Philip Kerr - Pálido Criminal

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En Pálido Criminal Bernie Gunther, pese a su nula simpatía por los nazis, es obligado por el general de las SS Reinhard Heydrich a reincorporarse a la Kripo con la misión de dar caza a un psicópata que ha violado, torturado y asesinado a varias adolescentes arias. Bajo el mando de su amigo el Kriminaldirektor Arthur Nebe y con el grado de Comisario, Gunther regresa a una policía cada vez más cercana a la Gestapo e inicia una investigación contrarreloj para evitar que el asesino siga matando. Pero la investigación se complicará cuando en la misma se vean involucrados varios miembros relevantes de las SS interesados por el ocultismo que tienen un especial odio a los judíos, como Otto Rahn, Karl Maria Wiligut o el mismísimo Heinrich Himmler.

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Saqué los cigarrillos y le ofrecí uno. Lo rechazó con un gesto y cogió su pipa.

– Si quieres saberlo -dije-, yo creo que Hitler nos tiene a todos en el bolsillo de atrás de los pantalones. Y tiene intención de deslizarse montaña abajo sentado sobre su culo.

El Tanque succionó la cazoleta de la pipa y empezó a llenarla de tabaco. Cuando acabó sonrió y alzó la botella.

– Entonces brindemos por que haya rocas debajo de la jodida nieve.

Eructó con fuerza y encendió la pipa. Las nubes de acre humo, que flotaban hacia mí como la niebla del Báltico, me recordaron a Bruno. Incluso olía a la misma apestosa mezcla que él fumaba.

– Conocías a Bruno Stahlecker, ¿verdad, Tanque?

Asintió, todavía aspirando la pipa. Entre dientes masculló:

– Sí que lo conocía. Me enteré de lo que había pasado. Bruno era un buen hombre. -Se sacó la pipa de su boca de cuero viejo y contempló la evolución del humo-. Lo conocía muy bien, además. Estuvimos en infantería juntos y vimos bastante movimiento, además. Claro que él no era más que un crío entonces, pero nunca pareció preocuparle mucho, la guerra quiero decir. Era un valiente.

– El funeral fue el jueves pasado.

– Hubiera ido si hubiera tenido tiempo. -Reflexionó un momento-. Pero era allá abajo en Zehlendorf, demasiado lejos. -Acabó la cerveza y abrió otras dos botellas-. Al menos acabaron con el mierda que ló mató, según me han dicho, así que está bien.

– Sí, eso parece -dije-. Háblame de la llamada telefónica de anoche. ¿A qué hora fue?

– Justo antes de medianoche, señor. El tipo preguntó por el sargento de guardia. «Está hablando con él», le digo. «Escuche con atención -dice él-: a la chica desaparecida, Irma Hanke, la encontrarán en un baúl grande, de cuero azul, en la consigna de equipajes de la Zoo Bah nhof. «¿Quién es usted?», pregunto yo, pero ya había colgado.

– ¿Puedes describir su voz?

– Diría que era una voz educada, señor. Y acostumbrada a dar órdenes y que las obedezcan. Como un oficial. -Sacudió la cabezota-. Pero no sabría decirle la edad.

– ¿Algún acento?

– Un deje de Baviera.

– ¿Estás seguro de eso?

– Mi mujer era de Nuremberg, señor. Estoy seguro.

– ¿Y cómo describirías el tono de voz? ¿Nervioso? ¿Preocupado?…

– No sonaba como un chalado, si eso es lo que quiere decir, señor. Más frío que la meada de un esquimal congelado. Como le he dicho, justo como un oficial.

– ¿Y pidió hablar con el sargento de guardia?

– Esas fueron las palabras exactas.

– ¿Algún ruido de fondo? ¿Tráfico? ¿Música?… Ese tipo de cosas.

– Nada en absoluto.

– ¿Y qué hiciste entonces? Después de la llamada.

– Llamé a la telefonista de la Ofi cina Central de Teléfonos de la Fran zösische Strasse. Localizó el número en una cabina frente a la Bah nhof Kreuz Oeste. Envié un coche patrulla para que no dejaran acercarse a nadie hasta que un equipo del 5D llegara y comprobara si había huellas dactilares.

– Bien hecho. ¿Y luego llamaste a Deubel?

– Sí, señor.

Asentí y empecé mi segunda botella de cerveza.

– Supongo que en la Or po se sabe de qué va todo esto.

