– ¿Por qué estabas mirando mi coche?
Linda se estremeció. No se había imaginado que alguien pudiera haberla visto.
– ¿Mirando tu coche? -dijo asustada -. No miraba nada.
Gøran la observaba sin quitarle ojo. Linda vio aún más arañazos en su cara, y en una mano. El chico volvió a la mesa. Ella se quedó perpleja, escuchando la música. ¿Se había peleado Gøran con alguien? No solía estar de mal humor. Era un chico espabilado y charlatán, muy seguro de sí mismo. Tal vez había discutido con Ulla. Decían por ahí de Ulla que cuando se enfadaba era peor que un diablo tasmano. Linda no sabía lo que era un diablo tasmano, pero evidentemente algo con garras. Gøran y Ulla llevaban un año saliendo, y Karen decía que era cuando solían empezar los conflictos. Se encogió de hombros y se sentó junto a la ventana. Los de la otra mesa miraban en dirección contraria. Linda no se sentía bienvenida. Sorbía la Coca-Cola un poco confusa, mirando por la ventana. ¿Debería llamar a Jacob y hablarle de ello? ¿Era importante? Eso tendría que valorarlo él. Le había dicho que lo llamara si se acordaba de algo. Ahora acababa de descubrir que el coche de Gøran se parecía al otro.
Buenos días, soy Linda.
Hola, Linda. ¿Tu llamada significa que tienes algo más que contarme?
Seguramente no es nada importante. Se trata del coche. Me pregunto si no era un Golf.
¿Has visto alguno que se le parezca?
Sí. Acabo de verlo.
¿En Elvestad?
Sí, pero no es él, porque conozco al dueño, pero sí se parece. No sé si me entiendes.
Linda se perdió en sueños, y meditaciones. ¿Cuántos coches rojos había en Elvestad? Gunder Jomann tenía un Volvo rojo. Pero ¿y qué? Pensó tanto que el cerebro le crujía. El médico. Tenía un coche familiar rojo, muy parecido al de Einar. Bebía Coca-Cola y miraba fijamente por la ventana. «Eloise» ya se había acabado. Einar hacía ruidos con ceniceros y vasos. Linda estaba segura de que Einar también iba por su casa con ese trapo, limpiando bancos, mesas y marcos de las ventanas, a su mujer, a sus hijos y a todo lo que tuviera a su alcance. Pero Gøran con esas heridas rojas sí le daba miedo.
Anders Kolding tenía veinticinco años. De constitución frágil, ojos marrones y boca pequeña. Llegó con su uniforme de taxista, que le quedaba muy grande, y calcetines blancos de tenista con mocasines negros. Tenía los ojos enrojecidos.
– ¿Y tu hijo? -preguntó Sejer.
– Está dormido en el coche. No me he atrevido a despertarlo. Tiene cólicos -explicó -. Y yo trabajo a turnos. Duermo en el taxi entre carrera y carrera.
Dejó un portamonedas gastado sobre el escritorio. El estuche de cuero estaba desgastado.
– ¿Has oído hablar del asesinato de Elvestad?
– Sí.
Miró con aparente mala conciencia a Sejer.
– ¿No se te ocurrió que podría tratarse de esa mujer que cogiste en Gardermoen?
– En realidad no -se apresuró a contestar Kolding -. No de inmediato, quiero decir. Llevo a mucha gente de todas clases. Y a muchos extranjeros.
– Cuéntame todo lo que recuerdes de esa mujer y del viaje -le pidió Sejer -. No omitas nada.
Se acomodó en la silla.
– Si viste un puercoespín cruzar la carretera al acercarte a Elvestad, menciónalo también.
Kolding se rió. Se relajó, volvió a coger el portamonedas y se puso a juguetear con él mientras pensaba. Lo de la mujer india le había perseguido hasta en sueños, pero no lo dijo.
