Karin Fossum - Presagios

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El verano llega a su fin en una pequeña localidad rural de Noruega. Sus habitantes, acostumbrados a la tranquilidad de sus urbanizaciones rodeadas de bosques y lagos, no están preparados para lo que se avecina. Pequeños y terribles malentendidos comienzan a sucederse: llamadas de hospitales anunciando accidentes que no han ocurrido, periódicos que publican esquelas de ancianos que siguen vivos… presagios de que algo terrible está a punto de ocurrir. El mismo día que comienza todo, el inspector de policía Sejer recibe una extraña nota: «El infierno empieza ahora». Él y su compañero, el detective Jacob Skarre, se ponen manos a la obra para descubrir quién está detrás de tanta confusión. Probablemente ni siquiera el artífice de todo ello sea capaz de prever la marea de violencia que está a punto de desbordarse, porque, ¿quién sabe de qué es capaz la gente cuando ha perdido la sensación de seguridad?
En Presagios, Karin Fossum consigue un retrato fascinante de una pequeña comunidad que se tambalea al borde del precipicio.

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– Si la gente compra paté de pulmón, me fijo -admitió-. Porque no entiendo que la gente pueda comer pulmones. Tienen una pinta asquerosa, son grises. Un poco esponjosos. Entonces los miro fijamente.

– Yo tampoco lo entiendo -apuntó Skarre-. ¿Quién compra paté de pulmón?

– Los viejos -contestó ella-. Y luego sé quién bebe, claro. Los que vienen aquí a comprar cerveza. Y también sé los que se lo pasan muy bien con las chicas.

Señaló un estante del que colgaban condones. Perfil y El Genio Acuático. Con estrías, colores y sabores.

– Hay una señora que compra paracetamol todos los días. Debe de tener muchos dolores. Le tiemblan siempre las manos. Me fijo en cosas así. Y si alguien comprara sangre, me acordaría. Ni siquiera sabía que la vendiéramos. ¡Madre mía, es más de un litro!

De repente la chica entendió la relación con el bebé de Bjerketun, y puso cara de susto. Skarre metió la compra en una bolsa y se fijó en el distintivo que la chica llevaba con su nombre.

– Entonces me llamas, Britt -le dijo con una sonrisa.

Ella sacó de la bata la tarjeta que él le había dado y la miró más de cerca.

– Vale, Jacob -dijo, sonriente-. Te llamaré.

* * *

Más tarde, de camino a su domicilio, Sejer se detuvo junto a la casa de su hija.

Aparcó el Rover en el bordillo y se acercó a la vivienda, se volvió para controlar su aparcamiento, vio que el coche estaba perfectamente aparcado y llamó al timbre.

Ingrid le acarició la mejilla y lo condujo al interior. Cuando su padre estuvo bien sentado en una silla, se puso delante de él con los brazos cruzados.

– ¿Sabes lo que ha pasado? -le preguntó en un tono muy dramático-. A Matteus le ha dado un tirón en un músculo del muslo.

– ¿Qué me dices? -preguntó Sejer asustado-. ¿Es grave? ¿Cuándo ha sido? ¿Se cayó?

– Ayer -contestó su hija, muy seria-. Mientras ensayaba, haciendo el espagat.

– ¿Dónde está ahora?

– Le están dando un masaje. Me pone de los nervios ese cuerpo suyo. Siempre le pasa algo. Así es el ballet. Erik lo dice sin rodeos: es algo muy poco sano.

Erik, el marido de Ingrid, era médico y sabía mucho de esos temas.

Ella se sentó frente a él y puso las manos sobre la mesa. Sejer puso las suyas sobre las de ella como si fuera una tapadera. Cuando era pequeña, jugaban a que las manos eran pajaritos que él encerraba para que no se fueran volando. Luego siempre los dejaba irse, y ella gritaba de gozo cuando su padre intentaba capturarlos de nuevo. Tal vez ella también se acordara, porque le sonrió por encima de la mesa. Luego volvió a ponerse seria.

– Todo gira en torno a su cuerpo -dijo Ingrid-. En cómo funciona, en su capacidad, en sus músculos, en su agilidad y su fuerza. Y en sus debilidades. Es una eterna tortura.

Sejer notó cómo los dedos de Ingrid se movían dentro de las palmas de sus manos mientras hablaba. Le hacían cosquillas.

– Y luego todos los suplementos que necesita -prosiguió-. Vitaminas y minerales para estar siempre en una forma óptima. Y todo lo que no puede comer. O beber. Y lo que no puede hacer. Tanto sacrificio.

Sejer dio un apretón a las manos de su hija.

– Te está tomando el pelo, Ingrid. Ya sabes cómo es. El otro día fuimos a una hamburguesería y se zampó una enorme hamburguesa con queso. Y patatas fritas y salsa.

