Karin Fossum - Presagios

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El verano llega a su fin en una pequeña localidad rural de Noruega. Sus habitantes, acostumbrados a la tranquilidad de sus urbanizaciones rodeadas de bosques y lagos, no están preparados para lo que se avecina. Pequeños y terribles malentendidos comienzan a sucederse: llamadas de hospitales anunciando accidentes que no han ocurrido, periódicos que publican esquelas de ancianos que siguen vivos… presagios de que algo terrible está a punto de ocurrir. El mismo día que comienza todo, el inspector de policía Sejer recibe una extraña nota: «El infierno empieza ahora». Él y su compañero, el detective Jacob Skarre, se ponen manos a la obra para descubrir quién está detrás de tanta confusión. Probablemente ni siquiera el artífice de todo ello sea capaz de prever la marea de violencia que está a punto de desbordarse, porque, ¿quién sabe de qué es capaz la gente cuando ha perdido la sensación de seguridad?
En Presagios, Karin Fossum consigue un retrato fascinante de una pequeña comunidad que se tambalea al borde del precipicio.

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– Bueno, yo tengo mi teoría -dijo-. Aquello también fue un presagio de muerte.

– Por lo demás, ¿ha sucedido algo fuera de lo normal los últimos días que quiera usted mencionar? -preguntó Sejer-. ¿Alguien la ha llamado por teléfono o a la puerta? ¿Se acuerda de algo fuera de lo común?

Ella reflexionó unos instantes y se encogió de hombros.

– Nada que me haya parecido inusual -contestó-. Ellinor se pasa por aquí a menudo. Una amiga viene a verme una vez por semana. Almorzamos juntas. Y de vez en cuando aparece algún vendedor ambulante. Hoy mismo, sin ir más lejos, se presentó un chico joven ante mi puerta, creo que estaba buscando trabajo. Un estudiante polaco que necesitaba ingresos. Pero yo seguía tan alterada por esa esquela del periódico que le cerré la puerta inmediatamente. A decir verdad, me arrepiento un poco, porque seguramente era un buen chico. Hablaba un inglés muy pobre -añadió-, así que se había hecho un cartel de él mismo en una vieja caja de pizza.

* * *

Habían empezado a ponerle diferentes apodos.

En las redacciones de los periódicos y en la boca de la gente tenía ya toda clase de nombres ocurrentes, a cual más ingenioso. Niño querido tiene muchos nombres, pensaba Johnny Beskow conforme iba llegando a sus oídos lo que la gente decía de él. Por fin se había convertido en alguien, y la gente se veía obligada a tenerlo en cuenta. Estaba encantado con ese juego que había puesto en marcha. Voy a jugar durante mucho tiempo, pensó Johnny Beskow.

Esperad y veréis.

Se paseaba en su Suzuki roja por todas partes donde había gente, y observaba a las personas con la fascinación del investigador, como si fueran animales exóticos. Le parecían extraños. El final del verano se acercaba y la gente estaba en sus jardines. Johnny Beskow veía a niños saltando en camas elásticas, a mujeres que cuidaban las flores de sus jardines, a hombres que lavaban sus coches en el patio. Un hombre estaba en cuclillas pintando la verja, una mujer recogía la colada de las cuerdas. Le gustaba todo eso. Le gustaba esa vida bulliciosa, esa ropa blanquísima ondeando al viento, y el olor a pintura. Le gustaba, y quería destrozarlo. Todo el mundo vive al borde del precipicio, pensó, y yo los haré caer.

Después de haberse paseado en moto por los barrios de chalets durante un buen rato, se dirigió al centro comercial de Kirkeby. Aparcó, subió en el ascensor hasta la primera planta y buscó la sección de juguetes, donde se puso a mirar los estantes, cogiendo de vez en cuando algún que otro objeto para observarlo más de cerca. En momentos como ese, volvía a ser un niño. Entregado a ese silencioso placer de ver un juguete bonito, un material exquisito, una función divertida. Se quedó un buen rato admirando un coche deportivo rojo, una bolsa con animales africanos de plástico, cajas de Lego y Playmobil. Tras mirar durante un rato, encontró lo que buscaba: máscaras de distintas clases. Las cogió una tras otra, estudiándolas detenidamente. Una máscara de gorila, otra del Pato Donald y otra de una cara de cerdo. Las máscaras estaban hechas de látex, y eran suaves y agradables al tacto. Se acercó la de gorila a la cara, y miró por los estrechos agujeros hechos para los ojos. Impresionaría a cualquiera. En otro estante había una serie de animales de peluche, la mayoría osos, pero encontró también un cerdo y un conejito. Bajó el conejito del estante. Era de peluche blanco y tenía un hocico rosa con un bigote de pelos largos y finos, uno de esos animalitos que encantaban a las niñas y que se llevaban a la cama por las noches. Él sabía que en algún que otro momento le sería útil. Hay que pensar a largo plazo, Johnny, se dijo a sí mismo, sigue tus impulsos y cómprate ese conejito tan mono. Fue a la caja y pagó. Su capital se redujo considerablemente. Después de colocar la máscara de gorila y el conejito debajo del asiento de la moto, siguió camino hasta Bjornstad, hacia la casa de su abuelo. La niña de la trenza pelirroja apareció en el momento en que entró en la calle Roland. Esta vez no estaba sentada en la piedra, sino a horcajadas en una bicicleta marca Nakamura. Johnny se fijó en que la niña llevaba una camiseta con letras en la espalda: «Banda de música del colegio de Hauger». Ajá, pensó, conque tocas en una banda. Muy útil saberlo.

