Philip Kerr - Gris de campaña

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Corre el año 1954 y las cosas no son sencillas para Bernie Gunther. El Gobierno cubano le ha obligado a espiar a Meyer Lansky, y cualquiera puede imaginarse que meter las narices en los asuntos de un conocido mafioso no puede ser bueno para la salud. Así que, harto de ese engorroso trabajo, Gunther consigue una embarcación con el objetivo de huir a Florida. Sin embargo, la suerte no está de su lado, ya que tras la fuga es arrestado y devuelto a Cuba, donde es encarcelado. En su estancia en prisión conoce a personajes curiosos, como Fidel Castro o Thibaud, un agente que ejerce de enlace entre la CIA y el servicio de inteligencia francés. Thibaud no es buena compañía para Bernie y no tarda en demostrarlo al hacerle una propuesta que el detective no tiene más remedio que aceptar: debe volver a Alemania para alojarse en una prisión y hacer allí un trabajo sucio que puede acabar costándole la vida.

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– Bueno, todos odiamos a los rojos -afirmó el hombre de la pipa.

– No. Usted odia a los rojos porque le han dicho que los odie. Pero durante cinco años fueron sus aliados. Roosevelt y Truman estrecharon la mano de Stalin y fingieron que era diferente de Hitler. Y no lo era. Odio a los rojos porque he aprendido a odiarlos de la misma manera que un perro aprende a odiar al hombre que lo castiga a diario. Durante el Weimar, durante la guerra y en el frente ruso. Pero mi mayor razón para odiarlos es que pasé casi dos años en un campo de trabajo soviético. Y antes de conocerles a ustedes, muchachos, creía que ése era todo el odio que podía llegar a sentir por cierta clase de personas.

– No somos tan malos. -El hombre de la pipa se la quitó de la boca y comenzó a cargarla-. Cuando llegue a conocernos.

– Para serle sincero uno se puede acostumbrar a todo -asentí yo.

El hombre de las gafas soltó unos ruidosos chasquidos. A estas alturas, recordaba vagamente haberlo visto siete años antes en el hospital Stiftskaserne de Viena.

– Después de todo el trabajo que nos hemos tomado para proporcionarle esta habitación sólo para usted -comentó, mientras limpiaba las gafas con la punta de la corbata-, me siento dolido.

– Cuando acabe de limpiar las gafas -dije-, las ventanas también necesitan que las limpien. Soy muy quisquilloso con las ventanas. Sobre todo cuando sé quien ha estado respirando tras ellas. No hay nada en esta celda que me guste; sobre todo desde que sé quién fue el último que la ocupó.

El hombre de la pipa por fin la encendió. Hitler habría odiado esa pipa. Me pareció que por fin había encontrado una razón para que me gustase Adolf Hitler.

El americano chupó la boquilla, soltó un poco de humo dulce y dijo:

– El otro día estuve viendo un viejo noticiario. Se veía a Hitler dando un discurso en el campo de Tempelhof, en Berlín. Aquel día había un millón de personas. Al parecer tardaron doce horas en conseguir que entrasen todos, y otras doce en conseguir que saliesen. Supongo que fue usted el único berlinés que aquella noche se quedó en casa.

– La vida nocturna en Berlín era mucho mejor antes de los nazis -comenté.

– Eso he oído. La gente dice que era algo espectacular. Degenerada, pero divertida. Todos aquellos cabarets. Bailarinas de striptease. Mujeres desnudas. Homosexualidad al aire libre. ¿En qué estaban ustedes pensando? No me extraña que los nazis se hiciesen con el poder. -Sacudió la cabeza-. Por otra parte, Múnich es bastante aburrido.

– Pero tiene sus ventajas -dije-. No hay comunistas en Múnich.

– ¿Es por eso que se fue a vivir allí en lugar de regresar a Berlín, después de su paso por un campo de prisioneros de guerra?

– Supongo que es una razón.

– Entró y salió de aquel campo relativamente rápido. -Acabó de limpiar las gafas y se las volvió a poner. Seguían siendo demasiado pequeñas para él y me pregunté si las cabezas de los americanos eran como los estómagos americanos, que continuaban creciendo más rápido que los europeos-. En comparación con un montón de tipos. Me refiero a que algunos de sus viejos camaradas sólo ahora comienzan a regresar a casa.

– Tuve suerte -afirmé-. Escapé.

– ¿Cómo?

– Mielke estuvo implicado.

– Entonces comenzaremos desde aquí mañana, ¿qué le parece? Aquí. A las diez.

