Maggie miró el anillo y tragó saliva. Nada podía haberla preparado para ese momento. Apenas unos minutos antes se había sentido la mujer más valiente del mundo y ahora la abrumaban las más extrañas emociones. Emociones cuya existencia ella ignoraba. Contempló la sortija con cierta amargura, pues sólo representaba una farsa.
– Algo rara.
Hank advirtió que la voz se le quebraba y se detestó. Esa trama le había parecido muy simple un mes atrás, muy inofensiva, pero ahora involucraba un engaño a sus padres. Peor aún: estaba engañando a Maggie. Tuvo impulsos de confesarle que ya no se trataba de una farsa, que se había enamorado de ella de verdad. Pero Maggie jamás lo habría creído. Hacía muy poco que se conocían. De pronto, la tomó de los hombros, la acorraló contra la pared y la besó. El beso se profundizó. Sus manos recorrieron el cuello de Maggie, descendieron por los brazos hasta instalarse en la cintura. Disfrutó de su cuerpo de mujer a través de la seda; se deleitó con la tensión que Maggie experimentó ante la sorpresa y con el modo en que luego se rindió cálidamente al abrazo. Posó los labios sobre su cuello, en el sitio exacto donde pulsaban sus latidos, y supo que, por su causa, el ritmo de su corazón se había acelerado. El descubrimiento lo excitó, lo alentó. Sabía que debía detenerse, pero que no lo haría. No aún. Ya le había dado el anillo; ahora era el momento de hacerle una advertencia. Sus manos se detuvieron en la cintura de Maggie, para atraerla con todas sus fuerzas hacia él. Las bocas de ambos se fundieron en un beso intenso, salvaje. Hank tuvo un rapto de autocensura. ¿Cómo se retractaría de su proceder? La respuesta fue muy clara: no tenía la menor intención de retractarse.
Cuando por fin la soltó, Maggie se recostó contra la pared. Con los puños apretaba firmemente la camisa de Hank. Sus labios estaban dispuestos a recibir otro beso. Los párpados le pesaban. Permanecieron mirándose fijamente el uno al otro, tratando de ordenar sus emociones. Cuando Maggie advirtió que aún seguía aferrada a su camisa, se obligó a soltarlo.
– ¿Por qué me besaste?
– ¿Por qué? -Porque desde que se habían conocido, besarla se había convertido en una obsesión para él. Pero desgraciadamente, no podía decirle eso. Maggie interpretaría erróneamente las razones por las que Hank la había contratado en un primer momento. Y tendría razón-. Porque quería que te sintieras casada -Por lo menos, no le mintió del todo.
– Oh.
– ¿Te sientes casada?
– No exactamente.
Hank volvió a rodearle el cuello con la mano.
– Quizá debamos avanzar un poquito más.
Ella lo empujó.
– ¡No! ¡Basta de besos! Estamos arrugándonos toda la ropa.
– ¿Después?
– No. Nada de después. Se supone que ésta es una relación netamente comercial. El besuqueo y el manoseo quedan excluidos del trato.
Hank entrecerró ligeramente los ojos.
– Bueno, podríamos renegociar, incluir ciertas modificaciones en las cláusulas del contrato. Puedo ofrecerte seguro médico, contribuir con aportes jubilatorios…
– ¡No!
– Está bien. Te daré además todas las manzanas que puedas comer y un aumento de sueldo de diez dólares por semana. Es mi última oferta.
– ¿Diez dólares? ¿Crees que mis besos valen sólo diez dólares por semana?
Hank le sonrió mostrando todos los dientes.
– ¿Cuánto cobras, por lo general?
Maggie tuvo impulsos de patearle la canilla, pero se contuvo.
– Muy gracioso. Ya veremos quién ríe último y mejor, sobre todo cuando lleguen tus padres.
Diez minutos después, estaban todos instalados en la sala de estar. Nadie reía y mucho menos Hank.
– Ya nos casamos -dijo él-. No quiero otra boda.
