– He subido a por un plátano, Carl -se disculpó Assad, agitando en el aire la verga amarilla. ¿Subir hasta el último piso a por un plátano?
Carl asintió para sí. Assad era una especie de mono. Estaba convencido.
Él y Laursen se estrecharon la mano y apretaron con fuerza. La misma broma dolorosa de los viejos tiempos.
– Es curioso, Laursen. Acabo de oír hablar de ti a ese Yding de Albertslund. Tengo entendido que no has vuelto a Jefatura de manera voluntaria.
Laursen sacudió la cabeza.
– No. Pero la culpa es mía. El banco me engañó para que pidiera un préstamo para invertir, y pude hacerlo porque tenía capital. Ahora no tengo una mierda.
– Tendrían que pagar ellos la crisis -dijo Carl. Había oído a otros decir lo mismo en las noticias.
Laursen asintió con la cabeza. No cabía duda de que le daba la razón, y ahora estaba allí otra vez. El último mono de la cantina. Para hacer bocadillos y fregar. Uno de los peritos policiales más hábiles de Dinamarca. Menuda pérdida.
– Pero estoy contento -añadió-. Veo a muchos viejos conocidos de cuando trabajaba en el cuerpo, solo que ahora no hace falta que vaya a trabajar con ellos.
Esbozó una medio sonrisa, como en los viejos tiempos.
– El trabajo me deprimía, Carl, sobre todo cuando tenía que pasar toda la santa noche revolviendo entre restos humanos destrozados. No hubo un solo día en aquellos cinco años que no pensara en largarme. Y el dinero me ayudó a irme, aunque volví a perderlo. Es otra manera de ver las cosas. No hay mal que por bien no venga.
Carl asintió en silencio.
– Tú no conoces a Assad, pero estoy seguro de que no te ha traído aquí solo para hablar del menú de la cantina e invitarte a tomar un té de menta con un antiguo compañero.
– Ya me ha hablado del mensaje en la botella. Creo que he captado lo más importante. ¿Puedo verlo?
Anda que…
Laursen se sentó y Carl sacó con cuidado el mensaje de la carpeta mientras Assad entraba con aire desenfadado llevando una bandeja de latón labrado y sobre ella tres tazas minúsculas.
El aroma a menta se asentó entre los reunidos.
– Seguro que te gusta este té -declaró Assad mientras servía-. Es muy bueno, también para aquí.
Tiró un poco de la entrepierna y les dirigió una mirada cómplice. No había equivocación posible.
Laursen encendió otro flexo y acercó la pantalla al documento.
– ¿Quién lo ha restaurado? ¿Lo sabemos?
– Sí, un laboratorio de Edimburgo, en Escocia -informó Assad. Encontró el informe de la investigación antes de que Carl se pusiera a pensar en dónde lo había dejado-. El análisis está, o sea, aquí.
Assad lo puso delante de Laursen.
– Muy bien -dijo Laursen al rato-. Es Gilliam Douglas quien ha llevado la investigación, por lo que veo.
– ¿Lo conoces?
Laursen miró a Carl con la misma expresión que pondría una niña de cinco años si le hubieran preguntado si sabía quién era Britney Spears. No era una mirada especialmente respetuosa, pero despertaba la curiosidad. ¿Quién diablos sería aquel Gilliam Douglas, aparte de ser un tipo nacido en el lado equivocado de la frontera con Inglaterra?
– Creo que no hay nada que añadir -dijo Laursen, levantando la taza de menta con dos dedazos-. Nuestros compañeros de Escocia han hecho lo que ha estado en su mano para preservar el papel y hacer visible el texto mediante diversos tratamientos lumínicos y químicos. Han encontrado restos insignificantes de tinta, pero por lo visto no han tomado ninguna decisión respecto a la procedencia del papel. De hecho, han dejado para nosotros el grueso de la investigación. ¿Lo han analizado en la Policía Científica, en Vanløse?
– Bueno, yo no sabía que las investigaciones periciales estuvieran sin terminar -dijo Carl de mala gana. Así que era por su culpa.
– Lo pone aquí.
