Ya lo tenía. Era letón. Un enorme y estúpido letón. Decidí que si estaba trabajando para Arthur Nebe debía de ser de una división de las SS letonas, que sirvieron en uno de los campos de exterminio polacos. Se utilizaron muchos letones en lugares como Auschwitz. Los letones ya eran antisemitas entusiastas cuando Moses Mendelssohn era uno de los hijos favoritos de Alemania.
Tiré de la chapa, apartándola de lo que se reveló como una especie de viejo desagüe o pozo negro. Y no había duda de que olía igual de mal. Fue entonces cuando volví a ver al gato. Surgió de entre dos sacos etiquetados como óxido de calcio al lado del pozo. Maulló con desdén, como si dijera: «Te advertí de que había algo en el patio, pero no quisiste escucharme». Un olor acre, terroso, surgió del pozo y se me puso la carne de gallina. «Tienes razón -maulló el gato, como salido de un cuento de Edgar Allan Poe-, el óxido de calcio es un álcali barato para tratar los suelos ácidos. Justo lo que esperarías encontrar en un viñedo, pero también se llama cal viva y es un compuesto muy, muy eficaz para acelerar la descomposición humana.»
Horrorizado, comprendí que el letón sí que tenía intención de matarme. Y ahí estaba yo tratando de situar suacento como si fuera una especie de filólogo y de recordar las fórmulas químicas que había aprendido en la escuela.
Fue entonces cuando lo vi bien por primera vez. Era grande y musculoso como un caballo de circo, pero apenas te fijabas en eso al mirarle la cara; toda la parte derecha estaba torcida, como si tuviera una enorme bola de tabaco de mascar en la boca; el ojo derecho miraba fijamente y muy abierto, como si fuera de cristal. Seguramente habría podido besarse su propia oreja. Y con tanta sed de cariño como debía de tener con aquella cara, probablemente tenía que hacerlo.
– Arrodíllate al lado del pozo -gruñó, como un neanderthal al que le faltaran un par de cromosomas vitales.
– No irás a matar a un viejo camarada, ¿verdad? -dije, tratando desesperadamente de recordar el nuevo nombre de Nebe o incluso el de uno de los regimientos letones. Pensé en gritar pidiendo ayuda, salvo que sabía que si lo hacía me mataría sin vacilar.
– ¿Tú, un viejo camarada? -dijo despectivo, sin que pareciera costarle mucho.
– Obersturmführer en el Primer Regimiento Letón -dije tratando, sin lograrlo, de parecer despreocupado.
El letón escupió entre los arbustos y me miró sin expresión con su ojo saltón. La pistola, un enorme Colt automático de acero azul, siguió apuntándome directamente al pecho.
– El Primero Letón, ¿eh? No pareces letón.
– Soy prusiano -dije-. Mi familia vivía en Riga. Mi padre trabajaba en los astilleros en Dantzig. Se casó con una rusa.
Le ofrecí unas palabras en ruso para confirmar mis palabras, aunque no podía recordar si en Riga se hablaba principalmente ruso o alemán.
Entornó los ojos, uno más que el otro.
– A ver, ¿en qué año se fundó el Primero Letón?
Tragué saliva y escarbé en mi memoria. El gato maulló dándome ánimos. Razonando que la formación de un regimiento letón debía haber seguido a la Operación Barbarroja de 1941, dije:
– 1942.
Desplegó una sonrisa horrible y cabeceó negando con un lento sadismo.
– 1943 -dijo, avanzando un par de pasos-. Fue en 1943. Ahora arrodíllate o te dispararé en la barriga.
Lentamente me dejé caer de rodillas al borde el pozo, sintiendo la humedad del suelo a través de la tela del pantalón. Había visto demasiados asesinatos de las SS para no saber qué iba a hacer: un tiro en la nuca, mi cuerpo cayendo limpiamente dentro de una tumba ya preparada y unas cuantas paletadas de cal viva por encima. Se me acercó por detrás dando un amplio rodeo. El gato se sentó para observar, con la cola envolviéndole pulcramente el trasero. Cerré los ojos y esperé.
– Rainis -dijo una voz, y pasaron varios segundos. Apenas me atrevía a levantar la mirada para ver si me había salvado.
