Donna Leon - La otra cara de la verdad

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Cuando el comisario Brunetti conoce a Franca Marinello, esposa de un hombre de negocios veneciano, descubre que está lejos de ser la rubia superficial que el vestuario caro y el notorio lifting facial hacían prever. Su evidente operación estética pasa a un segundo plano cuando en su conversación alude a Cicerón y Virgilio. Varios días más tarde, Filipo Guarino, jefe local de los carabinieri, acude a Brunetti para investigar la muerte del dueño de una compañía de camiones, presuntamente relacionada con el transporte ilegal de residuos y la llamada ecomafia. Las pesquisas del comisario demuestran que la deslumbrante Franca Marinello ha estado en contacto con el principal sospechoso, un hombre siniestro con un violento pasado. Pero la verdad siempre tiene un lado oculto.

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– Muchas gracias, comisario -dijo Alvise poniéndose de pie-. Ahora mismo bajo y lo invito.

– Bien -dijo Brunetti sonriendo ampliamente, satisfecho de ver que su interlocutor empezaba a parecerse al viejo Alvise.

El agente arrastró la silla al levantarse, y Brunetti cedió al impulso de decir:

– Bienvenido, Alvise.

– Gracias, comisario -respondió el agente cuadrándose y saludando militarmente-. Me alegro de haber vuelto.

Capítulo 11

La questura y los pensamientos acerca del muerto al que no había conocido acompañaron a Brunetti camino de su casa a la hora de la cena. Paola advirtió esta compañía cuando su marido no alabó -ni terminó- la coda di rospo con scampi y tomate y se fue a la sala a leer dejando en la botella una tercera parte de Graminé.

Llevó mucho tiempo fregar los platos y, cuando Paola salió de la cocina, lo encontró frente a la puerta vidriera de la terraza, mirando en dirección al ángel del campanile de San Marcos, visible hacia el Sureste. Ella dejó el café en la mesita frente al sofá.

– ¿Tomarás grappa con el café, Guido?

Él movió la cabeza negativamente sin decir nada. Paola se puso a su lado y, como él no le rodeara los hombros con el brazo, le dio un pequeño empujón con la cadera.

– ¿Qué ocurre? -preguntó.

– No me parece bien meterte en esto -dijo él finalmente.

Ella dio media vuelta, fue hacia el sofá, se sentó y tomó un sorbo de café.

– Podía haberme negado.

– Pero no te negaste -dijo él, y se sentó a su lado.

– ¿De qué se trata?

– Ese hombre asesinado en Tessera.

– Eso ya lo leí en los periódicos, Guido.

Brunetti levantó la taza de café.

– ¿Sabes una cosa? -dijo después del primer sorbo-. Quizá sí que tome una grappa. ¿Queda algo de Gaja? ¿Barolo?

– Sí -respondió ella acomodándose en el sofá-. ¿Querrás traer un vaso para mí?

Brunetti no tardó en volver con la botella y dos vasos y, mientras bebían, relató la mayor parte de lo que Guarino le había dicho y terminó explicando el porqué del envío de la foto al correo de Paola al día siguiente. También trató de analizar sus contradictorios sentimientos acerca de su intervención en la investigación de Guarino. No era asunto suyo, era competencia de los carabinieri. Quizá le halagaba que le hubieran pedido ayuda, por una vanidad que no difería de la de Patta cuando se autotitulaba «persona al frente». O quizá era el afán de demostrar que él era capaz de hacer lo que no podían conseguir los carabinieri.

– Disponer de una foto no facilitará a la signorina Elettra la tarea de encontrarlo -reconoció-. Pero quería forzar a Guarino a hacer algo, aunque no fuera más que para obligarle a reconocer que me había mentido.

– O que se había reservado información -matizó Paola.

– De acuerdo, si insistes -admitió Brunetti sonriendo.

– ¿Y él quiere que le ayudes a descubrir si alguien que vive cerca de San Marcuola es capaz de… de qué?

– De cometer un crimen con violencia, supongo. Quizá Guarino piense que el hombre de la foto es el asesino. O, por lo menos, que está complicado en el asesinato.

– ¿Lo piensas tú?

– No sé lo suficiente como para pensar algo. Sólo sé que este hombre encargaba a Ranzato transportes ilegales, que viste bien y que se citó con alguien en la parada de San Marcuola.

– ¿No has dicho que vivía allí?

– No exactamente.