Laursen señaló la última línea del informe.
¿Por qué diablos no lo habían visto? ¡Mierda!
– Ya me lo dijo Rose, entonces. Pero ella no creía que fuera necesario saber de dónde venía el papel -argumentó Assad.
– Bueno, pues en eso estaba sin duda muy equivocada. Déjame ver un poco.
Laursen se levantó y metió las yemas de los dedos en el bolsillo del pantalón. No era cosa fácil con aquellos muslos bien entrenados embutidos en unos vaqueros tan estrechos.
Carl había visto muchas veces la clase de lupa que sacó. Un cuadradito que se desplegaba para poder apoyarlo en el objeto a observar. Parecía la parte inferior de un pequeño microscopio. Una herramienta corriente para coleccionistas de sellos y demás chiflados, pero que en la versión profesional, con las mejores lentes Zeiss, era algo del todo necesario para un perito como Laursen.
Colocó la lupa sobre el documento y gruñó un poco para sí mientras recorría las líneas con la lente. De manera sistemática, de lado a lado, línea a línea.
– ¿Ves más letras con ese trasto de cristal? -preguntó Assad.
Laursen sacudió la cabeza, pero no dijo nada.
Cuando iba por la mitad del mensaje, Carl comenzó a sentir el cosquilleo de las ganas de fumar.
– Tengo que salir a hacer un recado, ¿vale? -informó.
Apenas reaccionaron.
Se sentó junto a una de las mesas del pasillo y se quedó mirando toda aquella maquinaria inactiva. Escáneres, fotocopiadoras y esas cosas. Era de lo más irritante. La próxima vez debía dejar que Rose terminara su trabajo y que no se marchara dejando las cosas a medio hacer. Mal liderazgo.
Fue en aquel triste momento de autocrítica cuando oyó unos ruidos sordos procedentes de las escaleras, algo parecido a una pelota de baloncesto rodando escalera abajo a cámara lenta, seguido de un ruido como de una carretilla con las ruedas deshinchadas. La persona que se le acercó parecía una abuela bien pertrechada de botellas desembarcando de los transbordadores de Suecia. Tanto los toscos zapatos de tacón como la falda escocesa plisada, tan llamativa como el carro de la compra que arrastraba tras de sí, parecían más de los años cincuenta que los mismos años cincuenta. Y por detrás de aquel mamarracho apareció el clon del rostro de Rose con la permanente rubio platino más encantadora que pudiera imaginarse. Era como estar en una película de Doris Day y no saber encontrar la salida de emergencia.
Cuando sucede algo así y el cigarrillo no tiene filtro, uno se quema.
– ¡Mierda puta! -gritó, y arrojó la colilla a los pies de la pintoresca figura.
– Yrsa Knudsen -se presentó, extendiendo un par de dedos alargados con las uñas pintadas de rojo intenso.
Carl jamás hubiera creído que dos gemelas pudieran parecerse tanto y aun así ser tan diferentes, siendo ramas del mismo tronco.
Carl se había propuesto llevar la iniciativa desde el primer instante, pero se oyó respondiendo, cuando ella le preguntó dónde estaba su despacho, que lo encontraría al otro lado de los papeles que ondeaban en aquella pared. Se le olvidó lo que debía haber dicho. O sea, quién era y qué cargo tenía, seguido de una serie de advertencias, entre ellas que lo que las dos hermanas estaban haciendo era absolutamente antirreglamentario y debían ponerle fin lo antes posible.
– Supongo que me llamarás para darme indicaciones en cuanto me haya instalado. ¿Qué tal dentro de una hora? -Fue la despedida de ella.
– ¿Qué ha sido eso? -preguntó Assad cuando Carl volvió a entrar en el despacho.
Carl le dirigió una mirada torva.
– ¿Que qué era? Pues era un problema. ¡Tu problema! Dentro de una hora pon a Yrsa al corriente de los casos. ¿Entendido?
– ¿Era Yrsa la que acaba de pasar?
Carl cerró los ojos como señal de confirmación.
– ¿Lo has entendido? Dale las instrucciones necesarias.
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