Aunque fueron muy suaves, oyó los pasos de Ellie cuando rodearon la casa. La joven había corrido hasta que no le quedó más aire en los pulmones. No se había enterado de cuándo pisaba hierba y cuándo gravilla. Apenas si se había dado cuenta de que era de noche. Siguió corriendo impulsada por el terror, como una hoja arrastrada por el viento. Se alejó corriendo del estanque… a través de un hueco en el seto, y a través del prado y de los matorrales, y bajó por el camino de la Casa Ford. Corrió hasta llegar a la bifurcación, pero cuando se encontró frente a la puerta de la vicaría, su paso se hizo más lento. Entró, pasando junto a las altas dalias -hojas negras, flores negras en una espesa oscuridad-, y se acercó con lentitud y algo tambaleante al peral situado bajo su ventana. Se agarró a él y permaneció asi un rato, jadeando, en busca de más aire. Había sido muy fácil bajar, pero ¿podría subir ahora? Ya no le quedaban fuerzas, ni respiración. Se inclinó hacia adelante, apoyando la cabeza sobre las manos que rodeaban el tronco del peral.
Mary Lenton se levantó, apretándose contra la pared. ¿Qué había ocurrido…, qué podía haber ocurrido? No había pensado que pudiera existir algo peor que permanecer allí sentada, esperando el regreso de Ellie. Pero eso era peor, mucho peor. Tenía miedo de llamar, de moverse, de hacer algo.
Y entonces, muy despacio y con una respiración sollozante, Ellie levantó un pie hasta la rama más baja del peral y empezó a subir. Entonces, Mary se movió. La mesita estaba en un rincón, al otro lado de donde ella se encontraba. Allí había una lámpara de noche. Se movió hasta llegar a ella. Y esperó. Las manos de Ellie buscaron a tientas, agarradas a las ramas, sus pies tropezaron y resbalaron, la respiración ahogaba su garganta. Era terrible estar escuchando aquel jadeo y no poder ayudarla, porque si se asustaba, Ellie podía caer. A Mary Lenton se le ocurrió pensar entonces que no siempre se puede ayudar a las personas que uno ama…, hay casos en que éstas tienen que ayudarse a sí mismas. Se le ocurrió pensar que Ellie debía encontrar por sí misma el camino de regreso.
Dolorosa y muy, muy lentamente, Ellie estaba encontrando el camino. Una sombra apareció en el alféizar de la ventana, y su respiración jadeante se dejó oír en la habitación. Hubo un momento en que la figura oscura de la ventana pareció estar colgada allí, inmóvil, pero al instante siguiente volvió a moverse. Utilizando sus últimas fuerzas, Ellie puso una rodilla en el alféizar de la ventana y tomó impulso. Se agarró a la cortina y permaneció allí, tambaleándose.
Y entonces, se encendió la luz. Vio la habitación y a Mary que apartaba su mano del interruptor. Sus labios se abrieron, pero no emitieron ningún sonido. Mary la miró, horrorizada. El suéter, el chaquetón la parte delantera de su falda, estaban empapadas de agua y chorreando.
– ¡Ellie! -exclamó.
Ellie Page se quedó mirando sin comprender. Sus manos se soltaron de la cortina. El suelo que había frente a ella empezó a moverse y ella se empezó a hundir en él, hundiéndose…, hundiéndose.
Tardaron tanto tiempo en hacerle recuperar el sentido y la conciencia que recobró era de naturaleza tan precaria, que hasta John Lenton se vio desarmado de su justa indignación y estuvo de acuerdo, sin protestar, con todo lo que le sugirió Mary.
– No puedo dejarla, John, no está como para dejarla sola.
El vicario observó el rostro tenso y blanco que descansaba sobre la almohada. La habían subido a la cama y la habían arropado. Estaba mortalmente fría. John había llenado bolsas de agua caliente y calentado leche.
Hasta este momento no hubo tiempo para nada, excepto para el temor y las prisas. Ahora, de repente, dijo:
– ¿Por qué le has quitado su ropa? -y después con una voz más penetrante-: No habrá salido así, ¿verdad?
