Philip Kerr - Réquiem Alemán

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Berlín 1947. Tras la derrota de la Alemania Nazi en la II Guerra Mundial Bernie Gunther,sobrevive como detective privado en una dura postguerra en que los berlineses se encuentran atemorizados por la represión que sufren por parte de las tropas soviéticas (el Ejército Rojo) sobre todo en la llamada Zona Este de la ciudad. Gunther luchó en el frente ruso y pasó una temporada en un campo de concentración soviético antes de poder regresar a Berlín con 15 kilos menos de peso y una ligera cojera como recuerdo.
En Réquiem Alemán Bernie Gunther recibe el encargo por parte de un coronel de la inteligencia soviética de investigar el caso de Emil Becker, un amigo común antiguo compañero de Gunther en la policía criminal (la Kripo). Becker, que después de la guerra controlaba parte del mercado negro en la ciudad austríaca de Viena, ha sido detenido por los estadounidenses acusado del asesinato de uno de los suyos. Pero Becker se declara inocente y reclama a Gunther como el único hombre en que confía para demostrar la verdad. Pero para conseguir la verdad, Gunther deberá sumergirse en las luchas secretas entre los distintos servicios de inteligencia aliados en lo que fueron los inicios de la llamada Guerra Fría.

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Me quedé allí, en un sendero barroso al lado de la carretera, preguntándome por qué no habría tenido la boca cerrada, ya que había pensado en pedirle al taxista que esperara un rato. Ahora, si encontraba a Veronika, tendría el problema de cómo escapar de allí. «Yo y mi labia -pensé-. El pobre imbécil solo me ofrecía un servicio.» Pero se equivocaba en una cosa. Había algo abierto: un café algo más arriba en la Cobenzlgasse, el Rudelshof. Decidí que si me iban a matar, prefería recibir el tiro con algo en el estómago.

El café era un lugar acogedor, si no te molesta la taxidermia. Me senté debajo del ojo, redondo y brillante como una cuenta, de una comadreja con aspecto de tener ántrax y esperé que el propietario, de cara congestionada, llegara arrastrando los pies hasta mi mesa.

– Buenos días nos dé Dios -dijo-, hace una hermosa mañana.

Me aparté de su aliento a destilado.

– No hay duda de que usted ya está disfrutando de ella -dije, volviendo a utilizar mi bocaza una vez más.

Se encogió de hombros y anotó lo que quería.

El desayuno vienes de cinco schillings que engullí sabía como si el taxidermista lo hubiera preparado durante su tiempo libre entre disecado y disecado; el café tenía posos, el panecillo era tan fresco como una talla de marfil y huevo estaba tan duro que podía haber salido de una cantera. Pero me lo comí. Tenía tantas cosas en la cabeza que, probablemente, me habría comido la comadreja si alguien se hubiera tomado la molestia de ponerla encima de una tostada.

Al salir del café, anduve calle abajo un trecho y luego salté por encima de un muro a lo que pensé que debía de ser el viñedo de Arthur Nebe.

No había mucho que ver. Las viñas, plantadas en pulcras hileras, eran todavía jóvenes, apenas más altas que mi rodilla. Aquí y allí, en una especie de vagonetas altas, había lo que parecían motores a reacción abandonados pero que eran, en realidad, los quemadores que utilizaban por la noche para calentar el aire alrededor de los brotes y protegerlos de las últimas heladas. Todavía estaban calientes al tacto. El campo tendría unos cien metros cuadrados y no ofrecía muchas posibilidades para ocultarse. Me pregunté cómo desplegaría Belinsky a sus hombres. Aparte de arrastrarte sobre la barriga a lo largo del campo, lo único que podías hacer era permanecer cerca del muro mientras te dirigías hacia los árboles que había justo detrás de la casa amarilla y los edificios anexos.

Cuando llegué a los árboles, miré si veía algún signo de vida, y al no ver ninguno avancé cautelosamente, hasta que oí voces. Al lado del mayor de los anexos, una construcción larga y con entramado de madera que parecía un granero, había dos hombres, a ninguno de los cuales reconocí, de pie, charlando. Cada uno acarreaba un bidón de metal a la espalda, conectado por una manguera de goma a un tubo de metal, largo y delgado, que llevaba en la mano y que supuse que sería algún tipo de artefacto para rociar las cosechas.

Por fin acabaron la conversación y se dirigieron al lado opuesto del viñedo, como si fueran a iniciar su ataque contra las bacterias, los hongos y los insectos que les amargaban la vida. Esperé hasta que estuvieron lejos, al otro lado del campo, antes de salir del cobijo de los árboles y entrar en el edificio.

