Anne Perry - Falsa inocencia

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El inspector William Monk, ahora miembro de la Policía Fluvial del Támesis, se enfrenta a un enemigo muy peligroso: Jericho Phillips, sospechoso de dirigir una extensa red de prostitución infantil. Sin embargo, tras el juicio, Phillips es liberado. Decidido a probar su culpabilidad, Monk reabre el caso; pero a medida que se sumerge en los bajos fondos de Londres se percata de que el misterioso apoyo que recibe Phillips proviene de altas esferas de la sociedad. Con el apoyo de su esposa Hester, William Monk se enfrenta al más peligroso y escurridizo criminal de toda su carrera.

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Rathbone se puso de pie, le dio las gracias y caminó con parsimonia hasta el centro de la sala. Luego levantó la vista hacia el estrado donde Walters aguardaba con el semblante severo y aprensivo.

– Buenos días, señor Walters -comenzó-. No lo entretendré mucho tiempo. Permítame que lo felicite por el maravilloso trabajo que la Policía Fluvial lleva a cabo para todos nosotros. Tengo entendido que en los casi tres cuartos de siglo transcurridos desde que existe, ustedes han reducido la criminalidad en el río de un modo asombroso. De hecho resuelven más del noventa por ciento de los delitos a los que se enfrentan, ¿no es así?

Walters se irguió y pareció crecer unos centímetros.

– Sí, señor. Gracias, señor.

– Tienen sobrados motivos para estar orgullosos. Prestan un gran servicio a Su Majestad y al pueblo de Londres. ¿Tengo razón al pensar que el asesinato de este niño suscitó una profunda ira en usted?

– Sí, señor, la tiene. No sólo lo habían asesinado; a juzgar por las quemaduras en los brazos y el torso, también lo habían torturado.

Walters tenía la tez cenicienta y la voz ronca, como si tuviera la garganta seca.

– Qué atrocidad -concordó Rathbone. Todo iba saliendo tal como deseaba. Walters era un testigo muy bien dispuesto-. ¿El señor Durban quedó afectado de igual manera? -prosiguió-. ¿O quizá sería más correcto preguntar cómo fue la reacción del señor Durban cuando vio el cadáver del niño con un tajo en el cuello que le había dejado la cabeza medio colgando y las señales de deliberada tortura en sus carnes?

Walters hizo una mueca de repulsa ante tan crudas palabras. Cerró los ojos como si retrocediera en el tiempo hasta aquella escena espantosa.

– Lloró, señor -dijo en voz baja-. Juró que encontraría a quien lo había hecho y que lo vería colgar hasta que también tuviera la cabeza medio arrancada del cuerpo. Nunca volvería hacerle algo así a otro niño.

– Me figuro que todos podemos comprender cómo se sintió. -Rathbone hablaba muy bajo, pero el timbre de su voz llegaba hasta el último asiento del silencioso tribunal. Sabía que lord Justice Sullivan le estaba mirando fijamente como si se hubiese vuelto loco. Probablemente se estaría preguntando si debía recordar a Rathbone a qué parte representaba-. ¿Y el comandante Durban se ocupó personalmente del caso, con la ayuda del señor Orme, ha dicho usted? El señor Orme, según tengo entendido, era su mano derecha.

– Sí, señor, todavía es el segundo al mando, señor -corroboró Walters.

– Justo lo que pensaba. Estos sucesos que refiere ocurrieron hace cosa de año y medio. Y acabamos de iniciar la vista. ¿Abandonó el caso el señor Durban?

Walters se puso rojo de indignación.

– ¡No, señor! El señor Durban trabajó en él día y noche hasta que tuvo que encargarse de otras cosas, y entonces continuó haciéndolo en su tiempo libre. Jamás se dio por vencido.

Rathbone bajó más la voz, si bien asegurándose de que cada una de sus palabras llegaba a oídos del jurado y a los bancos donde el público permanecía sentado, sobrecogido y en silencio.

– ¿Está diciendo que el señor Durban estaba tan entregado al caso como para dedicarle su tiempo libre, hasta que la tragedia de su temprana muerte interrumpió su empeño por encontrar a la persona que había torturado y luego matado a ese niño?

– Sí, señor, así es. Y luego, el señor Monk lo retomó cuando encontró las notas que el señor Durban dejó -dijo Walters con actitud desafiante.

– Gracias. -Rathbone levantó la mano para impedir cualquier otra revelación-. Llegaremos al señor Monk en su debido momento. Puede prestar declaración en persona, si fuere preciso. Lo ha dejado todo muy claro, señor Walters. No tengo más preguntas que hacerle.

