Philip Kerr - Réquiem Alemán

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Berlín 1947. Tras la derrota de la Alemania Nazi en la II Guerra Mundial Bernie Gunther,sobrevive como detective privado en una dura postguerra en que los berlineses se encuentran atemorizados por la represión que sufren por parte de las tropas soviéticas (el Ejército Rojo) sobre todo en la llamada Zona Este de la ciudad. Gunther luchó en el frente ruso y pasó una temporada en un campo de concentración soviético antes de poder regresar a Berlín con 15 kilos menos de peso y una ligera cojera como recuerdo.
En Réquiem Alemán Bernie Gunther recibe el encargo por parte de un coronel de la inteligencia soviética de investigar el caso de Emil Becker, un amigo común antiguo compañero de Gunther en la policía criminal (la Kripo). Becker, que después de la guerra controlaba parte del mercado negro en la ciudad austríaca de Viena, ha sido detenido por los estadounidenses acusado del asesinato de uno de los suyos. Pero Becker se declara inocente y reclama a Gunther como el único hombre en que confía para demostrar la verdad. Pero para conseguir la verdad, Gunther deberá sumergirse en las luchas secretas entre los distintos servicios de inteligencia aliados en lo que fueron los inicios de la llamada Guerra Fría.

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– Estaba aquí hace solo unos diez o quince minutos -respondió-. Me parece que se ha ido al Koralle. -Bajó la voz e inclinó la cabeza hacia mí-. No le gustan mucho los franceses. Y a decir verdad, a mí tampoco. Los británicos, los norteamericanos, incluso los rusos… como mínimo se puede respetar a los ejércitos que tuvieron algo que ver con nuestra derrota. Pero ¿los franceses? Son unos cabrones. Créame, lo sé. Vivo en el Bezirk 15, en el sector francés. – Alisó el mantel-. ¿Qué va a tomar, señor?

– Creo que yo también iré a echar un vistazo al Koralle. ¿Sabe dónde está?

– Está en el Bezirk 9. En la Porzellangasse, al lado de la Berggasse y muy cerca de la prisión policial. ¿Sabe dónde?

Me eché a reír.

– Empiezo a saberlo.

– Veronika es una buena chica -añadió el camarero-. Para ser una chocolatera.

La lluvia descargaba contra el centro de la ciudad empujada desde el este y el sector ruso. Se convirtió en granizo al contacto con el frío aire de la noche y azotó los cuatro flancos de la Patrulla Internacional cuando aparcaron frente al Casanova. Con apenas un gesto de saludo al portero y sin decir una palabra pasaron a mi lado y entraron en busca de vicios soldadescos, esa manifestación acomodaticia de lujuria exacerbada por la combinación de país extranjero, mujeres hambrientas y una provisión inagotable de cigarrillos y chocolate.

En el ya familiar Schottenring crucé para pasar a la Währinger Strasse y me dirigí hacia el norte a través de IaRooseveltplatz bajo la sombra lunar de las torres gemelas de la Votivkirche, que, pese a su enorme altura, que taladraba el cielo, había logrado, no se sabía cómo, sobrevivir a todas las bombas. Estaba a punto de entrar en la Berggasse por segunda vez aquel día cuando, procedente de un gran edificio en ruinas al otro lado de la calle, oí a alguien gritar pidiendo socorro. Diciéndome que no era asunto mío, me detuve sólo un segundo, con intención de proseguir mi camino. Pero luego volví a oír el grito, una voz de contralto casi reconocible.

Noté el miedo en la piel mientras andaba rápidamente en dirección al sonido. Había un montón de escombros amontonados contra la abombada pared del edificio y, después de trepar a lo alto, miré por el hueco vacío de una ventana de arco al interior de una sala semicircular con las proporciones de un pequeño teatro.

Eran tres los que forcejeaban en el pequeño espacio iluminado por la luna junto a una pared recta frente a las ventanas. Dos eran soldados rusos, sucios y andrajosos, que reían a carcajadas mientras trataban de arrancarle la ropa a una tercera figura: una mujer. Supe que era Veronika incluso antes de que ella levantara la cabeza hacia la luz. Chilló, y el ruso que le sujetaba los brazos y los dos faldones del vestido que su camarada, arrodillado sobre los pies de Veronika, había rasgado, la abofeteó con fuerza.

– Pakazhitye, dushka, enséñamelo, cariño -dijo entre grandes risotadas bajando de un tirón la ropa interior de Veronika hasta sus temblorosas rodillas. Se puso en cuclillas para admirar su desnudez-. Pryekrasnaya, precioso – dijo, como si estuviera contemplando un cuadro, y luego metió la cara entre el vello pubico-. Vkoosnaya, tozhe, sabroso, además -dijo con un gruñido.

