Camilla Läckberg - La sombra de la sirena

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Un hombre desparece en Fjällbacka sin dejar rastro. Pese a que Patrik Hedström y sus colegas de la policía han hecho cuanto han podido para encontrarlo, nadie sabe si está vivo o muerto. Al cabo de tres meses, lo encuentran finalmente congelado en el hielo. Cuando averiguan que el escritor Christian Thydell, uno de los amigos de la víctima, lleva más de un año recibiendo cartas anónimas plagadas de amenazas, todo se complica.Christian trata de restarle importancia, pero su amiga Erica Falck, quien lo ayudó en la escritura de su primera y exitosa novela, La sombra de la sirena, es consciente del peligro. La policía no tarda en comprender que el asesinato y las cartas están relacionados.Alguien odia a Christian profundamente, y ese alguien parece que no dudará en cumplir sus amenazas…

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Las últimas palabras destilaban un sarcasmo que no le había oído nunca. Christian cerró los ojos y trató de que aquellas palabras no le alcanzaran la conciencia. Pero ella continuó implacable.

– Y, de verdad, me parece estupendo que la cosa vaya bien. Que hayas podido publicar el libro y que te hayas convertido en una nueva estrella. Me encanta y te mereces cada minuto que puedas disfrutar. Pero ¿y yo qué? ¿Dónde entro yo en todo esto? Nadie me elogia, nadie me mira y me dice: «Vaya, Sanna, eres genial, qué suerte tiene Christian contigo». Ni siquiera tú me lo dices. Tú simplemente das por hecho que yo tenga que vivir como una esclava, con los niños y la casa, mientras que tú haces «lo que tienes que hacer» -dijo describiendo en el aire el signo de las comillas-. Y desde luego, claro que lo hago, que cargo gustosa con todo. Sabes que me encanta cuidar de los niños, pero no por ello se me hace menos cuesta arriba. ¡Y por lo menos quiero que me des las gracias! ¿A ti te parece que es mucho pedir?

– Sanna, ahora no, nos están oyendo los niños… -protestó Christian, aunque comprendió que era inútil.

– Ya, siempre tienes una excusa para no hablar conmigo, ¡para no tomarme en serio! O estás muy cansado, o no tienes tiempo porque debes ponerte a escribir, o no quieres discutir delante de los niños, o, o, o…

Los pequeños estaban sentados en silencio y miraban aterrados a Sanna y a Christian, que notó cómo el cansancio daba paso a la ira.

Detestaba aquella actitud de Sanna y era algo que habían discutido infinidad de ocasiones. Que no se cortase a la hora de involucrar a los niños en los conflictos que surgiesen entre ellos. Sabía que trataría de convertir a los niños en sus aliados en aquella guerra cada vez más declarada que había estallado entre ellos. Pero ¿qué podía hacer él? Sabía que todos sus problemas se debían a que no la quería y nunca la había querido. Y ella lo sabía, aunque no quería reconocerlo. Si hasta la había elegido por esa razón, porque era alguien a quien no podría llegar a querer. No como a…

Dio un fuerte puñetazo contra el borde de la mesa. Sanna y los niños dieron un respingo por lo inesperado de aquel gesto. La mano le dolía muchísimo, y eso era lo que pretendía, precisamente. El dolor ahuyentaba todo aquello en lo que no podía permitirse pensar, y notó que estaba recuperando el control.

– No vamos a discutir este asunto ahora -dijo secamente evitando mirar a Sanna a los ojos. Notó sus miradas en la espalda mientras se dirigía al recibidor, se ponía la cazadora y los zapatos y salía a la calle. Lo último que oyó antes de cerrar la puerta fue que Sanna les decía a los niños que su padre era un idiota.

Lo peor era el aburrimiento. Llenar las horas que las niñas pasaban en la escuela con algo que tuviese, al menos, un atisbo de sentido. No era que no tuviese cosas que hacer. Conseguir que la vida de Erik transcurriese sin preocupaciones no era tarea para una persona perezosa. Las camisas debían estar siempre colgadas en su sitio, lavadas y planchadas, había que planificar y preparar cenas para los socios y la casa debía estar siempre reluciente. Verdad era que contaban con una asistenta sin contrato que limpiaba una vez a la semana, pero siempre había cosas que atender. Millones de pequeños detalles que debían funcionar y estar en su lugar, sin que Erik tuviera que notar que alguien se había esforzado para que así fuera. El único problema era que resultaba condenadamente aburrido. Le encantaba todo lo relacionado con las niñas cuando eran pequeñas, incluso los pañales, algo a lo que Erik jamás dedicó un segundo siquiera. Pero a ella no le importaba, se sentía necesaria. Útil. Ella era el centro del mundo para sus hijas, la que se levantaba antes que ellas por las mañanas para hacer que brillara el sol.

