Fallé el primer disparo. El segundo también. Cuando la Parabellum estaba preparada para el cuarto, me encontraba lo bastante cerca para ver el dibujo de su pajarita. Hacía juego con el dibujo de la camisa y con el del abrigo. Los lunares rojos no son mi estampado predilecto, pero a él le quedaban bastante bien. Sobre todo cuando manaban del orificio que le había abierto en la cara. Murió antes de caer al hormigón.
Fue una lástima, por dos razones. La primera era que no había matado a nadie desde el 23 de agosto de 1918, cuando disparé a un australiano en la batalla de Amiens. Posiblemente a más de uno. Cuando acabó la guerra, me prometí que no volvería a matar a nadie. La segunda era que quería interrogar al hombre muerto y averiguar quién le había encargado que me matase. Le cacheé los bolsillos bajo la mirada curiosa de multitud de buitres de los barracones.
Era alto, delgado y algo calvo. Ya había perdido la dentadura. En el momento de su muerte, su lengua debió de expulsar una de las prótesis de la boca, que ahora estaba sobre el labio superior como un bigote rosa de plástico.
Encontré su cartera. El muerto se llamaba Erich Hoppner y era miembro del Partido Nazi desde 1930. El carné del partido decía que tenía el número 510.934. Nada de eso indicaba que no fuese también miembro de la banda de los Guardianes de la Verdad. No era raro que se contratase a gángsteres del hampa berlinesa como sicarios para cometer crímenes políticos. La cuestión era: ¿quién había ordenado mi asesinato? ¿Los Guardianes de la Verdad por lo que le hice a Ricci Kamm, o los nazis por lo que no hice por Josef Goebbels?
Cogí la cartera de Hoppner -y su rifle, su reloj y su anillo y dejé allí el cadáver. Los buitres ya le estaban quitando la dentadura postiza cuando salí del Ochsenhof La dentadura postiza era un artículo de lujo para la clase de gente que vivía en la Parrilla.
El suboficial de policía a cargo del destacamento de la Schupo en Bülow Platz negó haber recibido el mensaje del niño para que acudiese en mi ayuda. Le dije que reuniese a algunos de sus hombres y montase guardia junto al cuerpo de Hoppner antes de que lo devorasen. Algo renuente, accedió.
Volví a Alex. Primero me pasé por el registro del cuerpo de inspectores J, donde el secretario criminal de guardia me ayudó a descubrir que Erich Hoppner no tenía antecedentes penales, cosa que me sorprendió sobremanera. Luego subí al piso superior y entregué el carné del partido de Hoppner a los chicos de la Política del D1a. Naturalmente, tampoco les sonaba de nada. Luego me senté a mecanografiar un informe y se lo di a Gennat. Después de entregarlo, Gennat y dos consejeros de policía, Gnade y Pischmann me tomaron declaración en una sala de interrogatorios y la archivaron para su comparación posterior con las investigaciones de un equipo de homicidios independiente. Luego hubo más papeleo. Y volvieron a interrogarme; esta vez se encargó el KOK Muller, que dirigía el equipo de homicidios.
– Parece que le hicieron trotar bastante -Observó Muller-. ¿Y no volvió a ver a la chica del vestido verde?
– No. Y después del tiroteo, no me pareció muy sensato seguir buscándola.
– ¿Y al chico? Emil. El que le dio el terrón de azúcar.
Negué con la cabeza.
Muller era un tipo alto con mucho pelo, pero todo concentrado en los lados de la cabeza, sin nada en la coronilla, como si su cuerpo hubiera traspasado la mata de pelo igual que un ficus.
– Por lo que parece, le tenían tomada la medida bastante bien -dijo-. Sólo les faltó escribir con tiza la letra M en el abrigo del muerto. Como en esa película de Peter Lorre. En la película, el chaval es el que avisa al poli de que anda Lorre por ahí.
– No la he visto.
– Debería salir más.
– Sí, seguramente voy a comprarme un caballo.
– Para disfrutar de las vistas.
– Ya las he visto bastante. Además, creo que veo demasiado. A este paso, va a ser poco saludable ser poli con buena vista en este país. O eso me dice la gente, al menos.
