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Jussi Adler-Olsen: El mensaje que llegó en una botella

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Jussi Adler-Olsen El mensaje que llegó en una botella

El mensaje que llegó en una botella: краткое содержание, описание и аннотация

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¿Puede un terrible hecho del pasado seguir teniendo consecuencias devastadoras? Cuando una botella que contiene un mensaje escrito con sangre humana llega al Departamento Q, el subcomisario Carl Mørck y sus asistentes Assad y Rose logran descifrar algunas palabras de lo que fue la última señal de vida de dos chicos desaparecidos en los años noventa. Pero ¿por qué su familia nunca denunció su desaparición? Carl Mørck intuye que no se trata de un caso aislado y que el criminal podría seguir actuando con total impunidad.

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– Hala, vamos. Y tráete a Rose. ¡YA!

– El sótano está condenado -le advirtió el subinspector, Lars Bjørn-. El amianto del aislamiento de las tuberías se está desprendiendo. Han estado los de la Inspección de Trabajo y no hay más que hablar.

Assad asintió con la cabeza.

– Sí; hemos tenido que subir nuestras cosas, y no estamos muy cómodos en este cuarto. Pero te hemos encontrado una buena silla -añadió, como si fuera a servirle de consuelo-. Sí, estamos los dos solos. Rose no quería estar aquí arriba y ha alargado el fin de semana, pero va a venir más tarde.

Fue como si le dieran una patada en sus partes nobles.

Capítulo 2

Se quedó mirando fijamente las velas hasta que se consumieron y la envolvió la oscuridad. Muchas veces antes la había dejado sola, pero nunca en el aniversario de su boda.

Aspiró hondo y se levantó. Últimamente ya no se quedaba esperando junto a la ventana. Ya no escribía el nombre de su marido en el vaho de su aliento sobre el cristal.

Cuando se conocieron no faltaron las advertencias. Su amiga no lo veía claro, y su madre lo dijo sin rodeos. Era demasiado viejo para ella. En su mirada había un destello de maldad. Era un hombre en quien no se podía confiar. Un hombre insondable.

Por eso llevaba tanto tiempo sin ver a su amiga y a su madre. Y por eso aumentaba su desesperación ahora que la necesidad de contacto era mayor que nunca. ¿Con quién iba a hablar? Si no tenía a nadie.

Miró las estancias vacías y bien ordenadas y apretó los labios mientras las lágrimas se acumulaban en sus ojos.

Entonces oyó al niño moverse y se repuso. Se secó la punta de la nariz con el dedo índice e hizo dos aspiraciones profundas.

Si su marido la engañaba, que no se hiciera ilusiones.

La vida debía tener más que ofrecer.

Su marido entró al dormitorio con tal sigilo que solo lo delataba su sombra en la pared. Ancho de hombros y con los brazos abiertos. Después se tumbó y la atrajo hacia sí en silencio. Cálido y desnudo.

Ella esperaba palabras dulces, pero también disculpas bien meditadas. Tal vez temía percibir el débil perfume de otra mujer y el titubeo de la mala conciencia. Sin embargo, él la asió, la volteó con fuerza y le arrancó la ropa apasionadamente. El brillo de la luna iluminaba su rostro, y eso la excitó. Atrás quedaban el tiempo de espera, la frustración, las preocupaciones y las dudas.

Hacía medio año que no se ponía así.

Gracias a Dios que sucedió.

– Voy a pasar algún tiempo fuera, cariño -le dijo de improviso mientras desayunaban, acariciando la mejilla del pequeño. Con aire distraído, como si sus palabras carecieran de importancia.

Ella frunció el ceño y puso los labios en punta para reprimir por un momento la pregunta inevitable; luego dejó el tenedor en el plato y se quedó con la mirada absorta en los huevos revueltos y las lonchas de beicon. La noche había sido larga. Aún la sentía en su interior, en forma de leve molestia en la pelvis, pero también recordaba las caricias finales y las miradas tiernas, que hasta ahora la habían hecho olvidar todo lo demás. Hasta ahora. Porque en aquel momento el sol pálido de marzo penetraba en la estancia como un invitado inoportuno e iluminaba con claridad los hechos: su marido iba a marcharse. Otra vez.

– ¿Por qué no puedes contarme qué haces? Soy tu mujer. No voy a decírselo a nadie -le expuso.

Permaneció con cuchillo y tenedor en el aire. Su mirada se había oscurecido.