– Sería una reafirmación de sus votos -replicó su madre. Era una mujer huesuda, de cabellos cortos y entrecanos. Se maquillaba con discreción y su calzado armonizaba perfectamente con su atuendo impecable, hecho a medida. A Maggie le cayó muy bien desde el primer momento. Se notaba que era una persona frontal y directa. Si hubiera sido una mujer débil de carácter, probablemente se habría dado a la bebida, con todos los disgustos que su descarriado hijo le había infligido. Pero, al parecer, había logrado sobrevivir bastante bien a la situación. Evidentemente, el matrimonio de su hijo significaba un gran alivio para ella, aunque también se veía a las claras que se sentía decepcionada por no haber podido presenciar una ceremonia formal-. Y después podríamos organizar una fiesta en honor de ustedes, en casa. ¿No sería lindo?
Hank se despatarró en su sillón…
– Te agradezco mucho la intención, pero no quiero reafirmar mis votos. Todavía los tengo muy frescos en mi memoria. Además, Maggie no es fanática de las fiestas. Más bien, prefiere las cosas sencillas. Es muy hogareña. ¿No es verdad, Caramelito?
Maggie advirtió que se había quedado boquiabierta.
– ¿Caramelito?
– Así soy yo. Muy hogareña -confirmó.
Harry Mallone miró a su flamante nuera.
– Hank me contó que eres escritora.
Harry Mallone era tan distinto de Hank que no parecían padre a hijo, pensó Maggie. Los años comenzaban a engrosar su ya robusta contextura física. Usaba la camisa almidonada y recién planchada. La corbata a rayas lucía un nudo perfecto y las punteras de los zapatos brillaban. Tenía la clásica postura erguida de quien está habituado a imponer su autoridad. Hombre preciso. Consistente. Cauteloso.
Por otra parte, dudaba que Hank tuviera una corbata. Y tampoco se caracterizaba por ser cauteloso. El afecto que unía a ambos era tan evidente como la facilidad con la que se exacerbaban mutuamente.
Maggie asintió con la cabeza.
– Hace dos años falleció una tía abuela mía, Kitty Toone, y me dejó su diario. Su deseo era que alguien se basara en él para escribir un libro, y como yo soy profesora de inglés, pensé que era la persona indicada para ello.
– Qué encantador -dijo Helen Mallone.
Maggie se adelantó en su asiento.
– Es una historia maravillosa. Mi tía Kitty era una mujer fascinante. He llevado a cabo una investigación adicional y ya tengo un detallado bosquejo del tema. Ahora todo lo que tengo que hacer es escribir el libro -El sólo pensar en el proyecto la entusiasmaba. Aunque también la aterraba. Ignoraba si podría alcanzar sus objetivos.
– ¿Qué clase de libro será? -preguntó Helen-. ¿Una novela de amor? ¿Un libro de cocina? En una oportunidad conocí a una mujer que anotaba recetas culinarias en su diario.
Maggie reflexionó unos minutos.
– No recuerdo haber visto ninguna receta. Mi tía Kitty trabajaba. Básicamente, el libro será un relato de su vida y sus negocios.
– Una mujer de negocios -comentó Helen-. Pero qué interesante. ¿Y qué clase de negocios hacía?
Maggie sonrió y miró a Harry directamente a los ojos.
– Tía Kitty era dueña de un prostíbulo.
Silencio.
– ¿Alguien gusta una bolita de queso? -preguntó Elsie, que entraba en la sala-. ¿Por qué están tan callados? -cuestionó a Hank-. Parece que los ratones les hubieran comido la lengua. ¿Qué pasa? ¿A nadie le gustan las bolitas de queso? Las hice con mis propias manos. Saqué la receta de una de esas revistas de comidas raras.
Hank dirigió una sonrisa forzada a su presunta esposa.
– ¿Puedo hablar un momento a solas contigo en la cocina, Buñuelito?
– Pensé que era Caramelito.
Hank apuntó su pulgar con vehemencia, en dirección a la cocina y emitió un extraño sonido gutural. Una vez allí, a puertas cerradas, se golpeó la frente con la mano abierta.
– ¿Por qué yo? ¿Qué he hecho para merecer esto? ¡Con todas las mujeres que hay en Nueva Jersey tuve que ir a buscar a la única que está escribiendo una historia porno!
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