Donna Leon - Justicia Uniforme

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Un cadete de una academia militar de élite aparece ahorcado. Todo indica que se trata de un suicidio, pero el comisario Brunetti empieza a sospechar del muro de silencio que levantan ante él todos los miembros de la academia, sea cual sea su graduación. El célebre detective está convencido de que tiene entre manos un delicado caso de asesinato que trasciende a la propia institución, pero su infalible olfato se confirma cuando conoce la identidad del padre del fallecido: un ex miembro del Parlamento italiano que dimitió de su cargo de forma tan repentina como polémica. ¿Qué relación existe entre el férreo código de honor de la academia y las más altas instancias del ejército y la política?
«A pesar de la seriedad de los asuntos que tratan, los libros de Donna Leon se iluminan con el enorme encanto de su ambientación y la humanidad de sus personajes.» The New York Times Book Review
«Justicia uniforme es un claro ejemplo de equilibrio. Su delicada prosa y encanto contrarrestan su dureza.» The Washington Post
«Novela negra de primer orden: intensa, relevante y llena de humanidad.» The Guardian
«Donna Leon es probablemente la mejor escritora de novela negra.» The Chicago Tribune.

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Uno de ellos, pensó Brunetti, debía de haber tenido una ocurrencia graciosa, o quizá les hizo reír algo que habían visto en la playa. O una payasada del fotógrafo. A Brunetti le llamó la atención que, de los tres, Federica fuera la que tenía el pelo más corto: sólo unos centímetros, como un chico. Aquel corte de pelo masculino contrastaba con su figura exuberante y la espontánea ternura con que abrazaba a su marido.

¿Quién podía atreverse a publicar una foto semejante y quién podía haberla dado al periódico, sabiendo cómo sería utilizada? Brunetti desprendió el recorte y lo metió en la carpeta. Encima estaba anotado el mismo número que le había dado la signara Ferro. Él lo marcó, olvidando la indicación de dejarlo sonar una vez y volver a marcar.

Una voz femenina contestó a la cuarta señal diciendo sólo:

– ¿Sí?

– ¿La signara Moro? -preguntó Brunetti.

– Sí.

– Comisario Guido Brunetti, signara. De la policía. Le estaría muy agradecido si pudiera dedicar unos minutos a hablar conmigo. -Calló un momento, esperando la respuesta y agregó-: De su hijo.

– Ah -dijo la mujer. Y nada más, durante mucho rato.

– ¿Por qué ha esperado hasta ahora? -dijo ella al fin, y él intuyó que la enojaba tener que hacer esta pregunta.

– No quise importunarla en los primeros momentos, signora. -Como ella no respondía, agregó-: Lo siento.

– ¿Tiene usted hijos? -lo sorprendió ella.

– ¿De qué edad?

– Una hija… -empezó él, y luego, rápidamente-: Y un hijo de la misma edad que el suyo.

– No ha empezado por ahí -dijo ella, como si la sorprendiera que él hubiera prescindido de ese recurso emocional.

A Brunetti no se le ocurría qué responder, y dijo:

– ¿Puedo ir a hablar con usted, signora?

– Puede venir cuando quiera -dijo la mujer, y él tuvo una visión de días, meses y años, toda una vida que se extendía ante ella.

– ¿Ahora?

– Dará lo mismo, ¿no? -preguntó ella. Era una demanda de información real, no una pose sarcástica ni autocompasiva.

– Tardaré unos veinte minutos.

– Aquí estaré -respondió la mujer.

Él había localizado la dirección en el plano y sabía cómo llegar. Hubiera podido tomar el barco hacia San Marco, pero prefirió ir andando por la Riva y cortar por la Piazza frente al Museo Correr. Se metió por Frezzerie y torció por la primera calle de la izquierda. Era la segunda puerta a mano derecha, el timbre de arriba. Oprimió el pulsador, la puerta se abrió sin que nadie preguntara y él entró.

El vestíbulo era húmedo y oscuro, a pesar de que por allí cerca no había ningún canal. Subió al tercer piso y, frente a sí, encontró una puerta abierta. Se paró en el umbral, gritó: «¿Signara Moro?», y al oír una voz en el interior, entró y cerró la puerta. Por un estrecho pasillo, cubierto por una alfombra barata hecha a máquina, Brunetti fue hacia el lugar de donde llegaba la luz.

A su derecha había una puerta abierta y él entró. En el otro extremo de la habitación, vio a una mujer sentada en una butaca. A su espalda había dos ventanas con cortinas por las que se filtraba la luz. Olía a humo de cigarrillo y, según le pareció, a bolas de naftalina.

– ¿Comisario? -preguntó ella alzando la cara para mirar en dirección a él.