Tremayne negó con la cabeza, el semblante un tanto tenso, ocultando cierto desasosiego.

El juez dio las gracias a Walters y lo autorizó a retirarse.

Tremayne llamó a su testigo siguiente: el médico forense que había examinado el cuerpo del niño. Era un hombre delgado y cansado, con entradas en el pelo rubio rojizo y una voz sorprendentemente buena, pese a que de vez en cuando tenía que detenerse a estornudar y sonarse. Saltaba a la vista que estaba acostumbrado a comparecer ante los tribunales. Tenía todas las respuestas en la punta de la lengua y les explicó el estado del cuerpo del niño con brevedad y precisión. Tremayne no tuvo que apuntarle nada. Evitó los términos científicos para describir el cuerpo debilitado, que aún se estaba desarrollando, apenas comenzando a mostrar signos de pubertad. Expuso con sencillez cómo eran las marcas de las quemaduras que, a su entender, sólo podía haber causado algo como la punta de un cigarro encendido. Por último les contó que le habían cortado el cuello con tanta violencia que la herida llegaba hasta la espina dorsal, de modo que la cabeza apenas estaba sujeta al tronco. Expresado con tan poco afectado lenguaje resultaba infinitamente más atroz. No había pasión ni indignación en su discurso, estaba todo en sus ojos y en la rigidez de su cuerpo al agarrar la baranda del estrado.

A Rathbone le costó trabajo hablar con él. La táctica legal se esfumó. Se hallaba cara a cara con la descarnada realidad del crimen, como si el forense hubiese traído el olor de la morgue consigo, la sangre, el ácido fénico y el agua corriente, y nada pudiera quitar el recuerdo.

Rathbone se plantó en medio del entarimado con todos los ojos de la sala puestos en él y de pronto se preguntó si realmente sabía lo que estaba haciendo. Aquel hombre no podía agregar nada que le resultara útil. Sin embargo, no hacerle siquiera una sola pregunta haría evidente que iba desacertado. Jamás debía permitir que Tremayne viera la menor flaqueza. Tremayne quizá tuviera el aspecto de un dandi, un poeta o un soñador atrapado por casualidad en el lugar equivocado, pero eso era un espejismo. Su mente era tan afilada como una navaja de afeitar y olería la debilidad igual que un tiburón olfatea la sangre en el agua.

– Resulta patente que quedó muy conmovido por este caso en concreto, señor -dijo Rathbone con suma gravedad-. ¿Es posible que fuese uno de los más angustiantes que usted haya visto?

– Lo fue -confirmó el forense.

– ¿Le pareció que el señor Durban se angustiaba en la misma medida que usted?

– Sí, señor. Cualquier hombre civilizado lo haría. -El forense lo miró con desagrado, como si Rathbone careciera de decoro-. El señor Monk, después de él, también quedó profundamente alterado, por si iba a preguntarlo -agregó.

– Tenía previsto hacerlo -admitió Rathbone-. Como bien dice, es una ferocidad, y además contra un niño que obviamente ya había sufrido lo suyo. Gracias.

Se volvió.

– ¿Es cuánto va a preguntarme? -le interpeló el forense, levantando la voz en tono desafiante.

– Sí, gracias -respondió Rathbone, insinuando una sonrisa-. Salvo si mi muy respetable amigo tiene algo que añadir, puede usted retirarse.

A continuación Tremayne llamó a Orme. Tenía mucha presencia y no parecía nervioso. Mantuvo las manos a los lados, sin agarrarse a la baranda excepto al subir los peldaños del estrado, donde se irguió con aplomo, poniéndose de cara a Tremayne con el semblante tan inexpresivo como pudo.

Rathbone supo de inmediato que le resultaría difícil desmoronarlo y fue consciente de que si lo conseguía y los jurados se percataban, no se lo perdonarían. Les echó un vistazo por primera vez. Acto seguido deseó haberse mantenido firme en su propósito de no hacerlo. En su mayoría eran hombres de mediana edad, lo bastante mayores para tener hijos de la edad de la víctima. Estaban sentados con fría formalidad, vistiendo sus sobrios mejores trajes, pálidos e infelices. La sociedad les había encomendado no sólo la ponderación de los hechos sino también el enfrentarse al horror y obrar en consecuencia por el bien común. Si tenían la impresión de estar siendo manipulados no perdonarían al hombre que lo hiciera.

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