– Será mejor que hablen con mi secretaria. Mañana había pensado empezar a escribir mi libro.

– ¿Qué le dije? Ésta es una gran habitación para un escritor. Quizá se presente el espíritu de Adolf Hitler y le ayude con unas cuantas páginas.

– Ahora en serio -dijo el otro americano-. Si necesita una pluma estilográfica y papel para tomar notas referentes a Mielke, no tiene más que pedírselo al guardia. Tal vez escribir unas cuantas cosas le ayude a refrescar la memoria.

– ¿Por qué ahora? ¿Por qué no antes?

– Porque las cosas comienzan a ser más importantes. Mielke comienza a ser más importante. Por lo tanto, cuantos más detalles pueda recordar, mejor.

– Sé de un espíritu que puede ayudar mucho -dije-. Y no es el de Hitler.

– ¿Sí?

– Soy un poco como Goethe. Cuando estoy escribiendo un libro pienso que una botella de buen brandy alemán por lo general ayuda.

– ¿Existe algo que sea un buen brandy alemán?

– Me conformo con un poco de vodka barato, sólo que un hombre necesita un pasatiempo cuando tiene los pies atrapados en el cemento. Algo que le aparte la mente del presente y la transporte a algún lugar en el pasado. A unos siete años atrás, para ser más exactos.

– De acuerdo -asintió el hombre de las gafas-. Le conseguiremos una botella de algo.

– Y también quisiera ponerme al día con el tabaco. Lo he dejado desde que salí de Cuba. Desde que les conocí a ustedes tengo un buen motivo para matarme.

Me dejaron solo. Llegaron los lápices y el papel, una botella de brandy, un vaso limpio, dos paquetes de cigarrillos y cerillas, e incluso un periódico. Lo coloqué todo en la mesa y me limité a mirarlo durante un tiempo disfrutando de la libertad de tomar o no un trago. Son las pequeñas cosas que hacen tolerable la cárcel. Como una llave. Según lo que se decía, prácticamente habían dejado que Hitler dirigiese Landsberg y, durante su estancia allí, vivió como si estuviera en un hotel en vez de en una penitenciaría. Por supuesto, no tuvo motivos para arrepentirse por el putsch de 1923.

Me tumbé en la cama e intenté relajarme, pero no era fácil en aquella celda. ¿Era por eso por lo que me habían metido aquí? ¿O sólo era una muestra del sentido del humor de los americanos? Intenté no pensar en Adolf Hitler, pero él continuaba levantándose de la mesa, cargado de impaciencia, se acercaba a la ventana y miraba a través de los barrotes con su sempiterna pose de hombre elegido por el destino.

Lo curioso es que yo nunca había pensado de verdad en Hitler. Durante los años en que estaba vivo, intentaba no pensar en él en absoluto; lo tomé por un loco antes de que fuese elegido canciller de Alemania, y después de que lo eligiesen, deseaba que muriese. Pero ahora que estaba acostado en la misma cama en que, durante nueve meses, estuvo maquinando sus fantasías autocráticas, me resultaba imposible no prestar atención al hombre de ojos azules que miraba por la ventana.

Mientras lo miraba, se sentó de nuevo a la mesa, cogió una estilográfica y comenzó a escribir, llenando las hojas de papel con una escritura furiosa y barriendo cada página de la mesa y arrojándola al suelo cada vez que acababa, y yo las recogía y leía lo que había escrito. Al principio las frases no tenían ningún sentido; pero poco a poco se hicieron más coherentes, ofreciendo atisbos del extraordinario fenómeno que era la mente de Hitler. Todo lo que escribía estaba basado en su incontrovertible lógica y servía como una perfecta guía para la ejecución del mal, elaborada hasta el último detalle. Era como estar sentado en la misma celda de manicomio que el enloquecido doctor Mabuse, junto con los fantasmas de todos aquellos que había exterminado, mirando cómo escribía su testamento criminal.

Por fin dejó de escribir y, reclinado en la silla, se volvió hacia mí. Con la sensación de que ésta era mi oportunidad de ponerlo en la picota, intenté formularle alguna pregunta del tipo de las que Robert Jackson, el fiscal americano de Nuremberg, podría haberle hecho. Pero era más difícil de lo que había imaginado. Pero fui incapaz de formular ni una sola pregunta que fuera más allá de un simple «por qué»; y aún estaba luchando con esta idea cuando él me habló.

– Entonces, ¿qué pasó después?

Intenté contener un bostezo.

– ¿Se refiere a cuando dejé Le Vernet?

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