Donna Leon - Veneno de Cristal

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¿Qué amenaza se cierne sobre las aguas de la laguna de Venecia? La aparición de un hombre muerto frente a uno de los hornos de fundición de una fábrica de cristal de Murano implicará al comisario Brunetti en una asombrosa trama en la que se mezclan la corrupción política y los delitos ecológicos. La víctima ha dejado pistas en un ejemplar de un libro de Dante, y Brunetti deberá adentrarse en el Infierno para descubrir quién es el autor del crimen y qué intereses ocultos se mueven en la isla de Murano.
Navegando por Venecia, caminando por callejones estrechos y en bares sombríos, Donna Leon nos descubre esa Venecia casi legendaria donde cualquier misterio es posible. Veneno de cristal es una obra fascinante, la mejor Donna Leon en su intriga más inteligente.
«Donna Leon tiene una capacidad maravillosa para captar los males que se esconden detrás de la fachada de la ciudad mágica», The Times.
«Donna Leon es una de las más interesantes damas del crimen», Manuel Rodríguez Rivero, El País.
«Una de las series de detectives más exquisitas e inteligentes jamás escritas», The Washington Post.
«Una de las mejores y más populares escritoras policíacas de nuestros días», El Mundo.

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Ante semejante perspectiva, Brunetti sintió el deseo de salir de la questura; fue un impulso irresistible que le hizo levantarse y bajar la escalera. Aunque no hiciera nada más que ir hasta la esquina a tomar un café, por lo menos, sentiría el sol en la cara y quizá captaría un soplo de perfume de las lilas del otro lado del canal. Parecía que habían pasado muchas cosas y, sin embargo, aún era primavera.

Y eran lilas lo que encontró, pero dentro de la questura. La signorina Elettra bajaba la escalera, con una blusa que él no le conocía: sobre un fondo de seda de color crema, unas panículas de color rosa y magenta competían entre sí, aunque era el buen gusto el que salía vencedor.

– Ah, comisario -dijo ella, mientras Brunetti le sostenía la puerta-. Lamentándolo mucho, tengo que darle una mala noticia.

Su sonrisa desmentía sus palabras, y Brunetti preguntó en el mismo tono:

– ¿Qué mala noticia?

– Lo siento, no ha ganado en la lotería.

– ¿Lotería? -preguntó Brunetti, distraído por las lilas y por el aire cálido que los envolvió al salir.

– El vicequestore ha recibido carta de la Interpol. -Ella borró la sonrisa y añadió-: No ha sido seleccionado para el cargo de Inglaterra.

Se habían detenido y el reverbero del canal les bailaba en la cara.

– Esa noticia supone un grave perjuicio para la nación -dijo Brunetti con voz grave.

Ella sonrió, dijo que estaba segura de que el vicequestore tendría la suficiente fortaleza de ánimo para soportarlo, dio media vuelta y se alejó.

Brunetti vio a Foa seguir con la mirada a la signorina Elettra desde la cubierta de la lancha. Cuando ella dobló la esquina, el piloto miró a Brunetti.

– ¿Lo llevo, comisario? -preguntó.

– ¿No está de servicio?

– Hasta las dos, no. A esa hora he de recoger al vicequestore en el Harry's Bar.

– Ah -musitó Brunetti, reconociendo el buen gusto de su superior-. ¿Y hasta entonces?

– Imagino que debería quedarme aquí, por si hay alguna llamada -dijo el piloto, sin entusiasmo-, pero preferiría que usted me pidiera que lo llevara a algún sitio. Hace tan buen día…

Brunetti levantó una mano para protegerse los ojos del sol de la mañana.

– Sí -dijo, dejándose contagiar del buen humor de Foa-. ¿Y si fuéramos Gran Canal arriba?

Cuando pasaban por delante del Harry's Bar, donde Patta estaría ahora departiendo con algún poderoso, Brunetti empezó a percibir la vuelta a la vida de los jardines de una y otra orilla. El azafrán silvestre se disimulaba entre los arbustos mientras los narcisos no hacían nada por esconderse. El magnolio habría florecido dentro de una semana, o antes, si llovía.

Vio la placa que señalaba la casa de lord Byron, quien, lo mismo que el pequeño Brunetti, había nadado en estas aguas. Eran otros tiempos.

– ¿Vamos a Sacca Serenella? -preguntó Foa mirando el reloj-. Tendría tiempo hasta de almorzar allí.

– Gracias, Foa, pero no creo que vaya a volver a Murano por ahora, por lo menos, para asuntos de trabajo.

– Sí, ya lo he leído, y Vianello me ha contado algo -dijo Foa saludando con la mano a un gondoliere que pasaba a cierta distancia por delante de ellos-. ¿Así que pueden contaminar cuanto quieran y no les pasa nada?

