Donna Leon - Justicia Uniforme

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Un cadete de una academia militar de élite aparece ahorcado. Todo indica que se trata de un suicidio, pero el comisario Brunetti empieza a sospechar del muro de silencio que levantan ante él todos los miembros de la academia, sea cual sea su graduación. El célebre detective está convencido de que tiene entre manos un delicado caso de asesinato que trasciende a la propia institución, pero su infalible olfato se confirma cuando conoce la identidad del padre del fallecido: un ex miembro del Parlamento italiano que dimitió de su cargo de forma tan repentina como polémica. ¿Qué relación existe entre el férreo código de honor de la academia y las más altas instancias del ejército y la política?
«A pesar de la seriedad de los asuntos que tratan, los libros de Donna Leon se iluminan con el enorme encanto de su ambientación y la humanidad de sus personajes.» The New York Times Book Review
«Justicia uniforme es un claro ejemplo de equilibrio. Su delicada prosa y encanto contrarrestan su dureza.» The Washington Post
«Novela negra de primer orden: intensa, relevante y llena de humanidad.» The Guardian
«Donna Leon es probablemente la mejor escritora de novela negra.» The Chicago Tribune.

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Nada de lo que había hecho la paloma recordaba los sucesos del día anterior, pero, cuando la cabeza del animal desapareció debajo del ala, Brunetti tuvo una clara visión de la cara de Ernesto Moro en el momento en que Vianello la cubría con la punta de la capa.

Brunetti se levantó de la cama y, rehuyendo el espejo, se fue al cuarto de baño a ducharse. Mientras se afeitaba, no tenía más remedio que afrontar su propia mirada, y en la cara que veía ante sí había aquel cansancio y aquella desesperanza que había visto en la de todos los padres afligidos con los que había tenido que hablar. ¿Cómo explicar la muerte de un hijo o, aunque pudiera explicarse, qué palabras podrían contener la avalancha de dolor que desataba la noticia?

Paola y los chicos ya se habían marchado hacía rato, y Brunetti se alegró de poder tomar el café en una pastieccria familiar, en la que la conversación no pasaría del comentario trivial que hiciera algún conocido. Compró II Tempo y // Gazzettino en la edicola de Campo Santamarina y entró en Didovich a tomar café y un brioche.

Cadete de academia veneciana de ELItE SE ahorca, declaraba el primero en una de las páginas interiores, mientras que el segundo publicaba en primera plana el titular: El hijo de un ex parlamentario, hallado muerto En San Martino. Los titulares en minúsculas informaban a la ciudadanía de Venecia de que el padre de la víctima había renunciado a su escaño en el Parlamento después de que su controvertido informe sobre la atención médica fuera condenado por el entonces ministro de Sanidad, agregaba que la policía investigaba la muerte del chico y que sus padres estaban separados. Al leer los párrafos iniciales, Brunetti comprendió que todos los lectores, con independencia de la información contenida en el resto del artículo, sacarían la conclusión de que los padres, o su forma de vida, habían tenido alguna relación con la muerte del chico o, incluso, sido directamente responsables de ella.

– Qué horror, ¿no? Ese chico -dijo al dueño una de las mujeres que estaban sentadas ante la barra, agitando una mano en dirección al periódico de Brunettl La mujer mordió el brioche y meneó la cabeza.

– ¿Qué les pasa a los jóvenes de hoy? Con todo lo que tienen, y no están contentos. Me gustaría saber por qué -respondió otra.

A lo que, como obedeciendo a una señal, agregó una tercera, que tenía el pelo del típico color caoba posmenopáusico, dejando la taza en el platillo con un sonoro chasquido

– Porque los padres no les atienden como es debido. Yo me quedé en mi casa, cuidando de mis hijos, y no tuvimos esos problemas. -Un oyente ajeno a esta cultura hubiera podido suponer que los hijos de las mujeres que trabajan no tienen más opción que la del suicidio. Las tres mujeres movieron la cabeza de arriba abajo en unánime condena de esta nueva prueba de la perfidia y la ingratitud de los jóvenes y de la irresponsable conducta de todos los padres que no hacían lo que habían hecho ellas.

Brunetti dobló el periódico, pagó y salió de la pasticceria. Los mismos titulares clamaban desde los carteles amarillos pegados a la pared posterior de la edicola. El único consuelo que encontraba Brunetti en esta última prueba de la falsedad de la prensa, era que el auténtico dolor que padecían los Moro los blindaba contra esta clase de ataques.