– Hablas como si los nazis fueran a ganar las elecciones, Bernie.
– . Quiero pensar que no. Y me preocupa que las ganen. Pero tengo siete panes y cinco peces que me dicen que la República necesita algo más que un golpe de suerte esta vez. Si no fuera poli creería en los milagros. Pero lo soy y no creo. En este trabajo uno se encuentra con tipos perezosos, estúpidos, crueles e indiferentes. Por desgracia, eso es lo que se denomina electorado.
Muller asintió. Era del SPD como yo.
– Oye, ¿te has enterado? ¿Lo de Joey Pezuñapartida? -dijo Muller-. Han entrado en el apartamento de su nueva esposa, Magda. Y le han limpiado las joyas. Muller sonreía- No doy crédito.
– ¿Crédito? Al que haya hecho eso deberían darle la medalla al mérito militar.
Necesitaba una copa, compañía femenina y tal vez otro empleo. Y acabé en el mejor sitio para obtener las tres cosas. El Hotel Adlon. En el interior del suntuoso vestíbulo busqué a Frieda. En cambio me encontré con Louis Adlon, que vestía un frac con corbata blanca y un clavel blanco a juego con su bigote en la solapa. No era alto, pero sí todo un caballero.
– Comisario Gunther -me dijo-. Cuánto me alegro de verle. Pensará que he sido muy grosero por no escribirle para agradecerle el modo en que trató a aquel matón. Esperaba verlo para darle las gracias personalmente. -Señaló el bar-. ¿Dispone de un minuto?
– Más de uno.
En el bar del Adlon hicimos señas al camarero, que ya venía de camino como un pequeño tren expreso.
– Aguardiente para el comisario Gunther -dijo-. El mejor.
Nos sentamos. El bar estaba tranquilo. El viejo sirvió dos chupitos hasta el borde y brindó conmigo en silencio.
– Hay una vieja maldición confuciana que dice: «Ojalá vivas tiempos interesantes». Yo diría que éstos son tiempos muy interesantes, ¿no cree?
– Sí, señor, ya lo creo -dije con una sonrisa.
– Por lo tanto, quiero que sepa que siempre habrá trabajo para usted en esta casa.
– Gracias, señor. Es posible que le tome la palabra.
– No, señor. Gracias a usted. Tal vez le interese saber que su superior, el doctor Weiss, habla muy bien de usted.
– No sabía que se conociesen, Herr Adlon.
– Somos viejos amigos. Él fue quien me llevó a sospechar que la policía puede cambiar pronto de una manera inimaginable. Por ese motivo me he tomado la libertad de hacerle una oferta como ésta. La mayor parte de los detectives de la casa son, como sabe, policías retirados. El incidente del bar me demostró que algunos ya no están en condiciones de dedicarse a esto.
Degustamos el magnífico aguardiente durante un rato. Después el señor Adlon se fue a cenar con su esposa y unos americanos ricos, y yo me fui a buscar a Frieda. La encontré en el segundo piso, en un pasillo que conducía a una ampliación del hotel en Wihelmstrasse. Llevaba un traje de noche muy elegante de color negro. Pero no por mucho tiempo. Las habitaciones más pequeñas y menos caras estaban en esa planta. Tenían vistas a la Puerta de Brandemburgo y, detrás de ésta, a la Columna de la Victoria de Kónigsplatz, Pero yo disfruté de las mejores vistas. Y sin necesidad de asomarme por la ventana.
Intentaba evitar a Arthur Nebe. No me costó mucho mientras estuve revisando la lista de sospechosos que había elaborado por medio del Directorio del Diablo, pero siempre era más difícil cuando me encontraba en Alex. Aun así, Nebe no era de esos polis que salen mucho del despacho. Hacía casi toda su labor detectivesca por teléfono y, durante cierto tiempo, como no atendía mis llamadas, logré no hablar con él en absoluto. Pero sabía que aquello no podía durar mucho, y, dos días después del tiroteo, al fin me topé con él en el hueco de la escalera al salir de los baños.
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