Philip Kerr - Réquiem Alemán

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Berlín 1947. Tras la derrota de la Alemania Nazi en la II Guerra Mundial Bernie Gunther,sobrevive como detective privado en una dura postguerra en que los berlineses se encuentran atemorizados por la represión que sufren por parte de las tropas soviéticas (el Ejército Rojo) sobre todo en la llamada Zona Este de la ciudad. Gunther luchó en el frente ruso y pasó una temporada en un campo de concentración soviético antes de poder regresar a Berlín con 15 kilos menos de peso y una ligera cojera como recuerdo.
En Réquiem Alemán Bernie Gunther recibe el encargo por parte de un coronel de la inteligencia soviética de investigar el caso de Emil Becker, un amigo común antiguo compañero de Gunther en la policía criminal (la Kripo). Becker, que después de la guerra controlaba parte del mercado negro en la ciudad austríaca de Viena, ha sido detenido por los estadounidenses acusado del asesinato de uno de los suyos. Pero Becker se declara inocente y reclama a Gunther como el único hombre en que confía para demostrar la verdad. Pero para conseguir la verdad, Gunther deberá sumergirse en las luchas secretas entre los distintos servicios de inteligencia aliados en lo que fueron los inicios de la llamada Guerra Fría.

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– Por favor, sácalo -insistió, notando cómo vacilaba.

– Está bien -dije-, pero agárrate al asiento. Te va a doler. Acerqué la otra silla lo bastante para evitar que me diera una patada en la entrepierna y me senté.

– ¿Lista?

Cerró los ojos y asintió.

La primera vuelta en sentido contrario a las agujas del reloj le cubrió la cara de un brillante tono escarlata. Luego chilló con cada partícula de aire de sus pulmones. Gracias a Dios, a la segunda vuelta se desmayó. Observé un momento la cosa que tenía entre las manos y luego la lancé contra el hombre cuyas orejas había golpeado. Tendido en un rincón, con una respiración entrecortada entre gemidos, el torturador de Veronika parecía estar muy mal. El golpe había sido brutal, y aunque nunca lo había usado antes, sabía por mi entrenamiento militar que a veces llegaba a provocar una hemorragia cerebral mortal.

La rodilla de Veronika sangraba abundantemente. Miré a ver si encontraba algo con que vendarle la herida y decidí hacerlo con la camisa del hombre al que había dejado sordo. Fui hasta él y se la arranqué.

Después de plegar la camisa, la apreté fuerte contra la rodilla y luego utilicé las mangas para atarla fuertemente. Cuando el vendaje estuvo acabado, era un bonito ejemplo de práctica de primeros auxilios. Pero la respiración de Veronika se había vuelto superficial y no tenía ninguna duda de que iba a necesitar una camilla para sacarla de allí.

Para entonces, ya habían pasado casi quince minutos desde mi señal a Belinsky y seguía sin oírse nada que indicara que hubiera pasado algo. ¿Cuánto tiempo podían necesitar para entrar? No había oído ni un grito que indicaraque quizá habían encontrado alguna resistencia. Con gente como el letón por allí, me parecía que era demasiado esperar que Müller y Nebe hubieran sido arrestados sin lucha.

König gimió y movió la pierna débilmente, como un insecto al que le han dado con el matamoscas. Aparté al perro de una patada y me incliné para echarle una mirada. La piel de debajo del bigote se había vuelto de un color oscuro y lívido y, a juzgar por la cantidad de sangre que tenía en las mejillas, supuse que le habría desprendido el cartílago nasal de la parte superior de la mandíbula.

– Supongo que pasará bastante tiempo antes de que disfrutes de otro puro -dije sombrío.

Me saqué la Mauser de König del bolsillo y comprobé la recámara. A través del agujero de inspección vi el brillo familiar de un cartucho de ignición central. Uno en la recámara. Saqué el cargador y vi otros seis pulcramente alineados como si fueran cigarrillos. Volví a colocar el cargador en su sitio golpeándolo con la palma de la mano y luego hice lo mismo con el percutor. Era hora de averiguar qué había pasado con Belinsky.

Subí las escaleras del sótano, me detuve detrás de la puerta un momento y escuché. Por un momento pensé que oía una respiración entrecortada, y luego comprendí que era la mía. Levanté la pistola a la altura de la cabeza, deslicé el seguro con la uña del pulgar y crucé la puerta.

