– Creemos que los dos Rudolf se alojan en un hotel en Arlés -dijo-. El comisario que nos acompaña ya ha solicitado su detención, pero al parecer ha encontrado alguna resistencia local.
Me complació oír eso. Los dos Rudolf habían sido personajes importantes en el Partido Socialdemócrata alemán, al que yo había votado. Arrestar a un matón como Eric Mielke era una cosa; detener a Breitscheid y Hilferding, otra muy distinta.
– Confiamos en que la presencia física del comisario en Arlés ayude a superar cualquier obstáculo -añadió Bomelburg, y me mostró una lista con los nombres de otros hombres buscados. El nombre de Mielke aparecía en segundo lugar, debajo del nombre de Willy Muenzenberg, antiguo agente del Komintern y líder de los exiliados comunistas de Alemania. Los otros nombres no me resultaban familiares.
– No he podido evitar ver que este avión sólo tiene cinco asientos -le dije a Bomelburg-. ¿Cómo se supone que llevaré a mi prisionero de regreso a París?
– Depende. Si conseguimos arrestar a Grynszpan, a Mielke y unos cuantos más, primero tendríamos que conseguir que los franceses los entreguen a Vichy y después solicitar la extradición a través de la frontera. Al menos, eso es lo que cree el comisario Matignon. Por lo tanto, ha dispuesto que un abogado francés nos espere en el aeródromo de Biarritz.
– Esto está resultando más complicado de lo que suponíamos -se quejó Kestner-. Resulta que esta maldita comisión Kuhnt no podrá entrar en los campos hasta finales de agosto. Por supuesto, si esperamos tanto, esos cabrones comunistas judíos podrán escapar. Así que ahora mismo estamos pisando huevos. Ni siquiera se supone que estamos aquí.
El avión volaba en línea recta y durante los últimos cuarenta minutos del viaje, que duró poco menos de dos horas, sobrevolamos la costa francesa y el golfo de Vizcaya. Desde el aire la ciudad de Biarritz parecía exactamente lo que era: una lujosa ciudad de veraneo. Era un día caluroso y la playa estaba llena de personas que intentaban pasárselo bien a pesar del nuevo gobierno de ocupación. Yo no lo había pasado muy bien en aquel vuelo desde París. Hubo demasiadas turbulencias para permitirme disfrutar de la nueva experiencia de volar. Sin embargo, cuando vi el tamaño de las olas que morían en la franja ágata que formaba la playa, me alegré de no haber viajado en barco. Debajo de los acantilados que se unían a la arena, el océano era como la leche de un enorme capuchino espumoso. Sólo con mirarlo me sentía mareado, aunque probablemente esto tenía mucho que ver con lo que acababa de saber de los dos Rudolf. Eso sí que me provocaba náuseas.
– Comprendo lo de Muenzenberg -dije-. También lo de Grynszpan. Pero ¿por qué los Rudolf?
– Hilferding es uno de esos intelectuales judíos -respondió Bomelburg-. Por no mencionar el hecho de que, cuando era ministro de Finanzas, estaba aliado con los banqueros que contribuyeron a provocar la Gran Depresión. En cualquier caso, no es nuestro problema. Es un problema francés. Una prueba de la determinación del gobierno de Vichy de convertirse en aliado de Alemania. Será interesante ver qué pasa. ¿Por qué? ¿Tiene alguna objeción a que lo arresten?
Por un momento, el avión descendió como si fuera un ascensor averiado. Sentí que el estómago se me subía a la garganta. Estuve a punto de vomitar en el regazo del comandante. Buscó en su chaqueta y sacó una petaca.
– ¿Yo? No, sólo soy un poli anticuado. Miope. Veo todo tipo de cosas y nunca hago nada al respecto.
Bomelburg bebió un sorbo de la petaca y me lo ofreció.
– ¿Un trago?
– Es lo mejor que he oído desde que subí a esta paloma de lata.
En el aeropuerto de Bayona nos esperaban cuatro vehículos, seis soldados de las SS y un abogado francés. Los SS estaban de buen humor y sonreían como sonríen los hombres cuando acaban de ganar una guerra en menos de seis semanas. El abogado tenía la nariz grande, gafas gruesas y el pelo tan rizado que casi resultaba absurdo. Para mí tenía pinta de judío, pero nadie hizo preguntas. En cualquier caso, parecía inquieto y nervioso. Encendió un cigarrillo protegiéndose con la solapa de su chaqueta, para evitar que el viento apagase la cerilla, y el humo salió por la manga.