Un olor afrutado y mohoso me dio en la nariz. Grandes cubas y barriles de madera de roble estaban alineados debajo de las vigas del techo como si fueran enormes quesos. Recorrí toda la longitud del piso de piedra y salí al otro extremo del primer edificio para encontrarme con otro, construido en ángulo recto con respecto a la casa.

Esta segunda edificación contenía cientos de barriles de roble, que descansaban de lado como si esperaran que aparecieran unos perros San Bernardo gigantes a recogerlos. Había unas escaleras que se internaban en la oscuridad. Parecía un buen lugar para encerrar a alguien, así que encendí la luz y bajé a echar una mirada. Pero solo había miles de botellas de vino, cada estante señalado por una pequeña pizarra en la cual había, escritos con tiza, unos números que debían de significar algo para alguien. Regresé arriba, apagué la luz y me quedé de pie al lado de la ventana. Empezaba a parecerme que Veronika podría estar en la casa después de todo.

Desde donde estaba tenía la vista despejada a través de un corto patio empedrado y hasta la parte oeste de la casa. Delante de una puerta abierta, un gato, sentado, me contemplaba fijamente. Al lado de la puerta vi la ventana de lo que parecía una cocina. Había una forma grande y brillante en la repisa que pensé que sería un cazo o una tetera. Al cabo de un rato, el gato se dirigió, andando lentamente, hacia el edificio donde yo me escondía y le maulló a algo que estaba al lado de la ventana donde yo me encontraba. Durante un segundo o dos me miró fijamente con sus ojos verdes y luego, sin razón aparente, echó a correr alejándose. Volví a mirar hacia la casa y continué vigilando la puerta y la ventana de la cocina. Al cabo de unos minutos, decidí que no había peligro en dejar la nave de los barriles y empecé a cruzar el patio.

No habría dado tres pasos cuando oí el ruido rasposo del seguro de una automática y, casi al mismo tiempo, noté el frío acero del cañón de una pistola contra la nuca.

– Pon las manos detrás de la cabeza -dijo una voz no muy clara.

Hice lo que me decían. La pistola presionándome debajo de la oreja se notaba lo bastante pesada como para ser una 45. Suficiente como para dar cuenta de una gran parte de mi cráneo. Me estremecí cuando me encajó el arma entre la mandíbula y la yugular.

– Muévete y mañana te echamos a los cerdos como pienso -dijo golpeándome los bolsillos y quitándome el revólver.

– Descubrirás que Herr Nebe me está esperando -dije.

– No conozco a ningún Herr Nebe -dijo con voz pastosa, casi como si la boca no le funcionara bien.

Naturalmente no tenía muchas ganas de volverme y echarle una buena mirada para estar seguro.

– Sí, es verdad que se cambió de nombre.

Traté de recordar el nuevo apellido de Nebe. Mientras, oí cómo el hombre se apartaba un par de pasos.

– Ahora ve hacia la derecha -me dijo-, hacia los árboles. Y no tropieces con los cordones de los zapatos ni nada por el estilo.

Parecía enorme y no muy listo. Y hablaba un alemán con un acento extraño, como prusiano, pero diferente; más parecido al viejo prusiano que había oído hablar a mi abuelo, casi como el alemán que había oído en Polonia.

– Mira, estás cometiendo un error -dije-. ¿Por qué no lo compruebas con tu jefe? Me llamo Bernhard Gunther. Hay una reunión aquí esta mañana a las diez. Tengo que tomar parte en ella.

– Todavía no son ni las ocho -gruñó mi captor-. Si vienes a una reunión, ¿por qué llegas tan temprano? ¿Y por qué no has venido por la puerta principal, como las visitas normales? ¿Cómo es que has venido a través de los campos? ¿Y por qué husmeabas por las otras construcciones?

– Llego temprano porque tengo un par de tiendas de vinos en Berlín -dije-. Pensé que sería interesante echar un vistazo por la finca.

– Desde luego que estabas echando un vistazo. Eres un fisgón. -Soltó una risita de cretino-. Y yo tengo órdenes de matar a los fisgones.

– A ver, espera un minuto…

Me volví para encontrarme con un demoledor golpe de la pistola y, mientras caía, vi por un momento a un hombre enorme con la cabeza afeitada y una especie de mandíbula asimétrica. Me agarró por el pescuezo, tiró de mí para volver a ponerme de pie y yo me pregunté por qué nunca se me habría ocurrido coser una hoja de afeitar debajo de esa parte del cuello. Me llevó a empujones a través de la hilera de árboles y bajando una pendiente hasta un pequeño claro donde había varios cubos de basura. Una columna de humo y un olor nauseabundo y dulzón salían del tejado de una pequeña cabaña de ladrillo: allí era donde incineraban los residuos. Al lado de varias bolsas de lo que parecía cemento y encima de algunos ladrillos había una chapa de hierro oxidado. El hombre me ordenó que la apartara.

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