– No.
– ¿Qué pensó usted de ella? ¿Adónde pensó que se dirigía? Una mujer extranjera sola, arrastrando una enorme maleta, en pleno campo y bastante tarde.
– Nada. A mí la gente no me interesa gran cosa. Me limito a atenderlos, eso es todo.
– ¿Era guapa? -preguntó Skarre mirando a Einar Sunde a los ojos.
Einar le sostuvo la mirada, algo aturdido.
– Qué pregunta tan extraña, ¿no?
– Soy muy curioso -dijo Skarre -. No llegué a verla.
– ¿No la ha visto?
– No antes de que fuera demasiado tarde.
Einar se vio obligado a parpadear.
– Guapa, lo que se dice guapa, no lo sé. -Bajó la vista y se miró las manos -. No lo sé. Sí, en cierto modo. Muy exótica. Delgada y fina. Y esas mujeres sí se visten como mujeres, si entiende lo que quiero decir. Nada de chándal ni vaqueros, esas prendas tan horribles que llevamos aquí. Tenía los dientes muy salientes.
– Por lo demás, ¿cómo se comportó? ¿Arrogante? ¿Preocupada?
– Ya se lo he dicho. Parecía preocupada. Perdida -añadió.
– ¿Y la hora? ¿A qué hora se marchó?
Einar frunció el ceño.
– Sobre las ocho y media, más o menos.
– Gracias -dijo Skarre.
Levantó la barra y salió al local. Permaneció unos instantes mirando a su alrededor. Einar lo siguió. Cogió un trapo y se puso a quitar el polvo aquí y allá.
– Usted no puede ver la mesa que hay junto al tocadiscos cuando está detrás de la barra -comentó Skarre lentamente.
– No. Ya se lo he dicho. No la vi marcharse. Solo oí cerrarse la puerta.
– Pero ¿y la maleta? Dijo usted que era marrón. ¿Cómo pudo usted ver la maleta?
Einar se mordió el labio.
– Supongo que me di una vuelta por el local. No me acuerdo muy bien.
– Está bien -dijo Skarre -. Gracias.
– Faltaría más.
Skarre dio cuatro pasos y se detuvo.
– Solo una cosa más. -Se puso el dedo índice sobre los labios -. Dígame francamente: tras innumerables peticiones a través de la prensa y la televisión para que la gente proporcionara absolutamente toda clase de información que pudiera ser de interés sobre una mujer extranjera en Elvestad el veinte de agosto, ¿por qué demonios no llamó usted?
Einar soltó el trapo. Su rostro reflejó un atisbo de miedo.
– No lo sé -contestó. Sus ojos miraron en todas direcciones.
First we take Manhattan , pensó Skarre. Then we take Berlin .
Linda fue descrita en el periódico como una importante testigo. Sin nombre, claro. Pero no importaba. Se dedicó a pasear sin rumbo en bicicleta para que la vieran. Nadie lo sabía, aparte de su madre, que se estaba poniendo pesadísima, y Karen.
– Pero por Dios, entonces, ¿qué viste?
– Casi nada -contestó Linda -. Pero quizá vaya recordando más cosas.
Había llamado a Jacob para contarle lo último, lo del pelo rubio y la pegatina en la ventanilla del coche. Había saboreado esa importancia que por fin había adquirido. Se dirigió en bicicleta hacia el centro, dejando la tienda de Gunwald a su derecha. Había una vieja motocicleta aparcada fuera. Aunque ella nunca compraba en la tienda de Gunwald, podía entrar y dejar caer alguna frase. Esta volaría como una mariposa de oído en oído, diciendo que era ella, Linda Carling, la testigo en bicicleta. La gente la miraría, se acercaría a ella, y hablaría de ella.
«Linda vio al asesino.»
La tienda tenía un olor especial. A pan, café y chocolate dulce. Saludó lentamente con la cabeza al tendero y se acercó al mostrador de helados. Se tomó mucho tiempo. Gunwald vivía muy cerca del prado. Si hubiera estado junto a la ventana, habría visto lo mismo que ella, solo que más de cerca. Si no veía mal, claro. Llevaba unas gafas muy gruesas. Gunwald no vendía ninguno de los helados nuevos, solo los de toda la vida. Eligió un Pinup, le quitó el papel y se metió el helado entre los afilados colmillos. Luego rebuscó dinero en el bolsillo.
– Con que la Carling está de paseo -dijo Gunwald
– . Cada vez que te veo has crecido medio metro, pero sigo reconociéndote. Tienes los mismos andares que tu madre.
Linda no soportaba esa clase de comentarios, pero sin embargo sonrió y dejó el dinero en el mostrador. El periódico estaba abierto junto a la caja registradora, Gunwald estaba leyendo el caso del asesinato. Una crueldad sin par.
– Esto sobrepasa mi entendimiento -dijo Gunwald señalándole el periódico
– . Aquí. En Elvestad. Un caso así. Jamás me lo habría imaginado.