Era una auténtica caravana la que nos conducía al este desde Biarritz. Parecíamos salidos de las páginas de Hesíodo. Yo viajaba en el vehículo de delante y nos desplazábamos a toda velocidad, como si la belleza de la campiña francesa no significase nada para nosotros. A lo largo de la carretera vimos a muchos soldados franceses desmovilizados, mirándonos sin hostilidad ni entusiasmo. También vimos montones de material militar abandonado: fusiles, cascos, cajas de municiones, e incluso algunas piezas de artillería. Después de pasar por un pueblo llamado St-Palais, cruzamos la línea de demarcación de la Francia de Vichy. En aquel territorio, tan cerca de la frontera española, no parecían sentir mucho amor por los franceses, tal como el inspector jefe Oltramare, que hablaba alemán mejor de lo que yo había supuesto, me acababa de indicar.
– Estos cabrones odian más a los franceses que a los alemanes -comentó-. No hablan mucho francés. Tampoco hablan mucho español. Ni siquiera estoy seguro de que hablen vasco.
En varias ocasiones adelantamos a coches particulares cargados con equipajes que se dirigían hacia el este por la carretera principal hacia Toulouse.
– ¿Por qué huyen? -le pregunté a Oltramare-. ¿No se han enterado del armisticio?
Oltramare se encogió de hombros, pero cuando adelantamos al segundo coche, se inclinó y les preguntó a los ocupantes adónde iban; y cuando estos respondieron, asintió cortésmente y se persignó.
– Son de Biarritz -dijo-. Van a Lourdes. A rezar por Francia. -Sonrió-. Quizá para que ocurra un milagro.
– ¿No cree en los milagros?
– Oh sí. Por eso creo en Adolf Hitler. Él es el hombre que puede salvar Europa de la maldición del bolchevismo. Eso es lo que creo.
– Supongo que por eso firmó un tratado con Stalin -le recordé-. Para salvarnos a todos del bolchevismo.
– Por supuesto -afirmó Oltramare, como si tal cosa fuese evidente-. ¿No recuerda lo que pasó en agosto de 1914? Alemania confió en poder derrotar a Francia antes de que Rusia pudiese movilizarse y declarar la guerra. Cosa que no ocurrió. Ahora se repite la misma situación, sólo que el pacto Molotov-Ribbentrop ha permitido que atacar a Francia fuera mucho menos arriesgado que antes. Tome buena nota de mis palabras, capitán. Ahora que Francia está derrotada, la Unión Soviética, la verdadera enemiga de la democracia occidental, será la siguiente en caer.
En la pequeña ciudad de Navarrenx vimos unos cuantos carros de combate alemanes y un par de camiones de las SS, y nos detuvimos a saludar y compartir unos cigarrillos. Oltramare entró en una tienda a comprar cerillas y descubrió que no había. Ahí no había nada de nada: ni comida, ni verduras, ni vino, ni cigarrillos. Volvió al vehículo maldiciendo a los lugareños.
– Estoy seguro de que estos hijos de puta están escondiendo lo que tienen y esperan a que los precios suban para poder aprovecharse de nosotros.
– ¿Y usted no haría lo mismo? -pregunté.
Mientras él y yo hablábamos, un numeroso grupo de mujeres salió del ayuntamiento, y resultó que casi todas ellas eran internas alemanas del cercano campo de Gurs, adonde las habían traído desde otras ciudades de toda Francia. Estaban muy enojadas no sólo por las condiciones de vida en aquel lugar, sino también porque las obligaban a abandonar la zona bajo la amenaza de encerrarlas de nuevo como extranjeras enemigas. Por eso las SS se habían quedado en Navarrenx: para impedir que tal cosa sucediese. Un camión de las SS y una de las mujeres aceptaron guiarnos hasta el campo de Gurs, que según nos aseguraron, no era fácil de encontrar, para que pudiésemos localizar a las personas reclamadas. Mientras tanto el abogado francés, monsieur Savigny, inició una discusión con el comisario Matignon y el comandante Bomelburg acerca de la presencia de tropas de las SS en zona francesa.
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