Jussi Adler-Olsen - El mensaje que llegó en una botella

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¿Puede un terrible hecho del pasado seguir teniendo consecuencias devastadoras? Cuando una botella que contiene un mensaje escrito con sangre humana llega al Departamento Q, el subcomisario Carl Mørck y sus asistentes Assad y Rose logran descifrar algunas palabras de lo que fue la última señal de vida de dos chicos desaparecidos en los años noventa. Pero ¿por qué su familia nunca denunció su desaparición? Carl Mørck intuye que no se trata de un caso aislado y que el criminal podría seguir actuando con total impunidad.

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– Bueno, yo diría que unas setecientas, ochocientas mil coronas.

Assad soltó un silbido.

– ¿Van a construir algo nuevo sobre el piso bajo dañado, entonces?

– Eso depende de la empresa asegurada.

– O sea, que podrían derrumbarlo todo si quieren.

– Pues sí.

Carl miró a Assad. Sí, se le había ocurrido algo.

Camino del coche, a Carl le dio la sensación de que en la siguiente curva iban a adelantar por la derecha a sus adversarios, y esta vez no iban a ser unos delincuentes, sino la Brigada de Homicidios.

Vaya triunfo si consiguieran tomarles la delantera.

Carl hizo un gesto reservado de saludo a los compañeros que seguían en el patio exterior. No tenía ganas de hablarles.

Que se las arreglaran para averiguar lo que deseaban saber.

Assad frenó un segundo junto al coche patrulla y se quedó leyendo un cartel escrito con letras verdes, blancas, negras y rojas, pegado en una pared pulcramente encalada.

«Israel fuera de la franja de Gazza. Palestina para los palestinos», ponía.

– No saben escribir -sentenció, y subió al coche.

¿Y tú sí?, pensó Carl. Hay que joderse.

Carl puso el motor en marcha y miró a su asistente, que tenía la mirada clavada en el cartel de la esquina. Parecía estar muy lejos de allí.

– ¡Eh, Assad! ¿Dónde estás?

Assad siguió mirando impertérrito.

– Estoy aquí, Carl -le aseguró.

Durante el trayecto a Jefatura no cruzaron palabra.

Capítulo 9

Las ventanas del pequeño edificio comunitario parecían placas de metal al rojo vivo. O sea que los chiflados habían empezado la función.

Se quitó el abrigo en el vestíbulo, saludó a las denominadas «mujeres impuras» que tenían la menstruación, y que estaban fuera escuchando los cantos de júbilo, y se coló por la puerta doble.

La misa había llegado al punto en que el ambiente se estaba caldeando de verdad. Había estado allí varias veces, y el ritual era siempre el mismo. En aquel momento el oficiante, vestido con sus ropajes cosidos a mano, estaba en el altar preparando el «consuelo vital», que es como llamaban a la comunión. Dentro de poco todos, niños y adultos, se levantarían a una señal suya y se acercarían unos a otros con pasos cortos y la cabeza hundida, vestidos con sus túnicas de blanca inocencia.

Aquella comunión del jueves al atardecer era el punto álgido de la semana. En ella la misma Madre de Dios, en la figura del sacerdote, extendía el cáliz a la comunidad y les ofrecía el pan. Pronto los presentes en el Salón de la Madre se abandonarían a una danza feliz y de sus bocas brotarían cascadas interminables de alabanzas para con la Madre de Dios, quien con ayuda del Espíritu Santo dio vida a Jesucristo. Dejarían que las voces fluyeran y hablaran en lenguas extrañas, rezarían por los niños no natos, se abrazarían y recordarían la sensualidad con la que la Madre de Dios se entregó al Señor y muchas más cosas del mismo tenor.

Como tantas otras cosas que ocurrían allí dentro, todo era absurdo.

Se dirigió sigiloso al fondo del local y se colocó junto a la pared. Lo miraron con devoción. Todos son bienvenidos, decían las sonrisas. Y cuando dentro de poco el grupo se entregara al éxtasis, le agradecerían que hubiera acudido a ellos atraído por la Madre de Dios.

Mientras tanto, observaba a la familia que había elegido. Padre, madre y cinco niños. En aquellos círculos raras veces se veían familias con menor número de hijos.

