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Jussi Adler-Olsen: El mensaje que llegó en una botella

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Jussi Adler-Olsen El mensaje que llegó en una botella

El mensaje que llegó en una botella: краткое содержание, описание и аннотация

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¿Puede un terrible hecho del pasado seguir teniendo consecuencias devastadoras? Cuando una botella que contiene un mensaje escrito con sangre humana llega al Departamento Q, el subcomisario Carl Mørck y sus asistentes Assad y Rose logran descifrar algunas palabras de lo que fue la última señal de vida de dos chicos desaparecidos en los años noventa. Pero ¿por qué su familia nunca denunció su desaparición? Carl Mørck intuye que no se trata de un caso aislado y que el criminal podría seguir actuando con total impunidad.

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– Perdona, Carl -se excusó Morten-. Pero Sysser no encontraba sus llaves, y como tú ya te habías caído redondo, pensé…

Es la última vez que participo en una de las barbacoas de Morten, se prometió Carl, echando una ojeada a la sala, hacia la cama de Hardy.

Desde que instalaron a su viejo compañero en la sala dos semanas antes, el ambiente hogareño había sufrido una transformación. No porque la cama articulada ocupara la cuarta parte de la superficie de la sala, obstruyendo en parte la vista del jardín, ni porque los goteros y las bolsas llenas de orina indispusieran a Carl, y tampoco porque el cuerpo paralizado de Hardy emitiera un flujo constante de gases malolientes. No, lo que hacía que todo fuera diferente era la mala conciencia. El hecho de que Carl tuviera ambas piernas sanas y pudiera moverse con ellas de un lado a otro cuando le apetecía. Y después la sensación de tener que estar siempre compensando aquello. De tener que estar a disposición de Hardy. De tener que hacer algo por aquel hombre impedido.

– Tranquilo, hombre -se le adelantó Hardy cuando un par de meses antes estuvo sopesando los pros y los contras de traerlo a casa de la Clínica para Lesiones de Médula de Hornbæk-. Aquí puede pasar una semana sin que te vea el pelo. ¿No crees que puedo vivir sin tus atenciones unas horas si me mudo a tu casa?

No obstante, la cuestión era que Hardy podía estar en silencio, dormido, como ahora, pero de todas formas estaba allí. En los pensamientos, en la planificación del día, en todas las palabras que había que sopesar antes de decirlas en voz alta. Era agotador. Y un hogar no debía ser agotador.

A eso había que añadir las cuestiones prácticas. Lavado de ropa, cambio de sábanas, arrastrarse con el corpachón de Hardy a cuestas, hacer las compras, ponerse en contacto con las enfermeras y las autoridades, hacer la comida. Bueno, sí, de todo eso ya se encargaba Morten, pero el resto…

– ¿Has dormido bien, colega? -preguntó con cautela mientras se acercaba a la cama de Hardy.

Su antiguo compañero abrió los ojos y luchó por sonreír.

– Bueno, se acabó el permiso. Vuelta al trabajo, Carl. Catorce días que han pasado volando. Pero ya nos encargaremos de todo Morten y yo. Saluda a los chicos de mi parte, ¿vale?

Carl asintió en silencio. Tenía que ser muy duro ser Hardy. Quién pudiera cambiarse por él, aunque solo fuera un día.

Ser Hardy solo por un día.

Aparte de la gente del puesto de guardia de la entrada, Carl no vio un alma. Jefatura era un auténtico desierto. El pórtico, gris invernal e inhóspito.

– ¿Qué coño pasa aquí? -gritó cuando accedió al pasillo del sótano.

Había esperado un recibimiento sonado, o al menos el tufo del engrudo mentolado de Assad o versiones silbadas de los grandes clásicos a cargo de Rose, pero no había nadie. ¿Habían abandonado todos la nave durante sus quince días de permiso para hacer el traslado de Hardy?

Entró en el cuchitril de Assad y miró alrededor, confuso. Ni fotos de ancianas tías, ni alfombra de orar, ni cajas de pastelillos empalagosos. Hasta los tubos fluorescentes del techo estaban apagados.

Atravesó el pasillo y encendió la luz de su despacho. El territorio seguro donde había resuelto tres casos y abandonado otros dos. El lugar adonde no había llegado la prohibición de fumar y donde todos los casos antiguos que constituían los dominios del Departamento Q estaban tranquilamente sobre el escritorio, agrupados en tres montones ordenados según el sistema infalible de Carl.