– No, lo digo en serio -continuó ella-. ¿Cuánto tiempo va a pasar hasta que vuelvas a estar como esta noche? ¿Ya estamos otra vez? No tengo ni idea de lo que haces, y apenas estás presente cuando paras por casa.

Él la miró de una manera excesivamente directa.

– ¿No has sabido desde el principio que no podía hablar de mi trabajo?

– Ya, pero…

– Pues déjalo estar.

Dejó cuchillo y tenedor en el plato y se volvió hacia su hijo con algo parecido a una sonrisa.

Ella respiraba hondo, con calma, pero en su interior le embargaba la desesperación. Porque era cierto. Mucho antes de la boda él la hizo comprender que no podía hablar de sus misiones. A lo mejor sugirió que tenía que ver con servicios de inteligencia, ya no se acordaba. Pero por lo que ella sabía la gente de los servicios de inteligencia llevaba una vida bastante normal, aparte de su trabajo, y la vida que llevaban ellos no era nada normal. A no ser que la gente de los servicios de inteligencia empleara también el tiempo en misiones más alternativas como la infidelidad, porque ella sospechaba que podía tratarse de eso.

Recogió los platos y estuvo pensando en presentarle su ultimátum de inmediato. En arriesgarse a la furia de su marido, que temía, pero de cuyo alcance aún no sabía nada.

– ¿Cuándo volveré a verte? -preguntó.

Él la miró sonriendo.

– Espero estar de vuelta para el miércoles que viene. Este tipo de trabajos suele llevarme unos ocho o diez días.

– Vale. O sea que vas a llegar justo a tiempo para el torneo de bolos -observó, sarcástica.

Él se levantó y colocó su corpachón tras ella, juntando las manos bajo sus pechos. Sentir la cabeza de él contra su hombro siempre le había dado escalofríos de placer. Esta vez se contrajo.

– Sí -dijo él-. Seguro que vuelvo a tiempo para el torneo. Así que dentro de poco tú y yo vamos a refrescar las sensaciones de anoche. ¿Te parece bien?

Cuando partió y el ruido del coche se fue alejando, ella se quedó un buen rato con los brazos cruzados y la mirada perdida. Una cosa era una vida en soledad. Otra era no saber por qué tenía que pagar aquel precio. Las posibilidades de descubrir a un marido como el suyo en algún tipo de engaño eran mínimas, ya lo sabía, aunque nunca lo había intentado. Su terreno de caza era extenso, y era un hombre precavido, como lo corroboraba su vida en común. Planes de pensiones, seguros, comprobar dos veces puertas y ventanas, maletas y equipaje, la mesa siempre ordenada, nunca había un papel casual o facturas en sus bolsillos o cajones. Era un hombre que no dejaba muchas huellas. Ni su olor permanecía más de unos minutos cuando salía de una habitación. Y así ¿cómo iba a descubrir un asunto de faldas, a menos que contratase a un detective para que lo siguiera? ¿Y de dónde iba a sacar el dinero para eso?

Sacó hacia delante el labio inferior y sopló con lentitud aire caliente hacia su rostro. Era el movimiento que hacía siempre antes de tomar una decisión importante. Antes de saltar el mayor obstáculo en clase de hípica, antes de elegir el vestido de confirmación. Incluso antes de decirle que sí a su marido, y antes de salir a la calle para ver si la vida era diferente allí fuera, bajo la luz tenue.

Capítulo 3

Las cosas como son: al bonachón del sargento David Bell le encantaba holgazanear y quedarse mirando romper las olas contra los salientes de las rocas. En John O’Groats, en el punto más alto de la costa de Escocia, donde el sol brillaba la mitad del tiempo pero lucía el doble de hermoso. Allí había nacido David y allí iba a morir cuando llegara su hora.

David estaba hecho para la mar brava, no cabía duda. Entonces, ¿por qué tenía que pasar el tiempo de mala manera a dieciséis millas al sur, en Wick, en el despacho de la comisaría de Bankhead Road? No, aquella perezosa ciudad portuaria no le decía nada, nunca lo había ocultado.

Por eso su jefe lo enviaba siempre a él cuando había follón en los pueblos del norte. Entonces David llegaba con su coche patrulla y amenazaba a los chavales sobreexcitados con llamar a un comisario de Inverness, y así volvía la calma. Por aquellos lares no querían que forasteros de la gran ciudad anduvieran por sus patios traseros, preferían una meada de caballo en su cerveza Orkney Skull Splitter. Tenían más que suficiente con los que pasaban por allí para coger el transbordador a las Islas Orcadas.

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