Paola cerró los ojos haciendo alarde de paciencia y dijo:

– Nunca sé si eso quiere decir sí o no.

Brunetti sonrió.

– En este caso, quiere decir que lo supuse.

– ¿Por qué?

– Porque él quedó en encontrarse con alguien allí una noche, y lo que hacemos cuando alguien viene a la ciudad es esperarlo en el embarcadero que está cerca de donde vivimos.

– Sí -dijo Paola, y añadió-: Profesor.

– Déjate de burlas, Paola. Es evidente.

Ella se inclinó y asiéndolo de la barbilla con el índice y el pulgar le hizo volver la cara con delicadeza.

– También es evidente que las opiniones acerca de si una persona viste bien pueden diferir.

– ¿Qué? -preguntó Brunetti, interrumpiendo el movimiento de su brazo hacia la botella de grappa -. No sé a qué te refieres. Además, también dijo que la forma de vestir del hombre era ostentosa, aunque no sé qué significa eso exactamente.

Paola estudiaba la cara de su marido como si fuera la de un desconocido.

– Lo que consideramos «ostentoso» o «vestir bien» depende de cómo vestimos nosotros, ¿no te parece?

– Sigo sin comprender -dijo Brunetti levantando la botella.

Paola rechazó con un ademán su ofrecimiento de más grappa y dijo:

– ¿Te acuerdas de aquel caso, hará unos diez años, en el que, durante una semana, tenías que ir cada noche a Favaro para interrogar a un testigo?

Él hizo memoria, recordó el caso, la infinidad de mentiras y el fracaso final.

– Sí.

– ¿Recuerdas que, al regreso, los carabinieri te dejaban en Piazzale Roma, y allí tomabas el Uno hasta casa?

– Sí -respondió él, preguntándose adonde querría ir a parar su mujer. ¿Sugería que también este caso empezaba a oler a fracaso, tal como intuía él mismo?

– ¿Y te acuerdas de la gente que me decías que veías todas las noches en el vaporetto? Tipos de pinta sospechosa con rubias chabacanas. Ellos, con chupa de cuero; y ellas, con minifalda también de cuero.

– ¡Ay, Dios! -exclamó Brunetti dándose en la frente una palmada tan fuerte que lo lanzó hacia el respaldo del sofá-. «Los que tienen ojos y no ven» -dijo.

– Guido, haz el favor, no empieces ahora tú a citar la Biblia.

– Perdona. Ha sido la impresión -dijo él sonriendo de oreja a oreja-. Eres un genio. Pero eso hace años que lo sé. Pues claro, pues claro. El Casino. Naturalmente: se encontraban en San Marcuola para ir al Casino. Un genio, un genio.

Paola levantó una mano en ademán de modestia, falsa, evidentemente.

– Guido, es sólo una posibilidad.

– Sí; sólo una posibilidad -convino Brunetti-. Pero tiene sentido y, por lo menos, me da ocasión de hacer algo.

– ¿Hacer algo?

– Sí.

– ¿Como, por ejemplo, ir al Casino tú y yo?

– ¿Tú y yo?

– Sí.

– ¿Por qué tú y yo?

Paola levantó el vaso y él le sirvió otra dosis de grappa. Ella tomó un sorbo, asintió con un gesto de aprobación tan vigoroso como había sido el de él y dijo:

– Porque, en el Casino, nada llama tanto la atención como un hombre solo.

Brunetti fue a protestar, pero ella atajó su oposición levantando el vaso entre ambos.

– No puedes estar todo el rato paseándote y mirando a los de las mesas sin jugar. ¿Qué mejor manera de hacer que la gente se fije en ti? Y, si empiezas a jugar, ¿qué harás? ¿Dedicar la noche a perder el apartamento? -al ver que la cara de él empezaba a relajarse, preguntó-: No pretenderás que la signorina Elettra cargue eso en la cuenta de material de oficina, ¿verdad?

– Supongo que no -admitió Brunetti, en patente claudicación.

– Hablo en serio, Guido -dijo ella dejando el vaso en la mesa-. Allí dentro tienes que aparentar naturalidad y, si vas solo, parecerás un policía que merodea o, en cualquier caso, un individuo que merodea. Pero, si vas conmigo, por lo menos podremos charlar y reír y fingir que lo pasamos bien.

– ¿Quiere eso decir que no vamos a pasarlo bien?

– ¿Podrías pasarlo bien viendo a la gente perder dinero en el juego?

– No todos pierden -dijo él.

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