– Ésa no es la noble postura propia de un defensor de la justicia y de los derechos de los oprimidos.
A su lado apareció Paola, que le dio un beso en la mejilla y, casi sin mirarlo, entró en la cocina.
– ¿Es la sopa de Guglieimo?
– La misma -dijo Paola destapando la olla y removiendo el contenido con una larga cuchara de madera-. Doce cabezas de ajo -dijo con un acento casi de respeto.
– Y siempre hemos sobrevivido -agregó Brunetti.
– Prueba de la intervención divina, imagino -apuntó Paola.
– Y, si hemos de creer a Guglieímo, cura infalible contra las lombrices y la hipertensión.
– Y sistema más infalible todavía para conseguir asiento en el vaporetto del día siguiente.
Brunetti se echó a reír, más relajado. Recordó al amigo Gugüelmo, que había sido agregado militar en El Cairo durante cuatro años, en los que había aprendido el árabe, abrazado el cristianismo copto y amasado una fortuna sacando de contrabando piezas arqueológicas en aviones militares. Guglieimo, como buen gastrónomo que era, ¡levó consigo no pocas recetas culinarias cuando abandonó el país, la mayoría de las cuales exigían desmesuradas cantidades de ajo.
– ¿Es cierto que se han encontrado ajos secos en sarcófagos de momias? -preguntó Brunetti apartándose de la puerta.
– Probablemente, también los encontrarías en los bolsillos del uniforme de gala de Guglieimo -dijo Paola, tapando la olla y mirando a su marido de frente por primera vez. Entonces cambió de tono-. ¿Qué te pasa?
El trató de sonreír, pero no pudo.
– Un mal día.
– ¿Qué ha sido?
– Un suicidio que quizá no lo sea.
– ¿Quién?
– Un muchacho.
– ¿Cuántos años?
– Diecisiete.
El hecho en sí y el género y la edad del muerto inmovilizaron a Paola. Aspiró profundamente, agitó la cabeza, como para expulsar un amago de superstición y le puso la mano en el brazo.
– Cuenta.
Por una razón que no comprendía, quizá también por superstición, Brunetti no quería tener que mirar a Paola mientras le hablaba de Ernesto Moro, de modo que se ocupó en bajar dos copas y sacar del frigorífico una botella de tocai. Destapó la botella con movimientos deliberadamente lentos, para que la operación le durase tanto como la explicación que tenía que dar.
– Estudiaba en San Martino. Nos llamaron esta mañana, y cuando llegamos lo encontramos colgado en la ducha. Es decir, Vianello lo encontró.
Sirvió las copas y ofreció una a Paola, que sin mirarla preguntó:
– ¿Quién era?
– El hijo de Fernando Moro.
– ¿El dottor Moro?
– Sí -dijo Brunetti, poniéndole la copa en la mano,'sin soltarla hasta que ella la tomó.
– ¿Él ya lo sabe?
Brunetti se volvió de espaldas a ella, dejó la copa y, a modo de distracción, abrió el frigorífico, en busca de algo que comer.
– Sí -respondió aún sin mirarla.
Ella no dijo nada mientras él revolvía en la nevera y sacaba un bote de plástico con aceitunas, que abrió y dejó en la encimera. Nada más verlas, oscuras y gordas, en el líquido amarillento, dejaron de apetecerle y volvió a tomar la copa. Ahora, sintiendo la atención de Paola, la miró.
– ¿Has tenido que decírselo tú?
– Ha llegado mientras yo estaba con el cadáver. Después he ido a su casa a hablar con él.
– ¿Hoy? -preguntó ella sin poder disimular el asombro, o quizá el horror.
– No he estado mucho rato -respondió él, y aún no había terminado de hablar cuando ya le pesaba haberlo dicho.
Paola le lanzó una rápida mirada, pero lo que vio en su cara la hizo desistir de todo comentario.
– ¿Y la madre? -preguntó.
– No sé dónde está. Me han dicho que la encontraría aquí, en la ciudad, pero no he podido llamarla.