Frenó en seco ante la visión de un escritorio irreconocible y brillante. Ni una pelusa. Ni una mota de polvo. Ni un folio escrito con letra prieta sobre el que plantar los pies cansados y después arrojar a la papelera. Ningún expediente. Era como si la tierra se lo hubiera tragado todo.

– ¡ROSE! -gritó con tanta energía como pudo.

Y su voz resonó en vano por los pasillos.

Estaba solo en el mundo, como en el cuento. Era el último hombre vivo, un gallo sin gallinero. El rey que daría su reino por un caballo.

Agarró el teléfono y marcó el número de Lis, de la Brigada de Homicidios.

Tardaron veinticinco segundos en responder.

– Secretariado del Departamento A -dijo una voz. Era la señora Sørensen, la compañera más hostil de Carl. Ilse, la loba de las SS en persona.

– Señora Sørensen, soy Carl Mørck -se presentó con voz suave-. Aquí abajo estoy más solo que la una. ¿Qué pasa? ¿Sabes por un casual dónde están Assad y Rose?

Antes de que pasara un milisegundo había colgado. Bruja.

Se levantó y puso rumbo al habitáculo de Rose, algo más adelante en el pasillo. Tal vez encontrara allí la respuesta al misterio de los expedientes desaparecidos. Una idea de lo más lógica hasta el embarazoso segundo en que se dio cuenta de que en la pared del pasillo, entre los despachos de Assad y Rose, había por lo menos diez planchas de aglomerado de corcho en las que estaban pegados todos los casos que dos semanas antes ocupaban su escritorio.

Una escalera de tijera, de madera de alerce amarillo brillante, señalaba dónde habían pegado el último caso. Era un caso que habían tenido que abandonar. El segundo caso consecutivo sin resolver.

Carl dio un paso atrás para poder hacerse una idea general de aquel infierno de papel. ¿Qué diablos hacían sus casos en la pared? Rose y Assad ¿se habían vuelto completamente locos? Igual era la razón por la que aquellos idiotas se habían esfumado.

Claro, no les quedó otro remedio.

En la segunda planta la situación era igual. No había nadie. Hasta el asiento de la señora Sørensen tras la mesa estaba vacío. El despacho del inspector jefe de Homicidios, el del subinspector, el comedor, la sala de reuniones. Todo estaba abandonado.

¿Qué cojones…?, pensó. ¿Había habido amenaza de bomba? ¿O era porque la reforma de la Policía había llegado tan lejos que habían puesto al personal en la calle y estaban vendiendo los edificios? El nuevo supuesto ministro de Justicia ¿se había vuelto tarumba? ¿Es que era capaz de cualquier cosa con tal de salir en los medios?

Se rascó la nuca, levantó el auricular y llamó al cuerpo de guardia.

– Soy Carl Mørck. ¿Dónde coño está todo el mundo?

– La mayoría están en el patio del Panteón.

¿En el patio del Panteón? Joder, si todavía faltaban seis meses para el 19 de setiembre.

– ¿Por qué? Si aún falta medio año para el aniversario de la deportación de policías daneses a Buchenwald. ¿Qué están haciendo, entonces?

– La directora de la Policía quería hablar a un par de departamentos sobre los ajustes de la reforma. Discúlpanos, Carl. Creíamos que lo sabías.

– Pero si acabo de hablar con la señora Sørensen.

– Seguramente habrá derivado los teléfonos a su móvil, ya verás.

Carl sacudió la cabeza. Estaban todos como cabras. Seguro que para cuando volviera al patio el Ministerio de Justicia habría vuelto a cambiar todo el montaje.

Se quedó mirando la blanda y tentadora butaca del inspector jefe de Homicidios. Allí al menos podría echar una cabezadita sin que lo viera nadie.

Diez minutos más tarde lo despertó la mano del subinspector en el hombro y se encontró los risueños ojos como canicas de Assad bailando a diez centímetros de su rostro.

Y se acabó la paz.

– Venga, Assad -dijo, levantándose de la butaca-. Vamos al sótano a quitar los papeles de las paredes a toda pastilla, ¿entendido? ¿Dónde está Rose?

Assad sacudió la cabeza.

– No podemos hacer eso.

Carl se puso en pie y se metió los faldones de la camisa en los pantalones. ¿De qué hablaba Assad? Pues claro que podían hacerlo. ¿No era acaso él quien tomaba las decisiones?

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