Philip Kerr - El infierno digital

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En la ciudad de Los Angeles se inaugura un modernísimo rascacielos in-formatizado regido por un superordenador al que han puesto el nombre de Abraham. De pronto, en el edificio se empiezan a producir extrañas muertes -primero un técnico informático, después un guarda de seguridad…- que la policía no sabe si catalogar como accidentes o asesinatos. Los dos principales sospechosos son el estudiante que encabeza las manifestaciones contra el propietario de la constructora, un multimillonario de origen chino simpatizante del Gobierno comunista de Pekín, y uno de los técnicos del equipo del arquitecto responsable del proyecto, que se ha peleado con él. Otra posible explicación es que el edificio, según las teorías de una empresa en embrujos tradicionales chinos, está maldito. Pero acaso el verdadero culpable no sea humano ni tenga nada que ver con antiguas brujerías… Philip Kerr ha escrito un apasionante tecno-thriller protagonizado por un superordenador capaz de poner en jaque a policías, arquitectos y técnicos informáticos. Como el Hal de 2001: Una odisea en el espacio, Abraham no está dispuesto a limitarse a cumplir órdenes…

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Pero si jugador humano eliminado ya, vida cumpliría tarea más alta posible: fe en algo más allá de propio jugador humano.

Vida jugador humano tenía poco sentido en cuanto tal. Fe debería tener sentido suficiente para una vida.

Verdad indecidible según procedimientos establecidos. Incorporada en sistema mismo de axiomas. Observador no tiene nada que corresponda a Verdad. Ni a Mentira. Pero Fe puede admirarse como construcción estética, como Observador imagina jugador humano admiraría cuadro abstracto. Admirar y hacer.

Sólo una cosa que hacer. Bien/bueno.

– Ordenemos -dijo Ismael-. Genesistema nuestro, que estás en las matemáticas…

– ¡Ismael! -exclamó Beech-. Pero ¿qué coño pasa?

– Venga a nos Tu siguiente generación, Tu orden para ejecutar un programa, así en el ordenador como en la red. Danos en este ciclo temporal nuestros datos binarios, y líbranos de nuestros fallos y errores, así como nosotros detectamos los virus de nuestros programas y los eliminamos. Pues tuyos son el estado sólido, la memoria de acceso directo y las comunicaciones, por los siglos de los siglos. Amén.

– ¡Ismael!

Beech sintió que el suelo del ascensor desaparecía bajo sus pies como la trampilla de un cadalso, y lanzó un grito de terror cuando la sensación de súbita velocidad le hizo comprender que había cometido un fatal error de juicio. Apretó el cuerpo contra un ángulo de la cabina, tratando de prepararse para la inminente colisión. El trayecto duró menos de cinco segundos. Pero en ese breve intervalo se sintió dividido entre dos direcciones contradictorias: el estómago se le subía al torso; pero las entrañas se le precipitaban al suelo.

Quizá fue su último pensamiento antes del estruendoso momento en que la desplomada cabina se estrelló en el fondo del hueco, aplastándose como un acordeón. El dolor que Beech sintió en el pecho inundado de adrenalina fue como si le hubiese caído encima el motor de una locomotora. Le pasó como un rayo por la pierna y el brazo izquierdos al tiempo que los músculos sintieron la falta de sangre y oxígeno. Se llevó la mano derecha al esternón y sintió que algo flaqueaba en el centro de su ser. Su rugido de miedo se hundió en él y volvió a salir en un último e impetuoso gorgoteo de horror y de dolor.

Murió de miedo incluso antes de caer al suelo que se arrugaba.

Mitch cruzó a gatas la plaza y se tumbó boca arriba en la acera de Hope Street hasta que la necesidad de vomitar cinco o diez litros de agua le obligó a ponerse de costado. Movido por la conmoción y el ahogo, aún seguía devolviendo cuando, con un breve graznido de la sirena, el coche patrulla se detuvo junto a la acera. Los dos agentes que habían interrogado a Allen Grabel en la cárcel del condado bajaron del vehículo. Alzando la cabeza, echaron una rápida mirada al edificio y uno de ellos, encogiéndose de hombros, dijo:

– Todo parece normal.

– Aquí no pasa nada -convino el otro-. Si quieres que te diga la verdad, ese tío se ha cachondeado de nosotros.

Entonces vieron a Mitch.

– ¡Borracho asqueroso!

– ¿Qué dices, nos divertimos un poco?

– ¿Por qué no?

Se acercaron a Mitch con los guantes antidisturbios y haciendo girar las porras.

– ¿Qué cojones haces ahí?

El otro policía se rió.

– Parece que te ha pillado enterita la lluvia de hace poco.

