Philip Kerr - Gris de campaña

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Corre el año 1954 y las cosas no son sencillas para Bernie Gunther. El Gobierno cubano le ha obligado a espiar a Meyer Lansky, y cualquiera puede imaginarse que meter las narices en los asuntos de un conocido mafioso no puede ser bueno para la salud. Así que, harto de ese engorroso trabajo, Gunther consigue una embarcación con el objetivo de huir a Florida. Sin embargo, la suerte no está de su lado, ya que tras la fuga es arrestado y devuelto a Cuba, donde es encarcelado. En su estancia en prisión conoce a personajes curiosos, como Fidel Castro o Thibaud, un agente que ejerce de enlace entre la CIA y el servicio de inteligencia francés. Thibaud no es buena compañía para Bernie y no tarda en demostrarlo al hacerle una propuesta que el detective no tiene más remedio que aceptar: debe volver a Alemania para alojarse en una prisión y hacer allí un trabajo sucio que puede acabar costándole la vida.

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A Toulouse la llamaban la ciudad rosa. Casi todos los edificios del centro de la ciudad, incluido nuestro hotel, Le Grand Balcón, eran rosados, como si estuviésemos mirando a través de las gafas con cristales de color rosa del inspector jefe. Decidí adoptar esa máscara para conseguir lo que ahora necesitaba. Ahora ya podía respirar mejor, hecho que constituía una gran ayuda. A la mañana siguiente, a la hora del desayuno, saludé efusivamente al comandante Bomelburg y a los dos policías franceses. Fui cortés incluso con Paul Kestner.

– Les pido disculpas por lo de ayer -dije, dirigiéndome a todos en general-. Antes de dejar París, el doctor del hospital me administró algo que me ayudase a realizar mi trabajo, y me advirtió de que cuando se pasase el efecto quizá me comportaría de una forma extraña. Tal vez no tendría que haber venido, pero, como ustedes probablemente se pueden imaginar, estaba ansioso por realizar la misión que me había encomendado el general Heydrich, sin importarme las consecuencias que ello pudiera tener para mí.

Bomelburg parecía más delgado y gris que el día anterior. Kestner podría haberse pasado la noche lustrándose la calva, a juzgar por el brillo que lucía. Oltramare le dijo algo en francés al comisario, y éste se puso los quevedos y miró con indiferencia antes de asentir con aparente aprobación.

– El comisario dice que tiene usted mucho mejor aspecto -me comunicó Oltramare-, y yo debo decir que estoy de acuerdo.

– Sí, por supuesto -manifestó Bomelburg-. Mucho mejor. El día de ayer no tuvo que ser fácil para usted, Günther. Emprender este viaje, cuando era obvio que no estaba usted en su mejor forma. Es digno de admiración que usted quisiera venir con nosotros, dadas las circunstancias. Desde luego, se lo comunicaré al coronel Knochen cuando haga mi informe en París. Con las buenas noticias que acabo de recibir del comisario Matignon, éste acabará siendo un buen día. ¿No está de acuerdo, Kestner?

– Sí, señor.

– ¿Cuáles son esas buenas noticias? -pregunté, con una sonrisa animada por mi nuevo optimismo color Toulouse.

– Vaya, que tenemos al judío que asesinó a von Rath -dijo Bomelburg-. Grynszpan. -Se rió-. Según parece, llamó a la puerta de la cárcel aquí en Toulouse y pidió que le dejasen entrar.

Oltramare también se reía.

– Al parecer habla muy poco francés -dijo-, no tenía dinero y creyó que nosotros podríamos protegerlo de ustedes.

– El estúpido judío -murmuró Kestner-. Ahora me pongo en camino para ir a la cárcel. Con el comisario y monsieur Savigny. Para organizar la extradición de Grynszpan a París y luego a Berlín.

– Por lo que parece, el Führer quiere un juicio -añadió Bomelburg-. Al precio que sea, pero debe celebrarse un juicio.

– ¿En Berlín? -Intenté no parecer sorprendido.

– ¿Por qué no en Berlín? -preguntó Bomelburg.

– Es que el asesinato tuvo lugar en París -respondí-. Y por lo que sé, Grynszpan ni siquiera es ciudadano alemán. Es polaco, ¿no? -Sonreí-. Lo siento, señor, pero algunas veces me cuesta olvidar que soy policía y sigo pensando en cosas sin importancia, como la jurisdicción.

Bomelburg me apuntó con un dedo.

– Sólo está haciendo su trabajo, amigo. Pero conozco este caso mejor que nadie. Antes de unirme a la Gestapo estuve en el servicio extranjero en París, y pasé tres meses trabajando en este caso. Para empezar, Polonia es ahora parte del Gran Reich Alemán. Como lo es Francia. Por otro lado, el asesinato tuvo lugar en la embajada alemana en París. Técnica y diplomáticamente era territorio alemán. Eso marca una gran diferencia.