Durante una décima de segundo vi al gato negro del letón y luego sentí lo que parecía ser todo el techo que se me desplomaba encima. Oí un pequeño ruido, como el «pop» de una botella de champán al abrirse, y casi me eché a reír al darme cuenta de que lo único que mi conmocionada mente era capaz de descodificar era el sonido de la pistola al dispararse involuntariamente en mi mano. Atontado como un salmón en tierra, yacía en el suelo. El cuerpo me zumbaba como si fuera un cable telefónico. Demasiado tarde recordé que, a pesar de su tamaño, el letón se movía con una notable ligereza. Se arrodilló a mi lado y me sonrió a la cara antes de blandir la cachiporra de nuevo.

Y entonces se hizo la oscuridad.

35

Había un mensaje esperándome. Estaba escrito en letras mayúsculas, como para subrayar su importancia. Me esforcé en enfocar la mirada, pero el mensaje no paraba de moverse. Borrosamente, fui descifrando las letras una a una. Era laborioso, pero no tenía otra opción. Finalmente, uní las letras. El mensaje decía: «CARE USA». De alguna manera, me parecía importante, aunque no acertaba a comprender por qué. Pero luego vi que esta era solo una parte del mensaje, la segunda parte, además. Controlé las náuseas y me esforcé por leer la primera parte, que estaba codificada: «GR.WT 26 lbs.CU.FT.O'IO». ¿Qué querría decir? Seguía tratando de descifrar el código cuando oí pasos y luego el sonido de la llave girando en la cerradura.

La cabeza se me aclaró dolorosamente cuando me levantaron dos pares de fuertes manos. Uno de los hombres le dio una patada al paquete vacío de CARE para quitarlo de en medio cuando me sacaron casi en volandas por la puerta.

Me dolía tanto el cuello y el hombro que se me puso la piel de gallina en cuanto me cogieron por debajo de los brazos, que ahora me daba cuenta que estaban esposados delante de mí. Me retorcí con desesperación y traté de volver al suelo, donde me había sentido cómodo en comparación. Pero siguieron cogiéndome y resistirme sólo hacía que el dolor fuera más intenso, así que los dejé que me arrastraran por un pasillo corto y húmedo, por delante de un par de toneles rotos, y me subieran unos cuantos peldaños hasta una enorme cuba de roble. Los dos hombres me sentaron bruscamente en una silla.

Una voz, la voz de Müller, les ordenó que me dieran un poco de vino.

– Quiero que esté totalmente consciente cuando lo interroguemos.

Alguien me llevó un vaso a los labios y me inclinó la cabeza. Cuando el vaso estuvo vacío noté sabor de sangre en la boca. Escupí hacia adelante, sin importarme dónde.

– Material barato -me oí graznar-. Vino para cocinar.

Müller se rió y yo volví la cabeza hacia el sonido. Las bombillas desnudas solo daban una luz tenue, pero incluso así me hicieron daño en los ojos. Apreté los párpados con fuerza y luego los volví a abrir.

– Bien -dijo Müller-, todavía le queda algo dentro. Lo necesitará para contestar a mis preguntas, Herr Gunther, selo aseguro.

Müller estaba sentado en una silla con las piernas y los brazos cruzados. Parecía alguien a punto de presenciar una audición. Sentado a su lado, y con un aspecto bastante menos relajado que el del antiguo jefe de la Gestapo, estaba Nebe. Y a su lado se sentaba König, con una camisa limpia y sosteniendo un pañuelo contra la nariz y la boca, como si tuviera un fuerte ataque de fiebre del heno. En el suelo, a sus pies, estaba Veronika. Estaba inconsciente y, salvo por el vendaje de la rodilla, completamente desnuda. Igual que yo, también estaba esposada, aunque su palidez indicaba que eso era una precaución completamente innecesaria.

Volví la cabeza a la izquierda. A unos pocos metros estaba el letón y otro matón a quien no había visto antes. El letón sonreía, entusiasmado sin duda ante la expectativa de mi mayor humillación posterior.

Estábamos en el más grande de los edificios anexos. A través de las ventanas, la noche contemplaba lo que sucedía con oscura indiferencia. Desde algún lugar me llegaba el lento latido de un generador. Me dolía mover la cabeza o el cuello y, en realidad, era más cómodo volver a mirar a Müller.

– Pregunte todo lo que quiera -dije-, no me sacará nada.

Pero incluso en el momento de hablar, sabía que entre las expertas manos de Müller tenía tantas posibilidades de no decírselo todo como de nombrar al próximo papa.

Encontró mi bravata lo bastante absurda como para reírse y negar con la cabeza.

– Hace ya unos cuantos años que no me encargo de un interrogatorio -dijo con un tono que sonaba a nostalgia-. No obstante, creo que descubrirá que no he perdido mi toque.

Müller miró a Nebe y a König como buscando su aprobación y ambos asintieron sombríamente.

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