Mary no supo qué fue lo que impulsó su respuesta. Ella era la más cándida de las mujeres, pero… no se le dice a un hombre todo lo que se refiere a otra mujer. No sabía por qué le había quitado el chaquetón, el jersey y la falda empapados, los zapatos y las medias, antes de bajar a buscar a John. Quizá en su mente hubo alguna idea vaga de que Ellie podría haber intentado ahogarse y no había ninguna necesidad de que él lo supiera. Había recogido todas las prendas mojadas y las había apartado de su vista. Cuando John estuviera durmiendo, podría ponerlas en la cocina, a secar. Mary le miró la luz de la bombilla que él había protegido de los ojos de Ellie y contestó sin temblor alguno:
– Pensé que estaría más cómoda sin ellas.
En esta ocasión, no fue Sam Bolton quien encontró el cuerpo, sino el propio jardinero jefe. No hubo nada especial que le hiciera acudir al estanque, pero hacía una mañana estupenda, después de la noche ligeramente nubosa, y estaba haciendo lo que él llamaba una ronda de inspección por el jardín, antes de ponerse a trabajar con sus semillas de otoño. El sol brillaba en un cielo azul, en el que no había más que uno o dos jirones grises por el oeste. La salida del sol había sido demasiado roja como para esperar una continuación de este tiempo tan agradable. Por lo que se refería a Mr. Robertson, no confiaba en esta clase de tiempo y si Maggie no tenía más sentido que venir a contarle lo que había dicho la BBC al respecto, él tenía por lo menos algo que decir, y eso era: «¡Charlatanes!» No había llegado a sus años para no poseer ideas propias.
Pasó a través de uno de los arcos del seto y vio el cuerpo en el estanque. Estaba echado del mismo modo que el otro, inclinado hacia adelante, sobre el parapeto, con la cabeza y los hombros bajo el agua. Era Meriel Ford, y no tuvo la menor duda de que estaba muerta. No era asunto suyo tocarla. Se dirigió a la casa y se lo dijo a Simmons sin armar ningún jaleo.
La noticia se extendió como una chispa en un campo reseco. Llegó a Janet cuando Joan Cuttle subió con el té de la mañana. Necesitó emplear todo lo que sabía para tranquilizar a Joan y lograr apartarla de Stella, para que la niña no escuchara. Sus hombros se estremecían y parecía contener la respiración cuando se marchó, pero no se atrevió a levantar la voz.
Janet se acercó al teléfono y llamó a Star. Media hora después, salió de la habitación de la niña con sus planes perfectamente trazados y acudió a ver a Ninian.
– ¿Te has enterado? -preguntó él, y ella asintió.
– Mira, tengo que sacar a Stella de aquí. Acabo de hablar sobre ello con Star.
Ninian se encogió ligeramente de hombros.
– ¿Y qué ha dicho Star? No tendrá muchos deseos de tener a Stella en la ciudad.
Janet tenía un aspecto muy decidido, con las cejas muy rectas, y una mirada muy firme en los ojos.
– Ya está todo arreglado. Sibylla Maxwell, la amiga de Star, se hará cargo de ella. Tiene un parvulario, con niños de aproximadamente la misma edad. Los Maxwell tienen una casa bastante grande en Sunningdale. Al parecer, Sibylla no hacía más que pedir a Star que llevara a Stella allí, así que todo está perfectamente solucionado. Cogemos el tren de las nueve quince en Ledbury.
Ninian ese quedó en pie, con el ceño fruncido.
– Stella tiene que salir de aquí…, en eso tienes toda la razón. Pero no estoy tan seguro en cuanto a ti. La policía querrá ver a todo el mundo.
– Star saldrá a recibirnos -informó ella, asintiendo-. Yo tomaré el siguiente tren de regreso.
– El de las once y media. Saldré a esperarte. ¿Cómo vas a ir a Ledbury? No sé si yo podré salir.
– He llamado un taxi. Voy ahora abajo para recoger el desayuno de Stella. ¿Puedes quedarte con ella hasta que regrese? No voy a dejarla salir de su cuarto hasta que llegue el taxi.
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