– Sí, por supuesto -admití dócilmente-. Es una gran diferencia.

Ciertamente, era una gran diferencia para los judíos de Alemania. El asesinato por parte de Herschel Grynszpan de un oficial en la embajada en París, en noviembre de 1938, sirvió de excusa para que los nazis organizasen un enorme pogromo en casa. Hasta la noche del 10 de noviembre de 1938 -la Kristallnacht - aún era posible imaginar que vivías en un país civilizado. El proceso a Grynzspan sería uno de esos que tanto les gustaban a los nazis: un juicio espectacular, con un veredicto fijado de antemano; pero al menos, si Bomelburg no mentía, a Grynszpan no lo asesinarían junto a la cuneta de una carretera.

Dejamos a Kestner, Matignon y Savigny, que se dirigían a la cárcel de St. Michel, en Toulouse, y Bomelburg y yo, acompañados por seis hombres de las SS, iniciamos el viaje de sesenta y cinco kilómetros en dirección sur a Le Vernet. Frau Kemmerich no vino con nosotros, al parecer, su marido había sido trasladado a otro campo de concentración francés, en Moisdon-la-Rivière, en Bretaña.

Le Vernet estaba cerca de Pamiers, y el campo se encontraba hacia el sur, muy cerca de la estación de ferrocarril, circunstancia que Bomelburg describió como «conveniente». Había un cementerio al norte del campo, pero no mencionó si eso también era conveniente, aunque yo estaba seguro de que lo sería: Le Vernet era incluso peor que Gurs. Rodeado por kilómetros de alambre de espino, sobre un terreno desierto de la campiña francesa, los numerosos barracones parecían ataúdes dispuestos después de una gigantesca batalla. Se hallaban en un estado deplorable, igual que los dos mil hombres famélicos encerrados allí y vigilados por gendarmes franceses muy bien alimentados. Los prisioneros trabajaban en la construcción de una carretera entre la estación de trenes y el cementerio. Pasaban lista cuatro veces al día, operación que duraba una media hora. Llegamos justo antes de la tercera, le explicamos nuestra misión al policía francés que se encargaba de ello, y éste, cortésmente, puso a nuestra disposición a un oficial de aspecto vil que olía fuertemente a anís y a un sargento corso de rostro amarillento. Escucharon mientras Oltramare traducía los detalles de nuestra misión. El señor Anís asintió y encabezó la marcha hacia el campo.

Bomelburg y yo lo seguimos, pistola en mano, porque se nos había advertido de que los hombres del barracón treinta y dos, el «barracón de los leprosos», eran considerados los más peligrosos del campo. Oltramare nos seguía un poco más atrás, y también iba armado. Los tres esperamos fuera mientras varios gendarmes franceses entraban en el barracón, oscuro como la niebla, y sacaban a los ocupantes a golpes de látigo y maldiciones.

Estos hombres estaban en condiciones lamentables: peor que en Gurs, e incluso peor que en Dachau. Tenían los tobillos inflamados y los vientres hinchados por el hambre. Calzaban unos chanclos baratos y se cubrían con las mismas prendas sucias que llevaban desde el invierno de 1937, cuando habían escapado del avance del ejército nacionalista de Franco. Algunos de ellos estaban semidesnudos. Todos estaban cubiertos de piojos. Sabían lo que les esperaba, pero estaban demasiado derrotados como para cantar La Internacional en desafío a nuestra presencia. Pasaron varios minutos antes de que el barracón se vaciase y los hombres formasen en hileras. Aunque parecía que el barracón no podía contener más hombres, siguieron saliendo prisioneros hasta que hubo trescientos cincuenta formados delante de nosotros. Una fila de reos del juicio final, desde el purgatorio al infierno, no parecería más abyecta. Con cada segundo que pasaba frente a aquellos rostros esqueléticos y sin afeitar, más deseaba matar a monsieur Anís y a sus gordos gendarmes.

El corso comenzó a pasar lista, y Bomelburg leía la suya en busca de los nombres que coincidían; y mientras tanto, yo caminaba entre las hileras, como si fuera el káiser y estuviese aquí para entregar unas cuantas cruces de hierro a los más valientes entre los valientes, pero sólo estaba tratando de descubrir a un hombre al que no había visto desde hacía nueve años. Pero no llegué a verlo, ni oí pronunciar su nombre en voz alta. No es que confiara mucho en oírlo. Por lo que había leído sobre él en el archivo de Heydrich, Eric Mielke era demasiado astuto para permitir que lo arrestaran e internaran bajo su verdadero nombre. Y Bomelburg lo sabía, por supuesto. Pero había otros que no poseían la misma presencia de ánimo que el agente alemán del Komintern; y estos pocos hombres fueron identificados por los gendarmes y conducidos a los barracones de la administración.

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