Patricia Wentworth - El Estanque En Silencio

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Ninguna ley impide que una famosa actriz, con mucho dinero y algún que otro remordimiento, quiera sentirse acompañada en su vejez, tras retirarse de la escena. Pero el sentido común debiera de impedir que, a cambio de no estar solo, una vieja rica reuniera en una solitaria mansión rural a un conjunto de parientes parásitos dispuestos a quedarse en exclusiva con su herencia. Porque así pasa lo que pasa: se empieza con envidias, rivalidades y rencores y se termina por encontrar cadáveres flotando en el estanque de la finca.

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Era una terrible conclusión, pero no podía llegar a otra. Consideró si sería posible arrodillarse sobre el parapeto o detrás de él y llevar a cabo ese horrible acto. El pequeño muro se elevaba unos cuarenta y cinco centímetros sobre el suelo que lo rodeaba, pero, en la parte del estanque, el agua llegaba hasta unos ocho o diez centímetros por debajo de su borde superior, una circunstancia que, sin duda alguna, se debía a las recientes lluvias. Si el autor del ataque asesino se había inclinado sobre el parapeto o se arrodilló en él, le habría sido perfectamente posible asegurarse de que la mujer caída no pudiera ya levantarse.

Su rostro tenía la más seria expresión cuando se volvió para marcharse. Aquí, en esta tarde calurosa, con el azul del cielo reflejándose en el estanque y el sol brillando sobre el agua, el lugar era agradable. Saldría el sol muchas veces y habría cielos azules, pero se preguntó cuánto tiempo pasaría antes de que alguien permaneciera sentado en ese sitio, solo, para su solaz, o sin recordar que aquí se había cometido un asesinato.

Pero no había nadie que tuviera razón alguna para desear la muerte de Mabel Preston. Si había sido asesinada fue porque la confundieron con alguna otra persona. Se había teñido el cabello, imitando el de Adriana Ford. Acudió al lugar de su muerte llevando el abrigo de Adriana. Volvió a su mente la descripción que le había dado la propia Adriana del abrigo: grandes cuadros negros y blancos y una raya de color esmeralda. Aun en la oscuridad o a la vacilante luz de una linterna, un dibujo así llamaría en seguida la atención. Y Adriana había llevado aquel abrigo durante tanto tiempo que ni siquiera se permitía dárselo a Meriel. «Demasiado conocido y la gente hubiera ido diciendo por ahí que yo le daba mi ropa usada. ¡Y eso era precisamente lo que ella hubiera querido! Meriel es así.» ¿No era eso lo que había dicho Adriana… o algo parecido?

Cuando pasó el arco, bajo el seto, el sol lanzó un destello de color y se detuvo. Cogido entre una ramita y otra había un diminuto trozo de tela. En realidad, era un simple jirón y si el sol no hubiera brillado sobre él, habría pasado sin darse cuenta. Cuando lo hubo desenredado se encontró en las manos con unos cuantos hilos de seda del color conocido como ciclamen. Los colocó cuidadosamente en la palma de su guante y regresó a la casa.

Invitada a tomar el té en las habitaciones de Adriana, le mostró el jirón.

– ¿Hay alguien en la casa que tenga un vestido de este color?

Adriana se lo quedó mirando con desaprobación.

– Meriel tiene uno… y es bastante horrible. Se ha de tener el pelo blanco y una buena piel y un maquillaje perfecto para tener buen aspecto con un color magenta. Meriel no es precisamente muy elegante y tampoco se preocupa demasiado. Llevaba ese vestido el día de la fiesta y tenía un aspecto horrible. Su lápiz de labios era excesivamente fuerte por lo menos en tres tonos. Pero no vale la pena decirle a ella nada de eso… Es entonces cuando tiene un ataque de mal genio. ¿De dónde ha sacado esos hilos? No me disgustaría nada que se hubiera roto ese vestido y no pudiera llevarlo más. Y bien, ¿de dónde los ha sacado?

– Quedaron enganchados en el seto que rodea el estanque.

– ¿En el seto? -preguntó Adriana con voz penetrante.

– En la parte interior de uno de los arcos. Los vi cuando estaba a punto de marcharme. No me habría dado cuenta de no haber sido porque el sol brilló en aquel momento sobre ellos.

Adriana no dijo nada. Su rostro se convirtió en una máscara. Antes de que pudiera hablar, entró Meeson con el té. Cuando estaba a punto de marcharse, Adriana la llamó.

