Encantada con el efecto que provocaba en mí, Lotte sonrió, feliz, y me quitó el vaso de la mano.
– Espero que no te importe que me haya desnudado -dijo-, es que el traje es muy caro y tenía la extraña impresión de que me lo ibas a arrancar.
– ¿Por qué tendría que importarme? No es como si no hubiera acabado de leer el periódico de la tarde. De todos modos, me gusta tener una mujer desnuda en casa.
Contemplé el ligero bamboleo de su trasero mientras caminaba perezosamente hasta el otro lado de la sala, donde se bebió de un trago su bebida y dejó caer el vaso vacío en el sofá.
De repente quise ver cómo su trasero se agitaba como gelatina contra mi abdomen en celo. Pareció darse cuenta y, doblándose hacia adelante, agarró el radiador como un boxeador que tira de las tensas cuerdas de su rincón.
Luego se enderezó, con los pies un poco separados, y permaneció quieta, dándome la espalda, como esperando un registro corporal totalmente innecesario. Me miró por encima del hombro, flexionó las nalgas y volvió a mirar a la pared.
He tenido invitaciones más elocuentes, pero con la sangre zumbándome en los oídos y golpeando las escasas células cerebrales todavía no afectadas por el alcohol o la adrenalina, en realidad no recordaba cuándo. Probablemente ni siquiera me importaba. Me arranqué el pijama y me lancé, espada en ristre, sobre ella.
Ya no soy lo bastante joven, ni lo bastante delgado, para compartir una cama individual con otra cosa que no sea una resaca o un cigarrillo. Así que fue quizá una sensación de sorpresa lo que me despertó de un sueño inesperadamente cómodo hacia las seis. Lotte, que de otro modo podría haberme causado una noche agitada, ya no descansaba en el hueco de mi brazo, y durante un breve y feliz momento supuse que debía de haber vuelto a su casa. Fue entonces cuando oí, procedente de la sala, un pequeño sollozo sofocado. De mala gana, me deslicé fuera de las mantas, me puse el abrigo y fui a ver qué le pasaba.
Todavía desnuda, Lotte se había ovillado en el suelo, al lado del radiador, donde se estaba caliente. Me acuclillé a su lado y le pregunté por qué lloraba. Una gruesa lágrima rodó por su sucia mejilla y quedó detenida en su labio superior como una verruga translúcida. Se la lamió y la sorbió cuando le di mi pañuelo.
– ¿A ti qué te importa? -dijo con amargura-. Ahora ya te has divertido.
Tenía razón, pero igualmente protesté, lo suficiente como para ser educado. Lotte me escuchó hasta el final y cuando su vanidad quedó satisfecha, ensayó una especie de sonrisa atrofiada que me recordó la forma en que un niño triste se anima cuando le regalas cincuenta pfennings o un chicle.
– Eres muy amable -admitió finalmente, y se secó los ojos enrojecidos-. Ya estoy bien, gracias.
– ¿Quieres contármelo?
Lotte me miró de reojo.
– ¿En esta ciudad? Será mejor que primero me diga cuánto cobra, doctor. -Se sonó y luego emitió una risa breve y vacía-. Podrías resultar un buen médico para locos.
– A mí me pareces bastante cuerda -dije ayudándola a sentarse en un sillón.
– Yo no apostaría por eso.
– ¿Es un consejo profesional?
Encendí un par de cigarrillos y le pasé uno. Empezó a fumar con desesperación y parecía que sin demasiado placer.
– Es mi consejo como mujer que está lo bastante loca como para tener un asunto con un hombre que acaba de darlemás bofetadas que a un payaso de circo.
– ¿König? Nunca he pensado que fuera del tipo violento.
– Si parece cortés es solo por la morfina.
– ¿Es adicto?
– No sé si «adicto» es la palabra adecuada. Pero hiciera lo que hiciera cuando estuvo en las SS, necesitó morfina para llegar al final de la guerra.
– ¿Y por qué te pegó?
Se mordió el labio con rabia.
– Bueno, no fue porque pensara que necesitaba un poco de color.
Me reí. Tenía que reconocérselo: era dura.
– No con ese bronceado -le dije.
Cogí la chaqueta de astracán del suelo donde la había dejado caer y se la puse por encima de los hombros. Lotte se la ajustó al cuello y sonrió amargamente.