Tras los dos chicos mayores estaba, parcialmente oculto, su padre canoso, y ante ellos las tres niñas, balanceándose rítmicamente de lado a lado con el pelo suelto y cimbreante. En primera fila del círculo, rodeada de otras mujeres adultas, estaba su madre con los labios entreabiertos, los ojos cerrados y las manos sujetando levemente los pechos. Todas las mujeres estaban en la misma postura. Ausentes del mundo que las rodeaba, cabeceando en la conciencia colectiva, estremeciéndose por la cercanía de la Madre de Dios.

La mayoría de las mujeres jóvenes estaban embarazadas. Una de ellas, casi a punto de dar a luz, tenía manchas desleídas en la pechera de la túnica por la leche que rezumaba.

Y los hombres miraban a aquellas mujeres fértiles con una entrega extasiada. Porque el cuerpo femenino, excepto cuando tenía la regla, era lo más sagrado para los discípulos de la Iglesia Madre.

En aquella congregación adoradora de la fecundidad, los hombres estaban de pie con las manos juntas sobre la entrepierna, y los chicos más pequeños reían y trataban de imitarlos sin tener la menor idea del sentido profundo de lo que hacían. Cantaban y hacían como los padres, sin más. Las treinta y cinco personas eran una. Era la hermandad descrita con detalle en el Decreto de la Madre.

La hermandad en la fe en la Madre de Dios, sobre la que se erigía toda la vida. Había oído hablar de ella hasta la saciedad.

Cada secta tenía su verdad irrefutable e incomprensible.

Observó a la mediana de las hijas de la familia, Magdalena, mientras el oficiante arrojaba pan a los cercanos y hablaba en lenguas extrañas.

La chica estaba absorta en sus pensamientos. ¿Estaría pensando en el mensaje de la comunión? ¿En lo que tenía escondido en el agujero del jardín de su casa? ¿En el día que la consagrarían como servidora de la Madre de Dios, la desvestirían y la rociarían con sangre fresca de oveja? ¿En el día en que elegirían un hombre para ella y cantarían a su vientre para que fuera fértil? No era fácil de saber. ¿Qué pasa por la cabeza de una niña de doce años como ella? Solo ellas lo saben. Tal vez estuviera asustada, pues tampoco era para menos.

En la comunidad de la que él procedía eran los chicos los que debían pasar ciertos rituales. Eran ellos quienes debían confiar su voluntad y sus sueños a la comunidad. Ellos quienes ponían su cuerpo. Lo recordaba con total nitidez. Con demasiada nitidez.

Pero aquí todo giraba en torno a las chicas.

Trató de captar la mirada de Magdalena. ¿No estaría pensando precisamente en el agujero del jardín? Aquella cosa inconfesable ¿la atraía más que la fe?

Tal vez fuera más difícil de doblegar que su hermano, que estaba junto a ella. Y por eso tampoco podía decir de antemano a quién de los dos iba a eligir.

A cuál de los dos iba a matar.

Había esperado una hora para forzar su entrada en la casa, hasta que la familia partió en coche para asistir al oficio religioso y el sol de marzo se puso al fondo del horizonte. Un par de minutos le bastaron para soltar los ganchos de una de las ventanas de la sala e introducirse en uno de los cuartos de los niños.

La habitación en la que entró pertenecía a la menor de las niñas, se dio cuenta enseguida. No porque estuviera pintada de rosa o porque el sofá estuviese adornado con cojines estampados de corazones. No, allí no había muñecas Barbie ni lápices adornados con animalitos de plástico, ni manoletinas con tiras delgadas en los tobillos bajo la cama. Porque en el interior del cuarto no había nada que pudiera indicar el modo de ver el mundo y a sí misma de una chica danesa normal de diez años. No, se veía que era el cuarto de la más pequeña porque el traje de bautizo colgaba aún de la pared, porque así se hacía en la Iglesia Madre. El traje de bautizo eran los ropajes de la Madre de Dios, y aquellos ropajes se guardaban para pasarlos al siguiente que naciera en la familia. Hasta entonces, el último nacido debía proteger el traje de bautizo con todo su empeño. Cepillarlo con cuidado los sábados antes del descanso. Planchar el cuello y los encajes al llegar Semana Santa.

Y se consideraba afortunado al último nacido de la familia, porque lograba cuidar durante más tiempo aquel ropaje sagrado. Afortunado, y por tanto más feliz, decían.

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