Ella parpadeó, alterada. Luego se echó a reír, una risa nerviosa.

– ¿Una hamburguesa con queso? ¿De verdad?

Sejer asintió.

– Bueno -dijo ella-, pero lo que cuenta es el día a día.

Puso morros como una niña ofendida.

– Yo me esfuerzo y hago la comida que él me pide aquí en casa. Y luego va y come hamburguesas contigo. Vaya. Qué traidor. Y tú también, ahora que lo pienso.

– Supongo que se trata de un privilegio de abuelo tener derecho a ser la excepción a todas las normas -comentó Sejer sonriendo.

– Algunas veces desearía que se cayera y se rompiera la pierna -proclamó Ingrid.

Sejer abrió los ojos de par en par.

– Porque así se vería obligado a quedarse sentado en una silla. No le quedaría más remedio que descansar. Todos los días durante semanas.

– No conseguirás que Matteus se quede sentado en una silla -dijo Sejer.

Ella suspiró como suspiran las madres cuando se preocupan por pequeñas cosas.

– Piensa en lo que tú hiciste cuando eras joven -le recordó su padre-. Lo dejaste todo para irte a un país en guerra civil. Dejaste atrás las comodidades, el confort y la seguridad. Ni siquiera sé muy bien qué hiciste allí abajo, en África, y casi prefiero no saberlo. Y allí conociste a Matteus y te lo trajiste a casa. A él tampoco le interesan las comodidades y el confort. Se expone a entrenamientos, malestar y dolor. Pero está contento. ¿No está contento, Ingrid?

– ¿Le has visto los pies? -preguntó ella.

– No.

– Bueno, no le pidas que te los enseñe. Es algo terrible de contemplar. La gente no sabe lo que es el ballet. Solo ven a personas que vuelan por encima del suelo; parece muy fácil. Tan puro, bonito y delicioso. Pero luego no hay más que lesiones y agotamiento perpetuo.

– Pero Ingrid -exclamó Sejer.

Su hija fue a la encimera y llenó una jarra de agua.

– ¿Tienes miedo a que no le den ese papel en El lago de los cisnes ? -preguntó Sejer.

Ella se encogió de hombros.

– Supongo que sí.

– Entonces ya somos dos -dijo él-. Siéntate conmigo. Algunas zonas del mundo están en guerra. Nosotros no tenemos derecho a quejarnos.

Ingrid echó agua en dos vasos. Luego se rió de sí misma y de su preocupación.

– Y a ti, papá, ¿cómo te va la vida?

Sejer bebió.

– Dime la verdad -dijo ella-. ¿Piensas mucho en mamá?

Él dejó el vaso en la mesa con un estallido.

– No creo que piense mucho en ella -admitió-. Pero el recuerdo está siempre allí, como un ruido de fondo. Me vienen imágenes de cosas que hicimos de jóvenes. Recuerdos de la época en la que estaba enferma. Todo lo que tuvo que sufrir. Es un poco como vivir junto a una cascada -añadió-. Pasan los años y ese murmullo constante me agota. Jamás puedo sacármelo de los oídos. Pero ese ha sido el hogar que me ha tocado en esta vida.

– El hogar junto a la cascada -dijo Ingrid.

Su padre asintió.

– ¿Y tú? ¿Piensas a menudo en mamá? Dime la verdad -dijo, imitándola.

Ingrid se levantó y empujó la silla hacia atrás. Llevaba una rebeca de color lila, y tenía la espalda arqueada, igual que su madre. Sejer hizo un nuevo descubrimiento: intercalados entre los rubios cabellos de su hija vio algunos plateados. Sintió nostalgia. Ingrid, su hija, su niña, tenía ya algunas canas.

– No pienso mucho en mamá -confesó Ingrid-. Yo era muy pequeña.

Él no contestó nada a eso.

– Pero desde que ella murió, yo solo pensaba en ti -prosiguió Ingrid-. En dónde estabas. En cómo estabas. Siempre escuchaba tus pasos, esperando oír tu voz. Para comprobar si estabas vivo, ¿sabes?

Le lanzó una penetrante mirada, como si quisiera decirle algo más que esas palabras pronunciadas en voz alta. Luego se volvió a sentar. Plantó los codos sobre la mesa.

– ¿Sabes por qué tenemos tanto miedo a la muerte? -preguntó.

Sejer no entendía hacia dónde quería llevarle su hija, pero esperó.

– Es porque nos creemos insustituibles -dijo ella-. Pero no lo somos. Todo el tiempo llega gente nueva. Muchas de esas personas son mejores que nosotros. Más eficaces. Más fuertes. ¿Has pensado en eso?

Él asintió.

– Lo que quieres decir es que debería haberme casado de nuevo -dijo.

– Tal vez -contestó Ingrid con una sonrisa-. Tú siempre te contentas con poco.

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