Tremayne era un poco mayor que Rathbone, un hombre con un rostro curioso, rebosante de humor e imaginación. Habría parecido mucho más a su aire con la camisa de mangas afaroladas propia de un poeta y luciendo una corbata extravagante. Rathbone le había visto ataviado precisamente así una tarde en una fiesta celebrada en su residencia, cuyos jardines daban al Támesis. En aquella ocasión jugaron al cróquet y perdieron una cantidad exorbitante de pelotas. El sol se estaba poniendo, y teñía el río de tonos rojos y melocotón, las abejas zumbaban en los lirios y nadie sabía quién iba venciendo ni le importaba.
No obstante, Tremayne amaba y entendía la ley. Rathbone no estaba para nada seguro de si era una feliz coincidencia o una pura desventura tenerlo como adversario.
El primer testigo al que llamó Tremayne fue Walters de la Policía Fluvial, un hombre afable de complexión robusta que había sacado brillo a los botones de su uniforme hasta hacerlos resplandecer. Subió los empinados peldaños curvos del estrado y prestó juramento.
En el banquillo, situado más arriba, enfrente del juez y a un lado del jurado, Jericho Phillips estaba sentado entre dos guardias impertérritos. Se le veía muy sobrio, casi como si estuviese asustado. ¿Lo haría para impresionar al jurado o realmente pensaba que Rathbone le fallaría? Rathbone confiaba en que fuera lo segundo. Guardaría la apariencia sin correr el riesgo de bajar la guardia y ponerse en evidencia.
Rathbone escuchó lo que el policía fluvial tenía que decir. Sería una estupidez que el abogado defensor cuestionara los hechos; aquélla no era la táctica que se proponía utilizar. Por el momento, lo único que debía hacer era tomar nota.
Tremayne era inteligente, encantador, privilegiado de nacimiento y tal vez un poco indolente. Iba a llevarse una desagradable sorpresa.
– Recibimos aviso en la Comisaría de Wapping -estaba diciendo Walters-. Unos gabarreros habían encontrado un cuerpo y opinaban que debíamos ir a echarle un vistazo.
– ¿Eso es habitual, señor Walters? -preguntó Tremayne-. Me figuro que, por desgracia, se encuentran muchos cuerpos en el río.
– Sí, señor, así es. Pero en este caso no se trataba de un accidente. Le habían rajado la garganta de oreja a oreja -respondió Walters con gravedad. No levantó la vista hacia Phillips pero, a juzgar por la rigidez de sus hombros y el modo en que miraba fijamente a Tremayne, resultó patente que le habían dicho que no lo hiciera.
Tremayne era muy cuidadoso.
– ¿Podría haber sucedido por accidente? -preguntó.
La voz de Walters dejó traslucir su impaciencia.
– Difícilmente, señor. Aparte del tajo en la garganta y de que no era más que un niño, tenía marcas de quemaduras en los brazos, como de cigarro. Nos avisaron porque pensaban que lo habían asesinado.
– ¿Cómo sabe eso, señor Walters?
Rathbone sonrió para sus adentros. Tremayne estaba nervioso, incluso creyendo que su acusación era irrefutable, pues de lo contrarío no se mostraría tan pedante. Esperaba que Rathbone lo atacara a cada oportunidad. Ahora bien, carecería de sentido objetar alegando que se trataba de un testimonio de oídas. Haría que Rathbone pareciera desesperado puesto que la respuesta era obvia.
Lord Justice Sullivan también torció los labios en un amago de sonrisa. Leía el pensamiento de ambos letrados y los entendía. Por primera vez desde que comenzara la vista brilló una chispa de interés en sus ojos. Intuía un duelo entre iguales, no la ejecución con que había contado encontrarse.
– Lo sé porque fue lo que dijeron cuando nos pidieron que acudiéramos -contestó Walters impasiblemente.
– Gracias. ¿A quién se refiere cuando dice «nos»? Es decir, ¿quién acudió de la Policía Fluvial?
– El señor Durban y yo, señor.
– ¿Y el señor Durban era el oficial al mando, el jefe de la Policía Fluvial en Wapping?