– Está bien, Bernie. Puedes levantarte.
Expulsé el aliento en un único y enorme erupto de terror. Débil, con las rodillas temblequeantes, me levanté del borde del pozo y me volví para ver a Arthur Nebe, de pie a unos pocos metros detrás de la bestia letona. Me irritó mucho ver que estaba sonriendo.
– Me alegro de que lo encuentres tan divertido, doctor Frankenstein -dije-. Ese jodido monstruo tuyo por poco me mata.
El letón asintió enfurruñado y enfundó el Colt.
– Estaba fisgando -dijo, sumiso-. Lo pillé.
Me encogí de hombros.
– Hace una bonita mañana. Pensé que podía venir y echar una ojeada a Grinzing. Solo estaba admirando tu finca cuando aquí, Lon Chaney, me metió una pistola por la oreja.
El letón sacó mi revólver del bolsillo de la chaqueta y se lo dio a Nebe.
– Llevaba un hierro, Herr Nolde.
– Pensando en dedicarte a la caza menor, ¿no es así, Bernie?
– Todo cuidado es poco en estos tiempos.
– Me alegra que pienses eso -dijo Nebe-. Me ahorra el trabajo de disculparme. -Sopesó el arma en la mano y luego se la metió en el bolsillo-. De cualquier modo, me la quedaré de momento, si no te importa. Las armas ponen nerviosos a algunos de nuestros amigos. Recuérdame que te la devuelva antes de que te vayas. -Se volvió hacia el letón-. Está bien, Rainis, no te preocupes. Solo estabas haciendo tu trabajo. ¿Por qué no vas y desayunas algo?
El monstruo asintió y se dirigió hacia la casa con el gato detrás de él.
– Apuesto a que puede comerse su propio peso en cacahuetes.
Nebe sonrió fríamente.
– Algunas personas tienen perros fieros para que las protejan; yo tengo a Rainis.
– Ya, bueno, espero que esté enseñado para no ensuciarse dentro de la casa. -Me quité el sombrero y me enjugué la frente con el pañuelo-. Yo no lo dejaría pasar de la puerta. Lo tendría atado con una cadena en el patio. ¿Dónde se cree que está? ¿En Treblinka? Ese hijo de puta se moría de ganas de matarme, Arthur.
– No lo dudo. Disfruta matando.
Nebe rechazó con un gesto de la cabeza el cigarrillo que le ofrecía, pero tuvo que ayudarme a encender el mío, ya que mi mano temblaba tanto como si estuviera hablando con un apache sordo.
– Es letón -explicó Nebe-. Era cabo en el campo de concentración de Riga. Cuando los rusos lo capturaron le pisotearon la cara y le partieron la mandíbula con las botas.
– Créeme, sé cómo debían de sentirse.
– Le paralizaron la mitad de la cara y lo dejaron un poco débil de cabeza. Siempre fue un asesino brutal, pero ahora es más parecido a un animal. Pero igual de leal que cualquier perro.
– Bueno, como es natural, ya pensaba que tendría sus puntos buenos. Riga, ¿eh? -Señalé con la cabeza hacia el pozo abierto y el incinerador-. Apuesto a que esta pequeña instalación de eliminación de residuos hace que se sienta como en casa.
Di unas caladas agradecidas al cigarrillo y añadí:
– Si a eso vamos, apuesto a que hace que los dos os sintáis como en casa.
Nebe frunció el ceño.
– Me parece que necesitas beber algo -dijo en voz baja.
– No me sorprendería. Pero asegúrate de que los cubitos no tengan mucha cal. He perdido el gusto por la cal, para siempre.
Seguí a Nebe al interior de la casa y al piso de arriba, a la biblioteca donde habíamos hablado el día anterior. Me trajo un coñac del mueble-bar y lo dejó en la mesa delante de mí.
– Perdóname que no te acompañe -dijo observando cómo me lo bebía de un trago-. Normalmente me gusta tomarme un coñac con el desayuno, pero esta mañana tengo que tener las ideas claras. -Sonrió con indulgencia cuando dejé la copa sobre la mesa-. ¿Mejor?
Asentí.
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