Karin Fossum - Presagios

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El verano llega a su fin en una pequeña localidad rural de Noruega. Sus habitantes, acostumbrados a la tranquilidad de sus urbanizaciones rodeadas de bosques y lagos, no están preparados para lo que se avecina. Pequeños y terribles malentendidos comienzan a sucederse: llamadas de hospitales anunciando accidentes que no han ocurrido, periódicos que publican esquelas de ancianos que siguen vivos… presagios de que algo terrible está a punto de ocurrir. El mismo día que comienza todo, el inspector de policía Sejer recibe una extraña nota: «El infierno empieza ahora». Él y su compañero, el detective Jacob Skarre, se ponen manos a la obra para descubrir quién está detrás de tanta confusión. Probablemente ni siquiera el artífice de todo ello sea capaz de prever la marea de violencia que está a punto de desbordarse, porque, ¿quién sabe de qué es capaz la gente cuando ha perdido la sensación de seguridad?
En Presagios, Karin Fossum consigue un retrato fascinante de una pequeña comunidad que se tambalea al borde del precipicio.

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Se rió ruidosamente, mirando a su padre para que le confirmara que estarían seguros.

– Claro que se largará -contestó Hannes muy convencido-. Supongo que se queda en algún sitio vigilándonos desde detrás de los árboles. Estamos en su territorio, ¿sabes? Al menos así lo verá él, ¿no crees? Tenemos que comportarnos bien, nada de gritar ni hacer ruido. La naturaleza merece nuestro respeto -dijo Hannes-. Todo el que anda por Glenna debe ser humilde y moverse con ligereza.

De repente se salió del camino y dio unos pasos bosque adentro. Theo lo siguió cuidadosamente, mirando dónde ponía los pies. Le parecía oír crujidos por todas partes. Luego se sentó en un tronco de madera, mientras Hannes cogía el cuchillo del cinturón.

– Todo el que anda por el bosque necesita un bastón para caminar -explicó-. Uno grande para mí y uno pequeño para ti. Para apoyarnos un poco. Y para espantarlas si llegan algunas alocadas vacas. No debes subestimar a las vacas -añadió-, son muy tontas, pero pesan como locomotoras.

Partió una rama de un árbol y se puso a quitarle todas las hojas y ramitas. Al final exhibió un palo con una punta blanca.

– Con esto puedes pinchar las percas cuando lleguemos al lago -dijo, dando el bastón a Theo.

Theo se lo acercó a la nariz, olía muy bien.

– Todo lo que necesitamos se encuentra en este bosque -dijo Hannes-. ¿Has pensado en ello? Comida y agua. Sol y calor. Aquí dentro podemos vivir y trabajar. Podemos cazar. Talar árboles y construir casas. Eso es lo que hacía la gente antiguamente. Fíjate, Theo, qué vida tan buena sería. Despertarse con la luz, dormirse con la oscuridad. Vivir con todos esos sonidos de pájaros y animales.

Theo asintió. Las palabras de su padre le hicieron entrar en un ambiente muy especial, mágico.

Luego Hannes se fabricó un bastón de caminante para él, más largo y más gordo. Theo fue incapaz de controlarse, se puso a saltar y a bailar con su mirada azul fija en las anchas espaldas de su padre. Al cabo de un cuarto de hora llegaron a un cruce de caminos. Había un cartel con varios mapas, y algunas indicaciones del Ayuntamiento:

EL BOSQUE ES PASTO DE LOS ANIMALES.

EL BOSQUE ES EL LUGAR DE TRABAJO DE LEÑADORES, CAZADORES Y PESCADORES.

EL BOSQUE ES RECREACIÓN Y EXPERIENCIA.

MOSTRAD CONSIDERACIÓN LOS UNOS CON LOS OTROS.

Theo leyó los consejos en voz alta y tono solemne. Padre e hijo se miraron y mostraron su acuerdo con un gesto de la cabeza antes de seguir andando. Al cabo de un rato pasaron por delante de la fuente de San Olav, y los dos bebieron un poco de agua fresca. Luego anduvieron cuarenta minutos hasta llegar al lago Snelle. Allí se sentaron en una piedra y contemplaron el lago. Hannes rodeó la espalda de Theo con un brazo.

– Tú y yo tenemos suerte -dijo.

Theo estaba de acuerdo. Sintió la fuerza del cuerpo de su padre y escuchó el susurro del gran bosque y de toda esa vida que los rodeaba.

– He traído algo de beber -dijo Hannes-. Mira.

Rebuscó en la pequeña mochila.

– Puedes elegir entre Fanta y Sprite.

Theo eligió Fanta. Se llevó la botella a la boca y bebió. Las burbujas hicieron saltar las lágrimas de sus infantiles ojos azules.

Hannes volvió a meter la mano en la mochila. Esta vez sacó unos prismáticos. Se los puso delante de los ojos y miró por ellos bastante rato, moviéndolos de un sitio para otro lentamente; primero contemplando el lago, luego las colinas al fondo.

– ¿Ves algo? -preguntó Theo.