El ruso volvió la cara desde las piernas de la chica al oír mis pasos entre los escombros que cubrían el suelo y, al ver el trozo de tubería de plomo que yo llevaba en la mano, se levantó poniéndose al lado de su amigo, que empujó aVeronika a un lado.

– Sal de aquí, Veronika -grité.

Sin necesitar que la animara, cogió el abrigo y corrió hacia una de las ventanas, pero el ruso que la había lamido parecía tener una idea diferente y la agarró por la melena. En aquel mismo momento balanceé la tubería golpeando un lado de su repugnante cabeza con un sonido metálico y adormeciéndome el brazo con la vibración del golpe. Empezaba a pensar que le había dado demasiado fuerte cuando noté una tremenda patada en las costillas y luego un furibundo rodillazo en la entrepierna. La tubería se me cayó al suelo lleno de trozos de ladrillo y noté el sabor a sangre en la boca mientras la seguía lentamente. Doblé las piernas contra el pecho y me quedé inmóvil esperando que la enorme bota del hombre me alcanzara de nuevo y acabara conmigo. En lugar de ello oí un golpe sordo, corto y mecánico como el sonido de una remachadora, y cuando la bota golpeó de nuevo, lo hizo muy por encima de mi cabeza. Con una pierna todavía en el aire, el hombre osciló durante un momento como un bailarín de ballet borracho y luego cayó muerto a mi lado, con la frente trepanada limpiamente por una bala certera. Gemí y cerré los ojos un momento. Cuando volví a abrirlos y me incorporé apoyándome en el antebrazo, había un tercer hombre acuclillado frente a mí y durante un segundo escalofriante me apuntó directamente a la cara con el cañón con silenciador de su Luger.

– Jódete, boche -dijo, y luego, sonriendo, me ayudó a levantarme-. Iba a zurrarte yo mismo, pero parece que esos dos ivanes me han ahorrado el trabajo.

– Belinsky -resollé, sujetándome las costillas-. ¿Tú qué eres? ¿Mi ángel de la guardia o qué?

– Sí. Es una vida maravillosa. ¿Estás bien, boche?

– Lo del pecho iría mejor si dejara de fumar. Sí, estoy bien. ¿De dónde diablos has salido?

– ¿No me habías visto? Estupendo. Después de lo que dijiste de seguir a alguien, me leí un libro sobre el asunto.Me disfracé de nazi para que no te fijaras en mí.

Miré alrededor.

– ¿Has visto adonde ha ido Veronika?

– ¿Quieres decir que conoces a la dama? -Zigzagueó hasta el soldado que yo había derribado con la tubería y que yacía sin sentido en el suelo-. Creía que eras un don Quijote.

– Solo la conozco desde anoche.

– Antes de tropezarte conmigo, supongo. -Belinsky contempló al soldado un momento, luego le apuntó con la Luger en la nuca y apretó el gatillo-. Está fuera -dijo sin demostrar más emoción que si hubiera disparado contra una botella de cerveza.

– Joder -dije entre dientes, abrumado por su exhibición de insensibilidad-. Habrías sido útil en un grupo de combate.

– ¿Qué?

– He dicho que espero que perdieras el tranvía anoche por mi culpa. ¿Tenías que matarlo?

Se encogió de hombros y empezó a desenroscar el silenciador de la Luger.

– Dos muertos son mejor que uno vivo para testificar en los tribunales. Créeme, sé lo que digo. -Golpeó la cabeza del iván con la punta del zapato-. De todos modos, a estos ivanes no los echarán en falta. Son desertores.

– ¿Cómo lo sabes?

Belinsky señaló dos fardos de ropa y equipo que había en el suelo al lado de la puerta y, junto a ellos, los restos de una fogata y una comida.

– Parece que llevaban un par de días escondidos por aquí. Supongo que se aburrían y les apetecía un poco de… – buscó la palabra adecuada en alemán y luego, sacudiendo la cabeza, completó la frase en inglés-… coño. -Enfundó la Luger y dejó caer el silenciador en el bolsillo del abrigo-. Si los encuentran antes de que las ratas los devoren, los polis imaginarán que fue el MVD quien lo hizo. Pero yo apuesto por las ratas. Viena tiene las ratas más enormes que hayas visto nunca. Suben directamente desde las cloacas. Bien pensado, por como huelen esos dos, yo diría quetambién han estado allá abajo. La cloaca principal sale en el Stadt Park, justo al lado de la comandancia soviética y el sector ruso. -Se encaminó hacia la ventana-. Venga, boche, vamos a buscar a esa chica tuya.

Veronika estaba un poco más abajo de la Währinger Strasse, lista para echar a correr como alma que lleva el diablo si hubieran sido los dos rusos quienes salieran del edificio.

– Cuando he visto entrar a tu amigo, he esperado para ver qué pasaba -explicó.

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