Quizá su manera de decir «no he podido» hizo que Paola renunciara también a indagar en la razón, aunque sí preguntó:
– ¿Qué te hace pensar que no ha sido suicidio?
– El hábito -aventuró él.
– ¿Hábito de la duda?
– Puedes llamarlo así -dijo Brunetti y finalmente se permitió un sorbo de vino. Lo sintió fresco y ácido en la lengua y, aunque no lo reconfortó, sirvió para recordarle que en el mundo existían cosas reconfortantes.
– ¿Quieres que hablemos de ello? -preguntó Paola, tomando su primer sorbo de vino.
– Luego, quizá. Después de cenar.
Ella asintió, bebió otro sorbo y dejó la copa.
– Ahora podrías ir a leer un rato mientras pongo la mesa. Los chicos ya no tardarán -agregó, y los dos repararon en que la palabra «chicos», dicha con aquella naturalidad, significaba que, por lo menos para ellos, las cosas seguían lo mismo, que su familia estaba indemne. Como el caballo que hace un quiebro para sortear un agujero que se abre de pronto ante sus manos, su voz cambió de tono al decir, con forzada animación-: Y, en cuanto lleguen, cenamos.
Brunetti se fue a la sala. Dejó la copa en la mesa, se sentó en el sofá y se acercó el libro. Era la biografía del emperador Alejo escrita por Anna Conmena, su hija. Media hora después, cuando Chiara fue a decir a su padre que la cena estaba lista, lo encontró sentado en el sofá, con el libro, abierto y olvidado, en las rodillas, y la mirada fija en los tejados de la ciudad.
Brunetti confiaba en que, después de hablar a Paola de la muerte del muchacho, se mitigaría el horror que sentía, pero no fue así. En la cama, con su mujer acurrucada a su lado, seguía relatando los sucesos del día, consciente de lo incongruente del tema con la hora y el lugar. Cuando acabó de hablar, sin haber omitido de su relato la angustia que le había impulsado a escapar del despacho sin tratar de ponerse en contacto con la signora Moro, ella se incorporó apoyándose en un codo y le miró a la cara.
– ¿Durante cuánto tiempo más vas a poder seguir haciendo esto, Guido? -preguntó.
Él la miró un momento, al pálido resplandor de la ¡una, y enseguida volvió a contemplar la pared de enfrente, donde el espejo recogía la luz que reflejaban las baldosas de la terraza.
Ella dejó pasar un tiempo antes de apremiarle con un:
– ¿Qué dices?
– No lo sé -respondió él-. No podré pensar en eso hasta que esto acabe.
– ¿Si se falla que ha sido suicidio, no habrá acabado ya?
– No me refiero a que acabe así -dijo él despectivamente-. Quiero decir hasta que termine de verdad.
– ¿O sea, hasta que tú lo des por terminado? -preguntó ella. En otras circunstancias, ésa hubiera podido ser una pregunta retórica y hasta sarcástica, pero esta noche era sólo demanda de información.
– Supongo que sí -admitió él.
– ¿Y eso cuándo será?
El cansancio acumulado durante el día lo envolvía casi como acunándolo. Se le cerraban los ojos y se rindió al abrazo. La habitación empezó a alejarse y se sintió arrastrado hacia el sueño. De pronto, los hechos que afectaban a la familia Moro se le aparecieron como un triángulo trazado por la coincidencia, y susurró:
– Cuando desaparezcan las líneas.
A la mañana siguiente, se despertó en el olvido. El espejo le lanzaba el sol a la cara. Durante los primeros momentos, no recordó ¡os sucesos del día anterior. Se movió un poco hacia la derecha, y notó ia ausencia de Paola; volvió la cabeza hacia la izquierda y vio el campanario de San Polo, iluminado por un sol potente que revelaba hasta la masa del cemento que unía los ladrillos. Una paloma planeó sobre los aleros situados bajo el tejado de la torre, aleteó para reducir la velocidad y se posó suavemente. El ave dio dos vueltas sobre sí misma, ahuecó las plumas y metió la cabeza debajo de un ala.
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