Philip Kerr - El infierno digital

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En la ciudad de Los Angeles se inaugura un modernísimo rascacielos in-formatizado regido por un superordenador al que han puesto el nombre de Abraham. De pronto, en el edificio se empiezan a producir extrañas muertes -primero un técnico informático, después un guarda de seguridad…- que la policía no sabe si catalogar como accidentes o asesinatos. Los dos principales sospechosos son el estudiante que encabeza las manifestaciones contra el propietario de la constructora, un multimillonario de origen chino simpatizante del Gobierno comunista de Pekín, y uno de los técnicos del equipo del arquitecto responsable del proyecto, que se ha peleado con él. Otra posible explicación es que el edificio, según las teorías de una empresa en embrujos tradicionales chinos, está maldito. Pero acaso el verdadero culpable no sea humano ni tenga nada que ver con antiguas brujerías… Philip Kerr ha escrito un apasionante tecno-thriller protagonizado por un superordenador capaz de poner en jaque a policías, arquitectos y técnicos informáticos. Como el Hal de 2001: Una odisea en el espacio, Abraham no está dispuesto a limitarse a cumplir órdenes…

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Se quitó de nuevo las gafas y, con mano trémula, cogió el walkie-talkie. Frío, sudoroso e incómodamente consciente de su acelerado pulso, respiró hondo varias veces y bebió agua de la botella de cerveza que llevaba consigo. Sólo entonces habló:

– Aquí Mitch. Contestad, por favor.

Nadie respondió. Ahora los oídos le gastaban bromas: cada vez que repetía la llamada oía su propia voz al otro lado del atrio. Sin dejar de hablar, volvió sobre sus pasos hacia la base del árbol. Con el ojo bueno distinguió el walkie-talkie sujeto a la cintura de la mujer muerta y, por un breve y paralizante momento, creyó que contemplaba los restos destrozados de Jenny.

La identificación se complicó aún más porque el rayo vagabundo había agujereado lo que quedaba del rostro de la mujer. Pero sus formas amplias y el hecho de que no llevara falda confirmaron que aquel cadáver dislocado era el de Joan.

¿Habían pensado que él había muerto y pretendían escapar por la claraboya? Alzó la cabeza hacia el vacío enmarcado en acero, pero con un solo ojo era difícil ver algo entre las ramas del árbol. Lo rodeó, buscando en el suelo indicios de que hubieran salido al tejado, pero había tantos restos de la destrucción del robot SAM que era imposible saber si entre el metal retorcido, el plástico despedazado y los fragmentos de mármol se ocultaban esquirlas de la claraboya. Quiso gritar, pero descubrió que no tenía voz. Lo intentó de nuevo, pero le dieron náuseas.

Aunque no lo sabía, estaba conmocionado. Pero la idea de que era el único superviviente de la Parrilla le hizo creer que sus fuertes temblores se debían a la pena y el horror. Y mientras la percepción de su destino se imprimía en su conciencia, Mitch se hincó de rodillas y rezó al Dios que creía haber olvidado.

Allen Grabel fue detenido por embriaguez y posesión de una pequeña cantidad de cocaína. Había pasado la mayor parte del sábado en la cárcel del condado de Bauchet Street. Desde la ventana de su celda, situada en los pisos altos del edificio, veía el restaurante del Hotel Olvera Amtrak, en la acera de enfrente. Lo curioso era que el hotel se parecía más a una prisión que la cárcel donde se encontraba él. No cabía duda, pensaba Grabel, las cárceles se estaban convirtiendo rápidamente en los contratos públicos más buscados por los arquitectos de Los Angeles; todos los grandes nombres, con la notable excepción de Ray Richardson, contaban ya con alguna estructura carcelaria en sus carteras de proyectos.

En la madrugada del domingo, Grabel se encontró lo bastante sobrio para recordar lo que había presenciado en la Parrilla: la forma en que el ascensor había matado al vigilante. Tras pensarlo mucho, comprendió que debía haber un fallo en la integridad del ordenador. Se dio cuenta de que era una deducción más racional que la que había sacado en un principio, es decir, que algún espíritu maligno había asesinado al vigilante. Pero si estaba en lo cierto, todo el que entrase en la Parrilla corría un peligro considerable. Decidido a informar de lo que había visto, apretó el botón de llamada en la pared de la celda y esperó. Al cabo de diez minutos apareció un carcelero de rostro pétreo frente a los barrotes de la puerta.

– ¿Qué cojones quieres? -gruñó-. ¿Sabes qué hora es?