– Los tubos de la fábrica de Fasano habían sido tapados no se sabe cuándo. Quizá hace años -explicó Brunetti-. Y no hay pruebas de que él estuviera enterado de su existencia. Pudo ponerlos su padre. Incluso su abuelo.

– Todos han sido unos canallas roñosos -dijo Foa.

– ¿Quién lo dice?

Foa apartó una mano del timón, se desabrochó la chaqueta y se aflojó el nudo de la corbata en deferencia al sol.

– El padre de un amigo que vive allí y los conoció a los dos, al padre y al abuelo. Y un tío mío que trabajó para el padre. Dice que habría hecho cualquier cosa para ahorrarse cincuenta liras. -Y, con una risa incipiente, como si acabara de recordar algo, agregó-: Y un antiguo compañero del colegio.

– ¿Qué le parece tan divertido? -preguntó Brunetti, con la mirada puesta en los árboles de un jardín de su izquierda.

– Mi amigo es capitán de la ACTV -dijo Foa, con un resto de hilaridad en la voz-. Vive en Murano, y conoce a Fasano, y su padre conocía al padre, etcétera. – Este tipo de conocimiento era muy frecuente, y Brunetti asintió-. Un par de días atrás me contó que, hará cosa de una semana, pillaron a Fasano en su barco viajando sin pagar. Decía que había olvidado sellar el billete, pero lo cierto es que ni lo llevaba.

– ¿Los revisa el capitán? -preguntó Brunetti, intrigado por quién llevaría el barco en tal caso.

– No, no, los revisores. Normalmente, sólo trabajan de día, pero desde hace cosa de un mes también vigilan de noche, porque es cuando el público no se lo espera. -Foa se interrumpió para lanzar un grito de saludo a un hombre que pasaba en una barca de transporte muy cargada, y Brunetti pensó que el tema se había agotado. Pero el piloto prosiguió-: Lo cierto es que reconoció a Fasano, que viajaba de pie en cubierta, y al final de la travesía, sabiendo quién era, preguntó a los revisores qué les había dicho. Lo de siempre: «He olvidado sellar el billete.» «Se me pasó sacarlo.» Las excusas habituales -dijo Foa riendo-. Una vez, una mujer hasta les dijo que iba al hospital a dar a luz.

– ¿Y qué pasó?

– El revisor le pidió que se abriera el abrigo, y estaba tan delgada como… -Foa miró a Brunetti-. Tan delgada como yo -terminó. Quizá para poner fin a una pausa incómoda, el piloto volvió al tema principal-. Los revisores pidieron a Fasano la tarjeta de identidad y él dijo que no la llevaba. Que había olvidado la cartera en casa. Pero luego sacó dinero y pagó la multa en el acto. Dijo Nando que, con lo tacaño que es Fasano, creyó que les daría el nombre y luego haría que algún amigo se la pagara, pero pagó en ese momento, antes de que pudieran tomarle el nombre, para enviarle la notificación y la multa.

Brunetti volvió la cabeza, saliendo de la contemplación del avance de la primavera, y preguntó:

– ¿Qué barco era?

– El 42 -respondió Foa-. Iba a la fábrica.

– ¿Por la noche?

– Sí. Eso me dijo Nando.

– ¿Le dijo la hora?

– ¿Eh? -preguntó Foa, acercándose a un barco de carga.

– ¿Le dijo a qué hora ocurrió?

– No que yo recuerde. Pero normalmente los de ese turno terminan a medianoche -respondió Foa, avisando con un largo toque de sirena al barco al que estaban adelantando.

– ¿Cuándo ocurrió eso exactamente? -preguntó Brunetti.

– Fue la semana pasada, me parece -respondió Foa-. Eso me dijo Nando por lo menos. ¿Por qué?

– ¿Podría comprobarlo?

– Supongo que sí. Si él lo recuerda -dijo Foa, intrigado por la repentina curiosidad de su superior.

– ¿Querría usted llamarlo?

– ¿Cuándo?

– Ahora.

Si la petición le pareció extraña, Foa no lo demostró. Sacó el telefonino, pulsó unas teclas, miró la pantalla y pulsó más teclas.

Ciao, Nando -dijo-. Sí, soy Paolo. -Hubo una pausa larga y Foa prosiguió-: Estoy trabajando y tengo que hacerte una pregunta. ¿Recuerdas que me dijiste que la semana pasada llevabas a Fasano en el barco y lo multaron por viajar sin billete? Sí. ¿Sabes qué noche fue? -Siguió un silencio, Foa se apoyó el móvil en el pecho y dijo-: Está mirando su registro.

– Pregúntele qué hora era, por favor -dijo Brunetti.

El piloto asintió y se puso el teléfono entre el hombro y el oído, y Brunetti contempló la fachada de Ca' Farsetti, el ayuntamiento. Qué bella, tan blanca, tan perdurable, con las banderas delante, sacudidas por el viento. Gobernar Venecia ya no era gobernar el Adriático y Oriente, pero aún era algo.

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