Karin Fossum - Una mujer en tu camino

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Una mujer en tu camino: краткое содержание, описание и аннотация

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Gunder Jomann se siente un hombre feliz tras regresar de un viaje a la India.Ha conseguido lo que más deseaba: una esposa india, joven y maravillosa. Pero su destino se tuerce, y el día que ella debe llegar a Noruega, desaparece. Poco después, el cuerpo de una mujer extranjera aparece mutilado a las afueras del pueblo. El inspector Sejer y su colega Skarre se ponen tras la pista del asesino. En su pequeña comunidad, donde todo el mundo se conoce y los secretos son difíciles de ocultar, nadie es sospechoso y, al mismo tiempo, cualquiera podría ser un asesino.

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Bjørnsson le deseó una rápida recuperación, animado ante la posibilidad de quedarse con algún cliente. Gunder llamó al hospital. Contestó la rubia amable.

– Por desgracia, no se ha producido ningún cambio -dijo -. Su marido acaba de irse. Tenía algunos asuntos que arreglar.

– Entonces iré enseguida.

– Venga si tiene fuerzas -dijo ella -. Si ocurre algo, lo llamaremos.

– Ya lo sé -dijo Gunder con pesar -. Pero iré de todas formas.

Necesitaba estar cerca de su hermana, aunque ella no pudiera ayudarlo. No tenía a nadie más. Nunca había tenido una relación muy estrecha con Karsten. Él ni siquiera sabía lo de Poona, ni todo lo que había sucedido. Se había limitado a mirarlo extrañado, sin atreverse a hacer más preguntas. Tampoco quiso contárselo, no estaba bien. ¿Qué podía decir? Mejor mantenerlo en secreto hasta que se supiera algo seguro. Porque no era seguro. Gunder temía que Kalle Moe volviera a llamar. Puede que le remordiera la conciencia por haberse puesto en contacto con la policía. Gunder fue al baño. No tenía fuerzas para ducharse, pero se afeitó y se cepilló los dientes. Llevaba mucho tiempo sin comer, le zumbaba la cabeza. Sacó el coche del garaje y se encaminó a la ciudad.

Marie seguía igual. Como si el tiempo se hubiese detenido. Gunder cogió la mano de su hermana. De repente, notó que le hacía bien estar sentado con la mano de su hermana cogida, sin moverse. Le habían dicho que le hablara, pero Gunder no tenía nada que decirle. Si Poona hubiera estado en casa haciendo cosas en la cocina, o fuera en el jardín, él habría podido contárselo. Podría decir: «Poona está cuidando las rosas; están en su mejor momento». O bien: «Hoy Poona va a prepararme pollo. Pollo rojo». Pero no había nada que contar. Gunder estaba sentado junto a la cama, sin moverse. De vez en cuando entraba una enfermera, una nueva, gordita y con una trenza.

– No pierda la esperanza -le dijo -. A veces tardan mucho.

La cama para el acompañante seguía allí. Tal vez Karsten había dormido en ella esa noche. Gunder tenía la sensación de que ahora todo era diferente; él también se acostaría cuando se sintiera cansado y con sueño. Al cabo de un par de horas, salió de la habitación para llamar a su médico. Nunca iba al médico, y tuvo que pararse a pensar. ¿A cuál llamaría? Al médico de Elvestad no, buscaría uno en la ciudad. De repente se dio cuenta de que se encontraba en un hospital. Le habían dicho que avisara si tenía algún problema. Volvió y se detuvo delante de la sala de guardia. La rubia se levantó inmediatamente.

– Quería saber… -dijo en voz baja para que las demás no se enteraran -. Necesito pedir la baja. Necesito unos días para poder afrontar todo esto. ¿Hay alguien aquí que pueda hacérmela? ¿O debo dirigirme a otro lugar?

– Hablaré con el médico. Vuelva con su hermana, y él acudirá dentro de unos minutos.

Gunder le dio las gracias y volvió a la habitación. El respirador funcionaba sin interrupción. Le tranquilizaba saber que su hermana podía descansar mientras la máquina la mantenía con vida. La máquina no se cansaba. Cumplía con su trabajo con una perseverancia que no tenían los seres humanos. El médico acudió y le rellenó los papeles necesarios. Traía una bolsa de plástico con las cosas de Marie. Lo que llevaba en el coche. Un bolso y un ramo de flores. Gunder abrió el ramo envuelto. Eran rosas rojas. Con una tarjeta. «Querida Poona. Bienvenida a Elvestad.»