– Nadie me pone la mano en la cara -dijo-, no si alguna vez quiere ponerla en algún otro sitio. Esta noche ha sido la primera y la última vez que me ha dado un par de bofetadas, como que hay Dios. -Sacó humo por la nariz con tanta fiereza como si fuera un dragón-. Eso es lo que recibes cuando tratas de ayudar a alguien, supongo.
– ¿Ayudar a quién?
– König vino al Oriental a eso de las diez anoche -explicó-. Estaba de un humor de todos los diablos y cuando le pregunté por qué, quiso saber si recordaba a un dentista que solía venir por el club a jugar un poco. -Se encogió de hombros-. Bueno, sí que lo recordaba. Un mal jugador, pero seguro que ni la mitad de malo de lo que tú finges ser.
Me lanzó una mirada de soslayo, llena de dudas. Asentí, apremiante.
– Sigue.
– Helmut quería saber si el doctor Heim, el dentista, había estado por allí en los dos últimos días. Le dije que me parecía que sí. Luego quiso que preguntara a algunas de las chicas si recordaban haberlo visto. Bueno, había una chica en concreto con la que le dije que hablara. Un caso de mala suerte, pero bonita. Los médicos siempre la buscaban. Supongo que era porque parecía un poco más vulnerable y hay hombres a los que les gusta ese tipo dechicas. Dio la casualidad de que estaba en el bar y se la indiqué.
Noté como si el estómago se me llenara de arenas movedizas.
– ¿Cómo se llama esa chica? -pregunté.
– Veronika no sé qué -dijo-. ¿Por qué? ¿La conoces? -añadió al notar mi preocupación.
– Un poco. ¿Y qué pasó?
– Helmut y uno de sus amigos se la llevaron a la casa de al lado.
– ¿A la sombrerería?
– Sí. -Ahora hablaba en voz baja y como si estuviera avergonzada-. Con el genio de Helmut… -se estremeció al recordarlo-… estaba preocupada. Veronika es una buena chica. Un poco tonta, pero buena chica, ya sabes. Ha tenido una vida bastante dura, pero tiene agallas. Quizá demasiadas para su propio bien. Pensé que tal y como es Helmut y del humor que estaba, sería mejor que ella le dijera si sabía algo o no y que se lo dijera rápido. No es un hombre con mucha paciencia. Para evitar que se pusiera desagradable. -Hizo una mueca-. Es mejor no dar muchos rodeos, cuando conoces a Helmut. Así que fui detrás de ellos. Veronika estaba llorando cuando los encontré. Ya le habían pegado y fuerte. Había recibido bastante y les dije que pararan. Fue entonces cuando me golpeó a mí. Dos veces. -Se llevó las manos a las mejillas como si el dolor siguiera vivo-. Luego me echó al pasillo y me dijo que me ocupara de mis propios asuntos y no me metiera en los suyos.
– ¿Y qué pasó después?
– Me fui al lavabo, a un par de bares y vine aquí, en ese orden.
– ¿Viste lo que pasó con Veronika?
– Se fueron con ella, Helmut y el otro hombre.
– ¿Quieres decir que se la llevaron a algún sitio?
Lotte se encogió de hombros con desánimo.
– Supongo que sí.
– ¿Dónde pueden haberla llevado? -Me levanté y me fui al dormitorio.
– No lo sé.
– Intenta pensar.
– ¿Vas a ir a buscarla?
– Como tú has dicho, ya ha pasado bastante. -Empecé a vestirme-. Y además, yo la metí en esto.
– ¿Tú? ¿Cómo?
Mientras acababa de vestirme le describí cómo, cuándo volvíamos de Grinzing con König, le había explicado qué haría yo para tratar de encontrar a alguien desaparecido, en este caso el doctor Heim.
– Le dije que podríamos mirar en los sitios habituales de Heim, si me decía cuáles eran -le expliqué.
Pero me callé que pensaba que nunca llegarían a hacerlo; que supuse que con Müller, y posiblemente Nebe y König también, arrestados por Belinsky y la gente del Crowcass, la necesidad de buscar a Heim no llegaría a producirse; que pensaba que, hasta que terminara la reunión en Grinzing, había dejado a König a la espera y que no empezaría a buscar a su dentista muerto.
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