Esa época era ya historia. Las niñas iban a la escuela. Se dedicaban a sus amigos y a sus actividades y ahora la veían más bien como el sector servicios. Exactamente igual que Erik. Por si fuera poco, veía con dolor que empezaban a convertirse en dos seres bastante insoportables. Erik compensaba su falta de implicación comprándoles todo lo que pedían, y les había contagiado el desprecio que sentía por ella.

Louise pasó la mano por la encimera de la cocina. Mármol italiano, importado expresamente. Lo había elegido Erik en uno de sus viajes de negocios. A ella no le gustaba. Demasiado frío y demasiado duro. Si hubiera podido elegir, a ella le habría gustado algo de madera, quizá roble oscuro. Abrió una de las puertas lisas y relucientes de los armarios. Más frío, buen gusto sin sentimientos. Para aquella encimera de roble oscuro ella habría elegido puertas blancas de estilo rústico, pintadas a mano, para que se notasen las pinceladas y diesen cuerpo a la superficie.

Rodeó con la mano una de las grandes copas de vino. Regalo de boda de los padres de Erik. De vidrio soplado, naturalmente. El día de su boda su suegra le soltó un discurso sobre la fábrica danesa, pequeña pero exclusiva, en la que habían encargado tan costosa cristalería.

Algo se estremeció en su interior, se le abrió la mano como por voluntad propia. El vidrio estalló en mil pedazos contra el suelo de guijarro. Un suelo que, naturalmente, también era italiano. Era una de las muchas cosas que Erik parecía tener en común con sus padres: lo sueco nunca era lo bastante bueno. Cuanto más remoto era el origen, tanto mejor. Bueno, siempre y cuando no fuese de Taiwán, naturalmente. Louise soltó una risita. Cogió otra copa y, pisando los cristales con las zapatillas, se encaminó decidida hacia la caja de vino que había en la encimera. Erik se burlaba de aquella caja. Él solo se conformaba con vino embotellado de varios cientos de coronas la botella. No se le pasaría por la cabeza mancillarse las papilas gustativas con un vino de doscientas coronas la caja. A veces, solo por chincharle, le llenaba la copa con su vino, en lugar de aquellas botellas francesas o sudafricanas tan finolis cuya especial naturaleza él alababa en largas peroratas. Curiosamente, la misma especial naturaleza de su vino barato, puesto que Erik jamás notó la diferencia.

Y solo gracias a aquellas pequeñas venganzas podía soportar su existencia y que volviera a las niñas contra ella, que la tratase como a un trapo y que se acostase con una vulgar peluquera.

Louise puso la copa debajo de la espita y lo llenó hasta el borde. Luego, brindó con el reflejo de su imagen en la puerta de acero inoxidable del frigorífico.

Erica no lograba dejar de pensar en las cartas. Andaba en casa de un lado para otro, hasta que se vio obligada a sentarse a la mesa de la cocina al cabo de un rato, cuando empezó a notar el dolor en los riñones. Cogió un bloc y un bolígrafo que había en la mesa y empezó a escribir rápidamente lo que recordaba de las cartas que había visto en casa de Christian. Tenía buena memoria para retener textos y estaba casi segura de haber reproducido la mayor parte.

Leía lo que había escrito una y otra vez y, cuanto más lo leía, más amenazador se le antojaba el contenido. ¿Quién tendría motivos para sentir tanta rabia contra Christian? Erica meneó la cabeza, como hablando consigo misma. En realidad, resultaba imposible decir si el autor de las cartas era hombre o mujer. Pero había algo en el tono, en la construcción de las frases y las expresiones, que la hacían pensar en un odio de mujer. No de hombre.

Hecha un mar de dudas, cogió el teléfono inalámbrico. Pero lo dejó otra vez. Sería una tontería. Pero, tras haber leído las palabras del bloc una vez más, cogió el aparato y marcó un número de móvil que sabía de memoria.

– Gaby -respondió la editora jefe después de un solo tono de llamada.

– Hola, soy Erica.

– ¡Erica! -La voz chillona de Gaby se elevó una octava y Erica apartó el auricular de la oreja-. ¿Cómo va todo, querida? ¿No vienen todavía esos bebés? Ya sabes que los gemelos suelen adelantarse. -Parecía que Gaby estuviese andando por la calle.

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