– Sí, señor.
Rathbone se planteó si preguntar por qué no estaba testificando Durban aunque, por descontado, lo sabía de sobras, pero no así el jurado.
Lord Justice Sullivan se le adelantó. Se inclinó hacia delante, adoptando una expresión de amable curiosidad.
– Señor Tremayne, ¿prestará declaración el comandante Durban?
– No, señoría -respondió Tremayne con pesadumbre-. Lamento decir que el señor Durban falleció a finales del año pasado, dando su vida para salvar la de otros. Por eso he llamado al señor Walters.
– Entiendo. Por favor, prosiga -ordenó Sullivan.
– Gracias, señoría. Señor Walters, tenga la bondad de explicar al Tribunal adónde fueron en respuesta al aviso y qué encontraron allí.
– Sí, señor. -Walters enderezó los hombros-. Bajamos hasta Limehouse Reach, más o menos a la altura de Cuckold's Point, donde había una barcaza, un transbordador y un par de gabarras fondeados y a la espera. Una de las gabarras había recogido el cuerpo de un niño que tendría doce o trece años de edad. El barquero lo había visto y dado la alarma. Por supuesto, no se puede detener una gabarra, y mucho menos toda una hilada, de golpe y porrazo, por así decir. De manera que recorrieron un mínimo de cien metros antes de echar el ancla y ver qué habían cogido. -Fue bajando la voz porque lo estaba embargando la emoción-. El pobre crío estaba hecho un desastre. La garganta cortada al través, de lado a lado; y lo habían golpeado y arrastrado, así que era un milagro que conservara la cabeza en su sitio. Se había enredado en unos cabos, pues de lo contrario la marea se lo habría llevado consigo, claro está, y no lo habríamos encontrado hasta que el mar y los peces no hubiesen dejado de él más que los huesos.
En lo alto de su asiento Sullivan hizo una mueca de dolor y cerró los ojos. Rathbone se preguntó si alguno de los jurados habría visto ese gesto de repugnancia o reparado en que Sullivan estaba más pálido de lo normal.
– Ajá, ya entiendo. -Tremayne dio la máxima importancia a la tragedia, demorándose a fin de asegurarse de que el tribunal también tuviera tiempo de detenerse en ella-. ¿Qué hicieron ustedes como resultado de tal descubrimiento?
– Pedimos que nos dijeran qué había ocurrido exactamente, dónde estaban cuando calculaban que la gabarra había tropezado con el cuerpo, cuánto tiempo lo habían arrastrado sin que se percataran…
Sullivan frunció el ceño y miró con severidad a Tremayne.
Tremayne se dio cuenta.
– Señor Walters, si no sabían que el cuerpo estaba enredado en las cuerdas, ¿cómo podían estimar la distancia que lo habían arrastrado?
Divertido por la ironía del argumento y la precisión de Tremayne, Rathbone disimuló una sonrisa; si ahora le veían mostrar otra cosa que no fuera horror o compasión, luego se le volvería en contra.
– Contando a partir de la última vez en que alguien tendría que haberlo visto, señor -dijo Walters muy serio-. Cualquiera que se cruzara por la popa tenía que verlo.
Tremayne asintió con la cabeza.
– ¡Justamente! ¿Y a qué distancia sucedió eso?
– A la altura de la escalinata de Horseferry Stairs. Se cruzaron con un transbordador que iba a atracar. El pobre crío se enredaría en los cabos poco después.
– ¿Sabían quién era el niño muerto?
Walters torció el gesto de repente, adoptando un aire entre la ira y la pena.
– No, señor; al principio no. Hay miles de niños que viven en el río de una manera u otra.
– ¿Trabajó en el caso después de eso, señor Walters?
– No, señor. Lo llevó principalmente el propio señor Durban. Y el señor Orme.
– Gracias. Le ruego que permanezca en el estrado por si mi docto amigo, sir Oliver, desea preguntarle alguna cosa.
Tremayne cruzó el entarimado de regreso a su sitio, invitando a Rathbone con un ademán.
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