– Es nueva -dijo Rudi, indignado-. Mire el cañón. Todavía está engrasado; aún no ha sido disparado. Le juro que los de arriba ni siquiera saben que ha desaparecido.
– ¿De dónde la sacó?
– Del almacén de la fábrica. De verdad, Herr Gunther, esta pistola es un arma limpia donde las haya.
Asentí a regañadientes.
– ¿Has traído municiones?
– Hay seis en el cargador -dijo, y sacando la otra mano del manguito puso un mísero puñado de cartuchos en el aparador, al lado de las dos botellas que me había dado Traudl-, y estos.
– ¿Qué pasa, es que los has comprado de racionamiento?
Rudi se encogió de hombros.
– Es lo único que he podido conseguir de momento, me temo. -Mirando el vodka se relamió los labios.
– Yo ya he desayunado -le dije-, pero puedes servirte.
– Solo un poco contra el frío, ¿eh? -dijo y se sirvió, nervioso, un vaso lleno, que se bebió de un trago.
– Adelante, toma otro. Nunca me interpongo entre un hombre y una buena sed. -Encendí un cigarrillo y fui hasta la ventana. Afuera una flauta de pan hecha de carámbanos colgaba del borde del tejado de la terraza-. Especialmente en un día tan helado como este.
– Gracias -dijo Rudi-, muchas gracias. -Sonrió apenas y se sirvió otro vaso, lleno hasta el borde, que sorbió lentamente-. ¿Y cómo va? La investigación, quiero decir.
– Si tienes alguna idea, me encantaría que me lo contaras. En este momento no es que los peces se metan solos en la red.
Rudi flexionó los hombros.
– Bueno, tal como yo lo veo, ese capitán norteamericano, el que cogió el 71…
Hizo una pausa mientras yo hacía la asociación: el número 71 era el tranvía que iba hasta el Cementerio Central. Asentí, animándolo a continuar.
– Bueno, tiene que haber estado metido en algún tipo de chanchullo. Piénselo -me sugirió, animándose al hablar-. Va a un almacén con otro tipo y el sitio está lleno hasta la bandera de tabaco. Quiero decir, para empezar, ¿cómo es que estaban allí? No puede ser que el asesino hubiera planeado matarle allí. No lo habría hecho cerca del alijo, ¿verdad? Debían de ir a echar una mirada a la mercancía y se pelearon.
Tuve que admitir que había algo de verdad en lo que decía. Reflexioné un momento.
– ¿Quién vende cigarrillos en Austria, Rudi?
– ¿Además de todo el mundo?
– Los principales estraperlistas.
– Dejando de lado a Emil, están los ivanes, un sargento norteamericano del Estado Mayor que está loco y vive en un castillo cerca de Salzburgo, un judío rumano aquí en Viena y un austríaco llamado Kurtz. Pero Emil era el más grande; la mayoría de la gente ha oído el nombre de Emil Becker relacionado con eso.
– ¿Cree que es posible que uno de ellos le hubiera tendido una trampa a Emil, para eliminarlo como competidor?
– Seguro, pero no a costa de perder todos aquellos cigarrillos. Cuarenta cajas, Herr Gunther. Es una pérdida enorme para cualquiera.
– Exactamente, ¿cuándo robaron esa fábrica de tabaco de la Thaliastrasse?
– Hace meses.
– ¿Los PM no tenían ninguna idea de quién lo había hecho? ¿No tenían ningún sospechoso?
– Nada de nada. La Thaliastrasse está en el Bezirk 16, forma parte del sector francés. Los PM franceses no podrían coger ni grasa en esta ciudad.
– ¿Y qué hay de los polis de aquí, la policía vienesa?
Rudi negó con la cabeza sin dudar.
– Están demasiado ocupados peleándose con la policía estatal. El ministro del Interior ha estado tratando de que los estatales sean absorbidos por las fuerzas regulares, pero a los rusos no les gusta y están tratando de boicotear el invento. Aunque eso signifique hundirlo todo. -Sonrió-. No es que me molestase. No, los locales son casi tan malos como los franchutes. Para ser sincero, los únicos polis que valen la pena en esta ciudad son los estadounidenses. Incluso los ingleses son bastante estúpidos, si quiere saberlo.