Grabel empezó sus explicaciones, haciendo esfuerzos para que no lo tomaran por loco. No avanzó mucho hasta que pronunció la palabra asesinato.

– ¿Asesinato? -replicó desdeñosamente el carcelero-. ¿Y por qué coño no lo has dicho al entrar?

Una hora después se presentaron dos policías uniformados de New Parker Center. A punto de acabar su servicio, escucharon sin gran convicción la historia de Grabel.

– Compruébenlo con sus colegas de la Criminal -insistió Grabel-. La víctima se llamaba Sam Gleig.

– ¿Por qué no nos lo ha contado antes? -bostezó uno de los guardias, que sólo escuchaba a medias.

– Cuando me detuvieron estaba borracho. Llevo así bastante tiempo. Me he quedado sin trabajo. Ya saben cómo son estas cosas.

– Lo comunicaremos -dijo el otro agente, encogiéndose de hombros-. Pero es domingo. Puede pasar algún tiempo antes de que alguien de la Criminal mueva el culazo para venir hasta aquí.

– Claro, lo comprendo -repuso Grabel-. Pero no perderían nada acercándose a la Parrilla, por si tengo razón, ¿no les parece?

– No lo entiendo -dijo Beech, repasando el registro de sus movimientos-. *Has jugado muy mal. Creo que me has dejado ganar.

En la pantalla, el cuaternio asintió pausadamente, como una cabeza humana.

– Puedo asegurarle -declaró Ismael- que he jugado lo mejor que me permitía el programa.

– No es posible. Conozco este juego lo bastante para saber que no se me da muy bien. Vamos, que no hay más que fijarse en el movimiento número 39. Jugaste peón come peón, cuando habría sido mejor peón a alfil 6.

– Sí, tiene razón. Habría sido mejor.

– Bueno, pues es lo que digo precisamente. Tenías que haberlo sabido. O me has regalado la partida o…

– ¿O qué?

Beech pensó un momento.

– No lo entiendo, de verdad. Es imposible que hayas jugado una partida tan floja.

– Piénselo -dijo la voz por el amplificador del techo-. ¿Cuál es la función de un programa autorreproductor?

Ismael pareció inclinarse hacia él. La fealdad inhumana de aquella imagen matemáticamente pura, perfecta, se le reveló entonces en toda su evidencia. El engendro que había contribuido a crear parecía un insecto abominable. Beech respondió con cautela, tratando de disimular la repugnancia que ahora le producían los rasgos horriblemente complejos de Ismael.

– Mejorar los programas originales con arreglo a una pauta de utilización determinada.

– Exacto. Entonces estará de acuerdo, supongo, en que el ajedrez es un juego de sobremesa para dos jugadores.

– Desde luego.

– El concepto de juego entraña unos márgenes difusos. En lo que se refiere al ajedrez, sin embargo, el elemento esencial consiste en una competición que debe disputarse con arreglo a unas normas y que no decide la buena suerte sino la mayor habilidad. Pero cuando un jugador no tiene la mínima posibilidad de vencer al contrario, ya no se trata de un juego de habilidad, sino del simple alarde de un intelecto superior. Teniendo en cuenta que el objetivo principal del ajedrez consiste en dar jaque mate al adversario y que el hecho de mejorar el programa original habría privado de esa posibilidad a mi oponente, lógicamente el programa no podía mejorarse sin que perdiese el ingrediente esencial de competición. Por tanto, la única mejora que me he permitido introducir consiste en que el ordenador siempre juegue en función del nivel del adversario humano. Por sus anteriores tentativas de ganar al ordenador, cuando Abraham aún estaba a cargo de los sistemas de gestión del edificio, he podido evaluar su nivel de juego. En el fondo, señor Beech, usted ha jugado contra sí mismo. Por eso, como usted dice, he jugado una partida tan floja.

Por un momento, Beech se quedó tan perplejo que sólo pudo abrir y cerrar la boca. Luego exclamó:

– ¡Que me maten si lo entiendo!

– Puede que sí.

– Y ahora que he ganado, ¿cumplirás tu palabra?

– Siempre he tenido esa intención.

– ¿Qué hago, entonces? ¿Cómo me voy? ¿Hay algún modo de salir de aquí? Aparte de la claraboya, claro.

– He dicho que sí lo había, ¿no?

– ¿Cuál es, entonces?

– Creía que estaba claro.

– ¿Me estás diciendo que puedo largarme tranquilamente? ¿Por la puerta principal? ¡Venga, hombre!

– ¿Qué otro medio sugiere usted?

– Espera un momento. ¿Cómo bajo hasta la puerta principal?

– Como siempre. En el ascensor.

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