– Vino hacia mi taxi con una enorme maleta marrón en la mano. Como reacia. Todo el rato miraba hacia atrás, como si no tuviera ningunas ganas de marcharse. Cogí la maleta, y me disponía a meterla en el maletero cuando ella protestó. Estaba muy desconcertada. Miraba el reloj una y otra vez. Miraba hacia la entrada. Yo esperé pacientemente. Estaba hecho polvo, agotado, así que por mi parte podría haberme echado un sueñecito hasta que ella se metiera en el coche. Abrí la puerta, pero no quiso entrar. Le pregunté si estaba esperando a alguien y me dijo que sí. Se quedó un rato agarrada a la manecilla de la puerta del coche. Luego me pidió que volviera a abrir el maletero. Lo hice y palpó la maleta. Llevaba un cartapacio atado a ella. Lo cogió y por fin se sentó en el coche, en el borde del asiento, mirando por la ventana la cola de gente que esperaba un taxi y consultando la hora una y otra vez. Yo estaba un poco confuso. ¿Quería un taxi o no?
Kolding necesitó una pausa. Sejer echó agua mineral en un vaso y se lo acercó. Kolding bebió y colocó el vaso sobre el cartapacio de Sejer, más o menos a la altura del canal de Suez.
– Luego me volví y le pregunté adónde iba. Ella abrió la cremallera del cartapacio marrón y sacó un papel con algo escrito. Era una dirección de Elvestad. «Está lejos», le dije. «Y va a costarle mucho. Se tarda aproximadamente una hora y media.» Hizo un gesto afirmativo y sacó unos billetes como para mostrarme que tenía dinero. Como yo no conozco esa parte, le dije que ya preguntaríamos cuando nos acercáramos. Parecía bastante perdida. La observé por el espejo retrovisor, sus ojos reflejaban desconsuelo. A cada momento buscaba algo en su bolso. Estuvo estudiando el billete de avión un rato, como si estuviera equivocado. No quería hablar. Lo intenté un par de veces, pero ella solo contestaba con monosílabos, en un inglés bastante aceptable. Recuerdo su larga trenza, le asomaba por el hombro y le llegaba hasta el regazo. La llevaba atada con un elástico rojo fino, y hasta recuerdo que había en él finos hilos dorados.
Eres una joya, pensó Sejer. ¡Ojalá hubieras sido tú la persona que pasó por Hvitemoen en bicicleta!
Kolding se tapó la boca y tosió, luego se sonó la nariz y prosiguió:
– Hay pocas casas en ese lugar, y no todas tienen número. A unos kilómetros del centro encontré por fin la calle Blindveien. Ella parecía aliviada. Subí por el camino de gravilla, y me sentí tan aliviado como ella. Ella sonrió por primera vez y recuerdo que pensé que era una pena que tuviera esos dientes tan prominentes. Por lo demás era guapa. Cuando tenía la boca cerrada, quiero decir. Salí del coche y ella hizo lo mismo. Me disponía a sacar su maleta del maletero cuando me hizo una señal para que esperara. Tocó el timbre y nadie abrió. Llamó una y otra vez. Yo di una vuelta alrededor de la casa, esperando. Ella estaba aún más desolada que antes, a punto de echarse a llorar. «¿Saben que venía usted?», pregunté. «Sí», contestó. «Algo tiene que haber pasado.» Something is wrong .
Volvió a subir al coche sin decir nada. Yo no sabía lo que quería y esperé. El taxímetro no paraba, ya habíamos llegado a un importe bastante alto. «¿No puede llamar por teléfono a algún sitio?», pregunté, pero ella negó con la cabeza y me pidió que volviera al centro. Cuando llegamos, me dijo que me detuviera junto al bar, que se quedaría allí esperando. Le saqué la maleta, y ella me pagó. La carrera costó más de mil cuatrocientas coronas. Ella parecía agotada. Lo último que vi fue que arrastraba la pesada maleta escaleras arriba. Crucé la carretera y llené el depósito. Había allí una estación de servicio Shell. Luego volví a la ciudad. No podía olvidarla. Pensaba en el largo viaje que había hecho solo para encontrar una puerta cerrada. Alguien tuvo que haberla engañado. Es una cabronada.
Así concluyó Kolding. Volvió a dejar el portamonedas y miró a Sejer.
– No, nadie la engañó. Pero a la persona que hubiera tenido que ir a buscarla al aeropuerto le surgió un imprevisto. Ella nunca lo supo. De haberlo sabido, la habría perdonado.
Kolding lo miró con curiosidad.
– En el camino entre Elvestad y la casa, ¿viste algo? ¿Gente andando por la carretera? ¿Coches aparcados?
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