Rudi miró uno de los diversos relojes que llevaba en el brazo.
– Mire, tengo que marcharme; si no, perderé sitio en el Ressel. Allí es donde me encontrará todas las mañanas si me necesita, Herr Gunther. Allí o en el Café Hauswirth, en la Favoritenstrasse, por la tarde. -Acabó de vaciar el vaso-. Gracias por la bebida.
– La Favoritenstrasse -repetí frunciendo el ceño-. Está en el sector ruso, ¿no?
– Cierto -dijo Rudi-, pero eso no me convierte en comunista. -Se levantó el sombrero y sonrió-. Solo en un hombre prudente.
La triste expresión de su cara, con la mirada abatida y la incipiente papada, por no hablar de la ropa barata y con aspecto de segunda mano, me hizo pensar que Veronika no debía sacar mucho de hacer de prostituta. Y no había nada en la habitación, fría y del tamaño de una cueva, que tenía alquilada en el centro del distrito rojo de la ciudad, que indicara nada más que una existencia precaria, ganando apenas para sobrevivir.
Volvió a darme las gracias por ayudarla y, después de interesarse por mis heridas, procedió a preparar un poco de té mientras explicaba que un día tenía intención de llegar a ser pintora. Miré sus dibujos y acuarelas sin demasiado placer.
Profundamente deprimido por el lóbrego ambiente, le pregunté cómo había acabado haciendo la calle. Fue una tontería, porque no tiene sentido cuestionar a una prostituta sobre nada y mucho menos sobre su propia inmoralidad; mi única excusa era que sentía auténtica lástima por ella. ¿Habría tenido alguna vez un marido que la habría visto haciéndole un francés a un estadounidense en un edificio en ruinas a cambio de un par de tabletas de chocolate?
– ¿Quién dice que haga la carrera? -respondió con acritud.
Me encogí de hombros.
– No es el café lo que te mantiene levantada la mitad de la noche.
– Puede que no. De todos modos, no me encontrarás trabajando en uno de esos sitios del Gürtel donde los tíos solo tienen que subir al piso de arriba. Y no me encontrarás haciendo la calle delante de la oficina de información norteamericana ni del Hotel Atlantis. Quizá sea una chocolatera, pero no soy una buscona. El caballero tiene que gustarme.
– Eso no evitará que te hagan daño. Como anoche, por ejemplo; por no hablar de las enfermedades venéreas.
– Escúchate -dijo con divertido desdén-. Pareces uno de esos cabrones de la brigada Antivicio. Te cogen, hacenque un médico te examine para ver si estás contagiada y luego te echan un sermón sobre los peligros de la gonorrea. Empiezas a hablar como un poli.
– Puede que la policía tenga razón. ¿Lo has pensado alguna vez?
– Mira, nunca han podido acusarme de nada… y nunca podrán. -Sonrió un poco con aire astuto-. Como he dicho, tengo cuidado. El caballero tiene que gustarme. Lo cual significa que no acepto ni ivanes ni negros.
– Supongo que nadie ha oído hablar nunca de un estadounidense blanco ni de un inglés con sífilis.
– Solo tienes que mirar las estadísticas -dijo mirándome con cara de pocos amigos-. Además, ¿qué coño sabes tú de eso? Que me salvaras el pellejo no te da derecho a leerme los diez mandamientos, Bernie.
– No hay que saber nadar para lanzarle un salvavidas a alguien. En mis tiempos he conocido a suficientes busconas para saber que muchas empezaron siendo tan selectivas como tú. Luego llega alguien y las zurra a gusto y la siguiente vez, cuando el casero las persigue para cobrar el alquiler, no pueden permitirse ser tan exigentes. Hablas de porcentajes. Bueno, no queda mucho porcentaje en un francés por diez schillings cuando llegas a los cuarenta. Mira, Veronika, eres una buena chica. Si hubiera un cura por aquí, pensaría que te mereces una homilía corta, pero como no lo hay, tendrás que arreglártelas conmigo.
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