– Von der Schulenberg reunió a todos los Hauptmanns para informarnos a principios de la semana pasada. Nos comunicaron lo que muchos de los hombres ya sospechaban: que había otro Gormann en las calles de Berlín. La mayoría de los chicos creen que por eso ha vuelto usted al cuerpo. La mayoría de civiles que tenemos ahora no detectaría carbón en un montón de escoria. Pero aquel Gormann… Bueno, ese sí que fue un trabajo bien hecho.

– Gracias, Tanque.

– De todos modos, señor, no parece que ese chalado de los Sudetes que tienen detenido haya podido hacerlo, ¿verdad? Si no le importa que se lo diga.

– No, excepto que tuviera un teléfono en la celda. De cualquier modo, veremos si a la gente de la consigna de la Zoo Bah nhof les gusta su aspecto. Nunca se sabe, podría tener un socio fuera.

El Tanque asintió.

– Eso también es verdad -dijo-. Todo es posible en Alemania mientras Hitler cague en la Can cillería del Reich.

Unas horas más tarde estaba de nuevo en la Zoo Bah nhof, donde Korsch ya había repartido fotografías del baúl entre el personal de la consigna reunido allí. Miraban y miraban, sacudían la cabeza y se rascaban la pinchosa barbilla, pero ninguno de ellos recordaba que nadie hubiera dejado el baúl de cuero azul.

El más alto, que llevaba el guardapolvo de color caqui más largo y que parecía ser el encargado, sacó un cuaderno de debajo del mostrador metálico y me lo trajo.

– Presumo que anotan los nombres y direcciones de los que dejan el equipaje aquí -le dije sin demasiado entusiasmo.

Por regla general, los asesinos que dejan a sus víctimas en la consigna de una estación de ferrocarril no suelen dar su verdadero nombre y dirección.

El hombre del guardapolvo caqui, que tenía unos dientes tan estropeados que parecían los ennegrecidos aisladores de cerámica de los cables del tranvía, me miró con una tranquila seguridad y dio unos golpecitos con una uña en la tapa dura de su libro de registro.

– El que dejó ese jodido baúl estará aquí.

Abrió el libro, se humedeció un pulgar que un perro habría rechazado y empezó a pasar las grasientas páginas.

– En el baúl de su fotografía hay una etiqueta -dijo-, y en esa etiqueta hay un número, el mismo que está escrito con tiza en un lado del artículo. Y ese número estará en este libro, junto con una fecha, un nombre y una dirección.

Pasó varias páginas más y luego fue siguiendo la lista de nombres con el índice.

– Aquí está -dijo-. El baúl fue depositado aquí el viernes 19 de agosto.

– Cuatro días después de que la chica desapareciera -dijo Korsch en voz baja.

El hombre siguió a su dedo a lo largo de una línea hasta la página de al lado.

– Dice que el baúl pertenece a un tal Herr Heydrich, con la inicial R., del número 102 de la Wil helmstrasse.

Korsch soltó una carcajada.

– Gracias -le dije al hombre-. Ha sido muy amable.

– No le veo la gracia -gruñó él mientras se alejaba.

– Parece que alguien tiene sentido del humor -le dije a Korsch sonriendo.

– ¿Va a mencionar esto en el informe, señor? -preguntó con una sonrisa burlona.

– Es pertinente, ¿no?

– Solo que al general no va a gustarle.

– Se pondrá fuera de sí, diría yo. Pero verá, nuestro asesino no es el único que disfruta con un buen chiste.

De vuelta en el Alex recibí una llamada del jefe de lo que, en apariencia, era la sección de Illmann, VD1, Medicina Forense. Hablé con un tal SS Hauptsturmführer doctor Schade, cuyo tono era obsequioso, como era de esperar, sin duda convencido de que yo tenía cierta influencia con el general Heydrich.

El doctor me informó de que un equipo de huellas había recogido una serie de ellas de la cabina de teléfonos de Kreuz Oeste, desde la cual parecía que el asesino había llamado al Alex y que ahora eran asunto del VC1, la sección de Archivos. En cuanto al baúl y su contenido, había hablado con el Kriminalassistent Korsch y le informaría inmediatamente si se descubría alguna huella en él.

Le di las gracias por la llamada y le dije que mis investigaciones exigían la máxima prioridad y que cualquier otra cosa debía pasar a segundo lugar.

Al cabo de quince minutos de esta conversación recibí otra llamada, esta vez de la Ges tapo.

– Habla el Sturmbannführer Roth. Departamento 4B 1. Kommissar Gunther, está interfiriendo en el progreso de una investigación de la máxima importancia.

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