le han adelantado. Desaparece y los Thoday se hacen los inocentes hasta que ven que nos estamos acercando demasiado, y luego son ellos los que desaparecen.
– Entonces, ¿quién es el asesino?
– Cualquiera, diría yo.
– ¿Y quién lo enterró?
– Will no, seguro.
– ¿Y cómo lo hicieron? -preguntó Wimsey-. ¿Y por qué ataron a Cobbleigh? ¿Por qué no lo mataron de un simple disparo en la cabeza? ¿Por qué Thoday sacó doscientas libras del banco y después las volvió a ingresar? ¿Cuándo sucedió todo? ¿Quién era el hombre que el Loco Peake vio en la iglesia la noche del 30 de diciembre? Y, lo más importante, ¿cómo fue a parar la carta al campanario?
– No le puedo responder a todo a la vez. Así es como lo arreglaron, confíe en mí. Y ahora voy a detener a Cranton y a los Thoday, y si entre ellos no me conducen a las esmeraldas, me comeré el sombrero.
– ¡Ah! Por cierto, eso me recuerda algo. Antes de que llegara íbamos a examinar el lugar donde Deacon escondió las esmeraldas. El párroco resolvió el enigma…
– ¿El párroco?
– Sí. Así que, sin ninguna esperanza, y sólo por curiosidad, vamos a subir al Cielo y buscar entre los querubines. De hecho, el párroco está en la iglesia, ¿vamos?
– Claro, aunque no puedo perder el tiempo.
– Estoy seguro de que no tardaremos demasiado.
El párroco había sacado la escalera del sacristán y ya estaba subido al techo del pasillo sur, llenándose de telarañas mientras buscaba entre el roble viejo.
– Los sirvientes se sentaban por aquí -dijo, cuando vio a Wimsey y al comisario Blundell-. Aunque, ahora que lo pienso, los pintores vinieron el año pasado a repasar toda la iglesia, y si hubiera habido algo, lo habrían encontrado.
– Quizá lo hicieron -dijo Wimsey, y Blundell emitió un gruñido.
– Oh, espero que no. Creo que no. Son la gente más honesta que conozco -dijo el señor Venables mientras bajaba la escalera-. Quizá sería mejor que lo intentara usted. A mí no se me dan bien estas cosas.
– La madera está muy bien trabajada -dijo Wimsey-. Todo muy bien sujeto. En Duke's Denver hay muchas vigas así, y cuando era pequeño yo mismo tenía mi propio escondite. Guardaba fichas y me imaginaba que era como mi tesoro escondido. Lo único malo es que me costaba mucho sacarlas. Blundell, ¿recuerda el anzuelo de alambre que encontramos en el bolsillo del cadáver?
– Sí, milord. Jamás conseguimos saber para qué lo usó.
– Debí habérmelo imaginado. Yo fabriqué algo parecido para mi tesoro -dijo el lord, mientras sus largos dedos iban de un lado a otro de las vigas, estirando suavemente las estaquillas de madera que las sujetaban-. Debía ser accesible desde donde se sentaba. ¡Aja! ¿Qué les había dicho? Ahora la aparto suavemente y ya está.
Arrancó una de las estaquillas sin demasiado trabajo. Originalmente, atravesaba la viga, debía medir unos treinta centímetros de largo y sobresalía un centímetro y medio por cada lado. Pero, en algún momento, alguien había serrado un espacio de unos ocho centímetros por el lado grueso.
– Ahí está -dijo Wimsey-. El escondite original de algún colegial, espero. Supongo que algún niño estaría jugando y vio que estaba floja. Posiblemente lo limpió. Al menos, eso es lo que yo hice con mi escondite del tesoro. Entonces se la llevó a casa y le cortó unos diez centímetros con la sierra haciendo dos trozos. El día siguiente que fue a misa se llevó una varilla. Volvió a colocar la estaquilla en su sitio con ayuda de la varilla, de modo que el agujero no fuera visible desde el otro lado. Entonces dejó dentro las canicas o lo que sea que quiera esconder y colocó el otro extremo de la estaquilla. Y ya está, un buen escondite donde a nadie jamás se le ocurriría mirar. O eso es lo que él creía. Entonces, unos años después, entra en escena nuestro amigo Deacon. Un día está aquí sentado, posiblemente algo aburrido por el sermón, lo siento padre. Empieza a jugar con la estaquilla y se queda con un trozo en la mano. «¡Qué divertido! -piensa-. Un lugar perfecto si se quiere esconder algo de manera rápida». Unos años más tarde, cuando tiene la necesidad de deshacerse de las esmeraldas con urgencia, se acuerda de este escondite. Es bastante obvio. Se sienta aquí tranquila y piadosamente escuchando la Primera Lección. Muy discreto, baja la mano y busca a su lado, saca la estaquilla, coge las esmeraldas, las esconde y vuelve a tapar el escondite. Todo esto antes de que su reverencia diga «Podéis ir en paz». Cuando sale se encuentra que nuestro amigo el comisario y sus hombres lo detienen. «¿Dónde están las esmeraldas?», le preguntan. «Registradme, si queréis», dice él. Lo hacen y aún siguen buscando.
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