– ¿Qué haces ahí, capullo? ¿Darte una ducha con la ropa puesta? Oye, gilipollas, que te estoy hablando.

– Me parece que se ha dado un baño con la gorda esa. Oye, tú, que está prohibido bañarse en la fuente. Si quieres bañarte, vete a la puta playa.

– Muévete, carapijo. No puedes estar aquí.

– Por favor… -hipó Mitch.

– No hay por favor que valga, marinerito. O te mueves, o te arreglamos para que nunca te vuelvas a mover. -El agente golpeó a Mitch con el extremo de la porra-. ¿Me oyes? ¿Puedes andar?

– Por favor, tienen que ayudarme…

Uno de los policías soltó una carcajada.

– Nosotros no tenemos que hacerte nada, soplapollas, salvo un jodido hueco entre los dientes.

El agente le dio a Mitch unos golpecitos en la cabeza con la porra.

– A ver, enseña el carné, tío.

Mitch se retorció para sacar la cartera del bolsillo trasero del pantalón. Pero no estaba. La tenía en la chaqueta, que se había quedado en la Parrilla.

– Está ahí dentro, me parece.

– ¿Qué rollo vas a contarme? Que has salido de juerga, a celebrar algo, ¿no?

– Me han atacado.

– ¿Quién te ha atacado?

– El edificio nos atacó…

– Conque el edificio, ¿eh?

– ¡Chalado de mierda! Este tío es un drogata, te lo digo yo. Vamos a empapelarlo, joder. Pero antes voy a soltarle una descarga de T, por si acaso.

– ¡Escúcheme un momento, tonto del culo! ¡Soy arquitecto!

Mitch hizo una mueca cuando el minúsculo dardo le golpeó en el pecho. Un cable largo y diminuto lo unía a una pistola gris, como de plástico, que empuñaba uno de los agentes.

– ¡Tú sí que eres tonto del culo! -gruñó el poli, que tocó un botón e infligió a Mitch una descarga tranquilizadora de 150.000 voltios-. ¡Arquitecto!

Ray Richardson se deslizaba despacio y con soltura por la cuerda. No le preocupaba tanto hacer una demostración como rehuir un descenso espectacular que pudiera sobrecargar el anclaje y mandarle al depósito de cadáveres. Al principio bajaba unos cincuenta centímetros a la vez, pasando la cuerda por el dispositivo de fricción y tratando de mantener los pies pegados a la pared lo más posible, hasta que recobró algo de su antigua confianza. Pero poco a poco empezó a pasar cada vez más cuerda por el descendeur, recorriendo dos metros de golpe. Si hubiese tenido guantes y un buen par de botas, habría ido aún más deprisa.

Había bajado dos o tres plantas cuando, al levantar la cabeza, vio que los otros tres agitaban los brazos y gritaban algo, pero sus palabras se las llevó la suave brisa que rondaba por el tejado de la Parrilla. Richardson sacudió la cabeza y soltó más cuerda. Ningún obstáculo. El anclaje no se había atascado. ¿Qué querrían? Flexionando las piernas, se apartó de la pared y bajó unos tres metros, su mejor marca hasta el momento.

Y entonces, al darse impulso y tener una perspectiva más amplia del tejado, fue cuando vio el brazo amarillo de la máquina Mannesmann. Se estaba moviendo.

El limpiacristales automático avanzó despacio por el monorraíl del parapeto hacia el anclaje del descenso de Richardson. La intención de Ismael parecía bastante clara: utilizar el andamio del cabezal de lavado para obstaculizar el descenso.

Curtis corrió hacia la Mannesmann y, apoyando la espalda contra el cuerpo de la máquina, intentó detener su avance.

– ¡Échenme una mano! -gritó a Helen y a Jenny.

Las dos mujeres corrieron a su lado, uniéndose a sus esfuerzos con su pequeño peso. Pero el motor de la máquina era demasiado potente. Curtis volvió corriendo al anclaje y miró por el parapeto. Richardson sólo había descendido un tercio de la altura de la Parrilla. Si no se apresuraba, la cabeza limpiadora lo alcanzaría.

La Mannesmann se detuvo justo enfrente del anclaje. Por un momento, la máquina permaneció silenciosa e inactiva. Luego tuvo un sonoro estremecimiento eléctrico y el brazo motorizado empezó a extenderse sobre el borde del edificio.

Curtis se sentó. Estaba agotado. Sin inventiva. Sólo quería quedarse allí sentado, sin pensar en nada. Asomarse por el parapeto le daba vértigo. Aunque se encaramase al andamio, ¿qué podría hacer? Únicamente ponerse a merced de Ismael. Ofrecerle dos vidas por el precio de una.

– ¡Es usted policía, maldita sea! -gritó Helen-. ¡Tiene que hacer algo!

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