Una vez en la questura, Brunetti subió directamente a su despacho. Había más carpetas encima de la mesa. Marcó el número de la signorina Elettra, que contestó diciendo:

– Él quiere verlo inmediatamente.

Ya había dejado de sorprender a Brunetti que la signorina Elettra supiera quién hacía la llamada: la joven había gastado una considerable suma de fondos de la policía en hacer que Telecom le instalara en el despacho una nueva línea telefónica, pese a que, por el momento, el presupuesto no alcanzaba para que alguien más que ella pudiera disponer de un terminal en el que apareciera el número del que llamaba. Tampoco tuvo que pensar mucho para adivinar a quién se refería con el pronombre, ya que ella lo utilizaba exclusivamente para aludir a su inmediato superior, el vicequestore Giuseppe Patta.

– ¿Inmediatamente, ya? -preguntó él.

– Mejor inmediatamente, ayer tarde -respondió ella.

Brunetti bajó sin detenerse a abrir las carpetas. Esperaba encontrar a la signorina Elettra en su sitio, pero el despacho estaba vacío. Se volvió a mirar a! pasillo, y tampoco allí la vio.

Reacio a presentarse ante Patta sin tener un indicio del humor de su superior o del motivo de la llamada, Brunetti pensó en volver a su despacho a leer las carpetas o ir a la oficina de agentes, para ver si estaban Vianello o Pucetti. Mientras dudaba, se abrió la puerta del despacho del vicequestore Patta y apareció la signorina Elettra, que hoy vestía lo que parecía una cazadora de bombardero ceñida a la cintura y holgada de busto y mangas; es decir, una cazadora de un bombardero que tuviera predilección por los uniformes de seda natural color albaricoque.

Patta dominaba todo el antedespacho desde su mesa.

– Brunetti -gritó-. Tengo que hablar con usted.

Al volverse hacia la puerta, Brunetti miró a la signorina Elettra, que no tuvo tiempo sino de apretar los labios en señal de contrariedad o, quizá, repugnancia. Y se cruzaron como dos barcos en la noche, sin apenas una señal.

– Cierre la puerta -dijo Patta levantando la mirada de los papeles que tenía encima de la mesa y bajándola enseguida. Mientras se volvía para obedecer, Brunetti se dijo que el no empleo de la fórmula «por favor» era un indicio del tono que tendría la conversación. El mero hecho de que Brunettí hubiera tenido tiempo de formular este pensamiento excluía ya toda posibilidad de que la entrevista fuera a ser un amigable cambio de impresiones entre colegas. Una demora breve era como cuando un cochero hace restallar el látigo para llamar la atención del caballo sin tocarlo: una señal para dar a entender quién es el que manda, pero sin infligir daño. Un retraso más prolongado indicaría la irritación de Patta sin revelar la causa. Su omisión, como en este caso, demostraba miedo o furor. La experiencia había enseñado a Brunetti que lo más peligroso era lo primero, porque el miedo inducía a Patta a poner en peligro las carreras de los demás, a fin de proteger la propia. Esta valoración ya estaba terminada mucho antes de que Brunetti se volviera hacia su superior, por lo que la visión de un Patta furibundo no le intimidó.

– ¿Sí, señor? -preguntó con gesto serio, sabedor de que, en estos momentos, se esperaba de él neutralidad de expresión y de tono. Esperó a que Patta le indicara una silla, imitando deliberadamente el comportamiento de! perro inferior.

– ¿Qué está esperando? -masculló Patta aún sin mirarlo-. Siéntese.

Brunetti obedeció en silencio, apoyando los brazos en los del sillón con horizontal simetría. Esperó, preguntándose qué escena iba a representar Patta y cómo iba a representarla. Pasó un minuto en silencio. Patta seguía leyendo la carpeta que tenía delante, volviendo una hoja de vez en cuando.

Al igual que la mayoría de los italianos, Brunetti respetaba y admiraba la belleza. Él procuraba rodearse de belleza: su esposa, la ropa que usaba, los cuadros de su casa, incluso el pensamiento que contenían los libros que leía. Él gozaba de la belleza. Y, cada vez que se encontraba frente a Patta después de una semana sin verlo, no podía menos que preguntarse cómo un hombre tan bien parecido podía carecer de todas las cualidades que normalmente se asocian con la belleza. Su porte erguido era una postura meramente física, porque en ética Patta era una anguila, la mandíbula indicaba una firmeza de carácter que sólo se manifestaba en la obstinación, y los ojos oscuros y brillantes sólo veían lo que querían ver.

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