– Ovejas -informó Hannes-. Arriba en las laderas. ¿Quieres mirar?

Pasó los prismáticos a Theo, que intentó encontrar las ovejas, pero tardó lo suyo. La imagen se mecía tanto ante sus ojos que se mareaba. Primero solo veía matorrales y una valla de piedra que no paraba de moverse, porque era incapaz de dejar quietos los prismáticos. De repente las encontró, como si se le hubiesen caído encima.

– ¿Tienes una imagen nítida? -preguntó Hannes-. ¿Las ves bien?

Theo asintió.

– Están comiendo -dijo.

– Sí -dijo Hannes-. Se pasan el día comiendo. Igual que las vacas. Vaya vida, ¿eh?

Theo se cansaba de tener los brazos levantados con los prismáticos, pero no quería soltarlos. Tampoco quería volver a casa. Quería estar sentado en ese lugar al lado de su padre para siempre, sobre esa piedra cálida junto al lago Snelle, con los prismáticos delante de los ojos.

– Mamá ya habrá fregado los platos -dijo Hannes.

– Y luego se habrá tumbado en el balancín -dijo Theo.

– Roncando tanto que los pajaritos habrán huido aterrados -dijo Hannes.

Los dos se rieron un buen rato de Wilma, a la que adoraban. Theo volvió a levantar los prismáticos. Las ovejas estaban posadas como bolitas blancas en la ladera verde. También divisó un viejo granero abandonado, y en la parte derecha de su campo de visión se veían unas vacas.

– Hay algo raro en una de las ovejas -dijo.

Hannes esperaba una explicación más detallada.

– Es diferente -añadió Theo.

– ¿Es negra? -preguntó Hannes.

Theo negó con la cabeza.

– No, más bien de color naranja.

– No digas tonterías. ¿Cómo va a ser de color naranja? Ves demasiadas películas.

Hannes se apoderó de los prismáticos. Por los lentes vio una oveja color naranja entre todas las blancas. Se movía normalmente, al parecer ignorante de su chillona singularidad. Lo que estaba viendo era tan poco habitual que se quedó mirando boquiabierto.

– No me lo puedo creer -dijo-. ¿Qué demonios le han hecho a esa oveja? Parece una naranja con cuatro patas.

Hannes soltó una carcajada que retumbó en el lago Snelle. Estuvieron un buen rato contemplando la oveja naranja, intercambiándose todo el rato los prismáticos, y, cada vez que le tocaba a Theo, se ponía muy nervioso con lo que veía. De repente se incorporó y se puso a correr de un lado para otro agitando los brazos. A Hannes le preocupaban los prismáticos, que eran de la gama más cara de la marca Carl Zeiss. No le gustaría que se cayeran a la roca.

– Siéntate -le ordenó a su hijo-. Tenemos que cuidar de nuestro equipamiento.

Theo se sentó obedientemente y devolvió los prismáticos a su padre.

– Alguien se ha despachado a gusto ¿Qué puede ser si no?

Miró otra vez a la oveja, no podía dejar de mirarla. Levantó los prismáticos y los volvió a bajar, mientras sacudía su pesada cabeza holandesa.

– ¿No es ese el color que usa la Dirección General de Carreteras? -preguntó-. Cuando señalan y realizan mediciones en la calzada. Un color de esos que brillan en la oscuridad.

– Las otras ovejas no hacen nada -comentó Theo-. Siguen comiendo como si nada.

– Eso es porque las ovejas son unos animales bastante tontos -explicó Hannes-. Tienen el cerebro del tamaño de una gominola.

Se levantó para ver mejor, y lo mismo hizo Theo. Los dos siguieron con la mirada a la extraña oveja. Luego Hannes sacó el teléfono móvil. Quería llamar al periódico local para informar sobre ese inusual descubrimiento. Mientras su padre llamaba, Theo se llevó la botella de refresco a la boca y bebió. Se sentía muy excitado.

– Me llamo Bosch -dijo su padre-. Hannes Bosch. Mi hijo y yo estamos junto al lago Snelle y nos hemos topado con algo increíblemente extraño. Envíen ustedes un periodista. Con cámara.

Escuchó un buen rato, luego hizo varios gestos con la cabeza, mientras le guiñaba un ojo a Theo.

– Realmente muy divertido -dijo-. No lo creerán hasta que no lo vean.

Theo volvió a dar un trago del dulce refresco. Cogió su bastón, se sentó y lo agitó mientras su padre hablaba con el periodista.

– A lo mejor deberían ponerse en contacto con el dueño de las ovejas y decirle que vaya a por una máquina de esquilar -dijo Hannes-. Habrá que rasurarla hasta la médula. Pero antes tomen la foto, por Dios. Je, je. No, no sé quién es el dueño de este rebaño, pero las ovejas están, como le he dicho, en las laderas de encima del lago Snelle. Unas cincuenta o así. Puede que sean de Sverre Skarning. Podrían empezar por él. Por mis prismáticos puedo ver que una de las ovejas lleva un distintivo amarillo y otro azul, si eso ayuda en algo. O si él pregunta, amarillo y azul.

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