Linda chupó la capa de chocolate para que se derritiera.
– ¡Imagínate el tío ese! ¡Anda por ahí leyendo sobre sí mismo en los periódicos! -prosiguió.
Los colmillos de Linda penetraron la frágil capa de chocolate.
– Hoy se habrá llevado un buen susto -dijo ella.
– Ah, ¿sí?
El tendero se bajó las gafas sobre la nariz.
– Hoy podrá leer que alguien lo vio. Prácticamente en el momento del crimen.
Gunwald abrió los ojos de par en par.
– ¿Qué dices? Aquí no pone nada de eso.
Volvió a mirar el texto.
– Sí. Ahí abajo.
Linda se inclinó sobre la caja registradora y señaló: «Un importante testigo se ha presentado ante la policía. La persona en cuestión pasó por el lugar del crimen en bicicleta en el momento decisivo, y vio a un hombre y a una mujer en el prado, en el lugar donde más tarde fue encontrada la víctima. Además, un coche rojo estaba aparcado en el arcén».
– ¡Vaya! -exclamó Gunwald -. Ese testigo puede ser alguien de aquí.
– Al parecer lo es -dijo Linda asintiendo con la cabeza.
– Pero entonces habrá una descripción del asesino. Ya lo digo yo, no es fácil que escape.
Gunwald siguió leyendo. Linda comía el helado.
– Algo vería -dijo ella -. La policía nunca lo cuenta todo. Tal vez ella haya visto mucho más de lo que pone en el periódico. Supongo que tienen que proteger a los testigos.
Se imaginó a Jacob en su salón, responsable de la vida de ella.
Sintió cómo un escalofrío le recorría la espalda. Gunwald la miró de reojo.
– ¿Ella? ¿Es una mujer?
– ¿No lo pone? -preguntó Linda mirándole con sus ojos azules e ingenuos.
– No, solo habla de «el testigo» y «la persona en cuestión».
– Mmm… -contestó Linda -. Lo habré leído en otro periódico.
– Algún día se sabrá -dijo Gunwald. Volvió a mirar de reojo a Linda y el helado, que ya estaba medio comido.
– Pensé que las jóvenes de hoy no comíais helado -dijo riéndose -. Como siempre tenéis tanto miedo a la báscula…
– Yo no -contestó Linda -. No tengo esos problemas.
Salió de la tienda, chupó los restos de helado del palo y se subió en la bicicleta. Tal vez hubiera alguien conocido en el bar. Había dos coches delante. El coche familiar de Einar, que siempre estaba aparcado en el mismo sitio, y ese coche rojo de Gøran, cuya marca desconocía. Linda aparcó su bicicleta y se quedó un rato mirando de cerca el coche de Gøran. No era grande, pero tampoco muy pequeño. Recién lavado y con la pintura en buen estado. Y rojo como un coche de bomberos. Se acercó y lo estudió más detenidamente. En la ventanilla lateral izquierda había una pegatina redonda. ADONIS, ponía. Luego se le ocurrió mirarlo desde lejos para verlo de la misma manera que había visto el coche en Hvitemoen. Cruzó la carretera hasta la Estación de Servicio Shell, que pertenecía a Mode, y permaneció unos instantes mirando. En cierto modo, podría haber sido un coche como ese. Pero muchos coches eran muy parecidos. Su madre solía decir que ningún coche tenía ya personalidad propia. Pero eso no era del todo cierto. Volvió a cruzar la carretera y se acercó. Ahora sabía que Gøran tenía un Golf. Muchos ponían pegatinas en su coche. Su madre, por ejemplo, llevaba la marca amarilla de la Ambulancia Aérea en la ventanilla trasera de su coche. Entró en el bar, donde la pandilla estaba reunida. Allí estaban Gøran, Mode, Nudel y Frank. El tal Frank tenía un mote que usaban cuando querían referirse a él de forma despectiva, o en broma, cariñosamente: la Proeza de Margit . Porque su madre, Margit, había gimoteado y chillado durante todo el embarazo, paralizada de miedo por el parto. El médico decía que el niño era enorme, pues pesaba más de seis kilos. Y seguía siéndolo. La saludaron con la cabeza y ella les devolvió el gesto. Einar estaba tan huraño como de costumbre, con la misma expresión severa. Linda le pidió una Coca-Cola, se acercó a la máquina tocadiscos y metió una corona. La máquina solo admitía las monedas viejas, las grandes. Estaban al lado, en un plato, y se usaban una y otra vez. Cuando ya no quedaba ninguna, Einar vaciaba la máquina y volvía a poner las monedas en el plato. Nunca disminuían. A Linda aquello le parecía un milagro. Buscó entre los títulos y eligió «Eloise». Gøran fue hacia ella. Se detuvo y la miró como enfadado. Ella se fijó en que tenía la cara llena de arañazos. Bajó la mirada rápidamente.
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