– Sí, señora. Gracias por recibirme.

Ella desestimó sus palabras con un ademán de la mano derecha, que luego se llevó a los labios con el cigarrillo e inhaló profundamente.

– Ahí tiene una silla -dijo expulsando el humo y señalando una silla con asiento de rejilla que estaba arrimada a la pared.

Él la situó frente a la mujer, pero no muy cerca y un poco hacia un lado. Se sentó y esperó a que ella dijera algo. Para no parecer indiscreto, fijó la atención en las ventanas por las que se veía, al otro lado de la estrecha calle, las ventanas de otra casa. Poca era la luz que podía entrar por allí. Entonces la miró e, incluso en aquella extraña penumbra, pudo reconocer a la mujer de la foto. Parecía haberse sometido a una dieta intensiva que le hubiera chupado la carne de la cara y afilado la mandíbula de tal manera que parecía estar a punto de cortarle la piel. El mismo proceso había reducido su cuerpo a la estructura esencial de hombros, brazos y piernas, contenida en un grueso jersey y un pantalón oscuro que acentuaban la impresión de fragilidad.

Se hizo evidente que ella no pensaba hablar, que iba a permanecer allí sentada en su compañía, fumando.

– Tengo que hacerle unas preguntas, ¡ignora -empezó Brunetti, que entonces explotó en un súbito acceso de tos nerviosa.

– ¿Es el cigarrillo? -preguntó ella, volviéndose hacia la mesa de su derecha, como si fuera a apagarlo.

Él alzó una mano con gesto tranquilizador.

– En absoluto -jadeó, pero volvió a acometerle la tos.

La mujer aplastó el cigarrillo y se puso en pie. Él fue a levantarse, sacudido por la tos, pero ella lo detuvo con un ademán y salió de la habitación. Brunetti se sentó y siguió tosiendo con ojos llorosos. Ella regresó al cabo de un momento y le ofreció un vaso de agua.

– Beba despacio -fe dijo-. A sorbitos.

Temblando del esfuerzo por dominarse, él tomó el vaso moviendo la cabeza de arriba abajo en señal de agradecimiento y se lo llevó a los labios. Esperó a que remitieran los espasmos y bebió un pequeño sorbo, después otro y otro hasta que el vaso estuvo vacío y él pudo volver a respirar sosegadamente. De vez en cuando, una convulsión le sacudía el pecho, pero lo peor había pasado. Él se inclinó y puso el vaso en el suelo.

– Gracias -dijo.

– De nada -respondió ella volviendo a sentarse en la butaca. Brunetti observó que, instintivamente, la mujer alargaba la mano hacia la derecha, en busca del paquete de cigarrillos que estaba en la mesa, y luego la bajaba al regazo.

Ella lo miró y preguntó:

– ¿Nervios?

– Me parece que sí -sonrió é!-. Aunque quizá no debería decirlo.

– ¿Por qué no? -preguntó ella con interés.

– Porque soy policía, y se supone que no debemos dar señales de debilidad ni de nerviosismo.

– Es ridículo, ¿verdad?

Brunetti asintió y entonces recordó que ella era psicóloga.

Él carraspeó y preguntó:

– ¿Podemos empezar de nuevo, signora?

La sonrisa de ella fue mínima, el espectro de la que tenía en la foto que todavía estaba en la mesa del despacho.

– Imagino que no hay más remedio. ¿Qué es lo que desea saber?

– Me gustaría preguntarle por su accidente, signora.

La sorpresa de la mujer era patente, y él comprendía la razón. Su hijo acababa de morir en circunstancias que aún no estaban oficialmente determinadas, y el comisario le preguntaba por algo que había ocurrido hacía más de dos años.

– ¿Se refiere a lo de Siena? -dijo al fin.

– Sí.

– ¿Por qué quiere hablar ahora de aquello?

– Porque parece ser que entonces nadie sintió curiosidad.

Ella ladeó la cabeza mientras reflexionaba sobre su respuesta.

– Ya entiendo -dijo al fin, y agregó-: ¿Tendrían que haberla sentido?

– Eso es lo que espero averiguar, signora.

Se hizo el silencio. Brunetti no podía sino confiar en que ella se decidiera al fin a hablar de lo ocurrido. En el intervalo, ella miró dos veces al paquete de cigarrillos, y la segunda él estuvo tentado de decirle que por él podía fumar, pero no se lo dijo. Durante aquellos minutos de silencio, él examinó los pocos objetos que podía ver en la habitación: la butaca, la mesa, las cortinas de la ventana. Todo tenía un aire muy distinto de la funcional opulencia que había observado en casa de Moro. Aquí no se apreciaba preocupación por armonizar estilos ni otro objetivo que el de cubrir las necesidades más elementales.

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