– Cara de pez -le gritó la niña.

Johnny Beskow optó por ignorarla. A pesar de que le costaba un gran esfuerzo reprimir la ira. Nada de oxígeno para este incendio, pensó, aún no. Yo soy especial. Soy paciente. Me ocuparé de esa niñata cuando llegue el momento, y sabe Dios que lo sentirá. Paró delante de la casa de su abuelo y aparcó la moto. Antes de entrar sacó rápidamente el correo del buzón. El viejo estaba sentado en su sillón con los pies sobre el escabel. Hacía un calor sofocante en el pequeño salón.

– Hola, abuelo -gritó-. ¡Aquí está el correo!

Henry levantó la mano a modo de saludo. Tenía la frente cubierta de gotas de sudor. A su manera torpe había intentado quitarse la chaqueta de punto, sin conseguirlo.

– Tenemos que ventilar un poco -dijo Johnny-. Hace mucho calor.

Henry hizo un gesto negativo con la cabeza.

– Si abrimos entran las avispas -se quejó-. Son muy venenosas en esta época del año.

– Entonces tendremos que buscar otra solución -opinó Johnny-. No puedes estar aquí sentado con este calor, te va a doler la cabeza. Mira, el banco te ha enviado el extracto de la cuenta. ¿Lo miramos?

Abrió el sobre y enseñó el papel al anciano.

Había poquísimos movimientos en su cuenta, y una cantidad mensual fija dedicada el ahorro durante muchos años se había convertido en una considerable suma.

– Novecientas setenta y tres mil coronas, abuelo. Joder, todo lo que has ahorrado.

Henry miró fijamente y con los ojos entornados las cifras. De repente parecía preocupado.

– Me alegro de poder dejar algún dinerillo, pero mucho me temo que tu madre se lo gaste todo en vodka. Tengo miedo de que ese dinero no te llegue. Se puede comprar una tremenda cantidad de vodka con novecientas setenta y tres mil coronas.

Permaneció unos instantes sentado con el papel en las rodillas y una profunda arruga en la frente.

– ¿Cómo podemos conseguir desheredarla, Johnny? ¿Se te ocurre alguna idea?

Johnny Beskow meditó un buen rato.

– No podrá ser desheredada hasta que no la palme -dijo desanimado.

Dobló el papel y volvió a meterlo en el sobre. Luego se quedó pensando.

– Por cierto, esa niña tonta ha vuelto a gritarme hoy -añadió-. La tal Else Meiner. Me ha llamado cara de pez.

Henry sonrió con ganas, dejando a la vista todos sus amarillentos dientes.

– ¿Te has mirado en el espejo últimamente? -preguntó.

– ¿En el espejo? ¿Por qué me preguntas eso?

– La pregunta es: ¿te pareces a un pez?

– Pues no -contestó Johnny.

– Justo. Entonces, ¿por qué te enfadas, si sabes que no es verdad?

– Ella toca en la banda del colegio de Hauger -dijo Johnny,

– Lo sé. El sonido de su trompeta llega hasta aquí. Ensaya algunas veces por la noche. He oído bravuras y trozos de muchas piezas conocidas. Es bastante buena, ¿sabes?

– ¿Ensayan en el colegio? -preguntó Johnny-. En el colegio de Hauger, quiero decir.

– Supongo que sí. Suelen ensayar los jueves, creo. La he visto montada en su bicicleta con la caja de la trompeta sobre el transportín, y está fuera un par de horas. Es como tú, va por todas partes con su bici azul. Me parece oír zumbidos aquí dentro -añadió-. ¿Puedes mirar si es una avispa? No suelo equivocarme en lo que respecta a ese sonido.

Johnny se levantó y dio una vuelta por el caluroso salón, mirando en todos los rincones, levantando las cortinas y los cojines del sofá.

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