– Gertie, echa un vistazo a esto -y extendió hacia ella el jirón de tejido.

Meeson chasqueó la lengua.

– ¡No es algo típico de esa Meriel! Paga veinte guineas por un vestido, y sé que las pagó porque he visto la factura… lo deja tirado por su habitación y el viento se lo tira al suelo. Y después va y lo estropea el primer día que se lo pone.

– ¡Oh! Se lo estropeó, ¿verdad? ¿Fue el sábado?

Meeson asintió.

– No puedo decir que me sintiera muy impresionada por el vestido, pero ella lo estropeó del todo. Se derramó café por encima, y con lavandería o sin ella, ¡esa mancha ya no sale del todo!

– ¿Así que se derramó café en el vestido?

– Dijo que alguien le empujó el codo. «Dios -le dije-, ¿qué has hecho en el vestido?» y ella me contestó que alguien le había empujado el codo. «Bueno -dije-, tratándose de café no se le va a poder quitar del todo, se lo aseguro.» ¡Y ella siguió su camino y pasó a mi lado como si yo no estuviera allí! ¡Pero así es Meriel! Cuando ella ha hecho alguna cosa, bueno, siempre ha tenido que ser por culpa de alguien. ¡Así es ella desde que era niña!

Pudo haber seguido hablando de este modo, pero fue interrumpida por una pregunta.

– ¿Cuándo ocurrió todo eso?

– ¿Cuándo ocurrió el qué?

Adriana hizo un gesto de impaciencia.

– Todo ese asunto del café derramado.

– ¿Y cómo voy a saberlo?

– Sabrás al menos cuándo viste a Meriel con el vestido manchado de café.

Meeson entornó los ojos.

– ¡Ah, eso! Veamos… Debió ser aproximadamente cuando todo el mundo estaba a punto de marcharse, porque pensé para mí misma: «Bueno, de todos modos la fiesta ya ha terminado prácticamente, y eso es mejor que si le hubiera sucedido antes.»

– ¿Qué ha hecho ella con el vestido?

– Llevarlo a la lavandería el lunes. Pero no van a conseguir nunca sacar esas manchas del todo, y así se lo dije. «Llévelo al tinte -le dije-, y que hagan un buen trabajo con él… negro, o marrón, o un buen azul marino. Un buen azul marino siempre es muy elegante.» Y por una vez en su vida, no tuvo nada que decir.

Una vez que se hubo marchado Meeson, Adriana miró con expresión desafiante a Miss Silver y dijo:

– ¿Y bien?

Miss Silver había estado haciendo labor de punto, en actitud muy pensativa. De hecho, se encontraba en el proceso de sumar dos y dos. Y el resultado era un feo cuatro.

– ¿Qué piensa usted misma de todo esto, Miss Ford? -preguntó.

Adriana levantó la tetera y empezó a servir el té. Su mano era perfectamente firme.

– Que acudió al estanque en algún momento, mientras llevaba puesto ese vestido.

– Así es.

– Estuvo en el guardarropa durante todo el tiempo, mientras iba llegando la gente, pero una vez que el salón se llenó no estoy segura de si estaba allí o no. Podría haber salido, sólo que… ¿por qué hubiera querido hacerlo?

– ¿No había llevado ese vestido antes?

– No.

– Entonces, seguro que salió fuera, puesto que encontré este jirón prendido en el seto del estanque.

– ¿Toma usted leche y azúcar? -preguntó Adriana con tranquilidad.

Miss Silver emitió su ligera tos formal.

– Leche, por favor, pero sin azúcar -dejó a un lado su bolsa de labor de punto, cogió la taza y siguió hablando como si no se hubiera producido ninguna interrupción-. Nos encontramos, entonces, con dos hechos seguros. Miss Meriel fue al estanque y en algún momento hacia el final de la fiesta le dijo a Meeson que se había derramado café en el vestido. ¿Se dio usted cuenta de la existencia de esas manchas de café? ¿Ya fuera durante la fiesta o después?

Adriana pareció asombrada. Terminó de servir té y dejó la tetera. Después, dijo:

– ¡Pero si se había cambiado…! Cuando llegué al descansillo y todos ellos estaban en el vestíbulo, ¡se había cambiado de vestido!

– ¿Está segura de eso?

– Claro que estoy segura. Se había puesto su viejo vestido de crespón gris. Un vestido horrible… No puedo imaginarme por qué se lo compró, pero ella nunca ha tenido buen gusto para la ropa.

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