Si Poona había entrado en el bar de Einar, alguien la habría visto y habría sabido, más tarde, quién era esa mujer. Al menos el propio tabernero. Pero no había llamado. ¿Por qué no? Skarre reparó en dos coches aparcados fuera, un coche familiar verde y un Toyota rojo. Color Burdeos, más bien, pensó Skarre automáticamente, no rojo como un coche de bomberos. Al abrir la puerta vio la máquina tocadiscos. Se quedó un instante mirándola, curioso por saber qué clase de música contenía. Para su asombro, descubrió que todo era viejo. Alguna melodía incluso el doble de vieja que él mismo. Se acercó a la barra. Había dos mujeres con sendos cafés sentadas junto a la ventana. Un hombre pelirrojo y desgarbado estaba sentado detrás de la barra con un periódico en las rodillas.

– ¿Se trata de una investigación puerta a puerta? -se apresuró a preguntar Einar.

– Si quiere llamarlo así… -respondió Skarre sonriente. Como siempre, cuando sonreía parecía completamente inofensivo y confiado.

– ¿Podemos hablar en algún sitio sin que nos estorben?

– Creo que sí.

Einar Sunde levantó la parte abatible de la barra para que Skarre pudiera pasar al otro lado. Entraron en el despacho de Einar. Estaba desordenado y lleno de cosas, pero Einar sacó una silla para Skarre y él se sentó en una caja de cerveza.

– He llamado hoy a la central de taxis -comenzó Skarre -. Y el resultado de mi llamada me ha traído aquí.

Einar se puso inmediatamente alerta.

– Un taxista trajo a una mujer el veinte de agosto desde Gardermoen. La dejó aquí, en su bar. Lo último que vio de ella fue que subió a duras penas la escalera, arrastrando una maleta.

Einar escuchaba sin moverse.

– La mujer era de la India. Llevaba un vestido azul y un pantalón del mismo color. Tenía una trenza larga que le caía por la espalda.

Einar asintió de nuevo con la cabeza. Daba la impresión de estar pensando mucho.

– Y ahora quiero saber -prosiguió Skarre – si una mujer de esas características estuvo por aquí aquella noche.

– Sí, así es -contestó Einar de mala gana -. La recuerdo.

– En ese caso -dijo Skarre, esbozando una sonrisa -, ¿podría usted contarme lo que haya que contar?

– No es gran cosa. Dejó la maleta allí, junto a la máquina tocadiscos, y pidió una taza de té -recordó Einar -. Se sentó en ese rincón. Yo solo tenía la marca Lipton, pero al parecer no le importó.

– ¿Habló usted con ella?

– No -contestó el otro con resolución.

– ¿Vio usted la maleta? -prosiguió Skarre.

– ¿La maleta? Pues creo que sí que vi una maleta marrón. La dejó junto al tocadiscos. Luego se acercó a la barra a pedir el té. Parecía preocupada, como si esperara a alguien.

Skarre intentó hacerse una idea de cómo y quién era Einar. Cerrado. Inflexible. Y en guardia.

– ¿Cuánto tiempo estuvo aquí?

– Unos quince minutos.

– Bien. ¿Y luego?

– Se oyó cerrarse la puerta. Y ella había desaparecido.

Se hizo el silencio mientras los dos pensaban.

– ¿Pagó el té con dinero noruego?

– Sí.

– Y ahora, a posteriori, ¿qué piensa de esa mujer?

Einar se encogió de hombros, resignado.

– Bueno, supongo que era ella la mujer que encontraron en Hvitemoen.

– Exactamente, así de simple -dijo Skarre -. ¿Y no se le había ocurrido llamarnos?

– No sabía que era ella. Aquí viene mucha gente.

– Pero no muchas mujeres indias, ¿no?

– Aquí tenemos varios inmigrantes, refugiados, o como se llamen. No los distingo muy bien. Pero claro, debería haber pensado en esa posibilidad. Bueno, lo lamento -añadió con cara de pocos amigos -. Pero usted lo ha descubierto por su cuenta, ¿no es así?

– Por regla general lo descubrimos nosotros -contestó Skarre mirando a Einar a los ojos -. ¿En qué dirección se fue?

– Ni idea. No miré por la ventana, no me interesaba.

– ¿Había más gente en el local en ese momento?

– Nadie -contestó -. Era demasiado tarde para los bebedores de café y demasiado pronto para los bebedores de cerveza.

– ¿Hablaba ella inglés?

– Sí.

– ¿Y no le hizo ninguna pregunta?

– Ninguna.

– ¿Tampoco pidió usar el teléfono, ni nada parecido?

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