Jussi Adler-Olsen - La mujer que arañaba las paredes

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La mujer que arañaba las paredes: краткое содержание, описание и аннотация

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En Copenhague, el policía Carl Mørck está atravesando una de las épocas más negras de su vida. Tras ser sorprendido por el ataque de un asesino, un compañero suyo resulta muerto y otro gravemente herido. Su sentimiento de culpabilidad aumenta cuando su jefe y la prensa dudan de su actuación. Relegado a un nuevo departamento dedicado a casos no resueltos, Carl Mørck ve una oportunidad de demostrar su valía al descubrir las numerosas irregularidades cometidas en el caso de Merete Lynggaard.
Cuando en 2002 esta mujer, una joven promesa de la política danesa, desapareció mientras realizaba un viaje en ferry, la policía decidió cerrar el caso por falta de pruebas. Sin embargo, Merete Lynggaard sigue viva aunque sometida a un terrible cautiverio. Encerrada y expuesta a los caprichos de sus secuestradores, sabe que morirá el 15 de mayo de 2007. Carl Mørck ha de utilizar todo su ingenio e intuición.

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– Y si se trataba de una persona que salió a la calzada, y si esa persona y quien embistió a Hale estaban confabuladas, ya no estamos ante un accidente: es un asesinato. Y en ese caso habría sospechas fundadas de que la desaparición de Merete Lynggaard no es más que un eslabón del mismo crimen -concluyó Marcus Jacobsen, anotando algo en su cuaderno.

– Sí, tal vez -admitió Bak torciendo el gesto. No lo estaba pasando nada bien. Carl se levantó.

– No hubo testigos, o sea que no podemos saber más. Estamos buscando al chófer del otro vehículo.

Se volvió hacia Bak, que casi había desaparecido en su funda de cuero.

– También yo pensaba en algo como lo que has dicho, Bak, así que has de saber que pese a todo has sido de ayuda. No olvides decirme si recuerdas algo más, ¿vale?

Bak asintió en silencio. Su mirada era grave. Aquello no tenía que ver con su prestigio personal, sino con un trabajo profesional que había que terminar debidamente. Había que reconocérselo al hombre.

Casi daban ganas de darle una palmada amistosa en el hombro.

– Traigo noticias buenas y noticias malas de Stevns, Carl -comenzó Assad. Carl suspiró.

– Me importa un huevo el orden, Assad. Desembucha.

Assad se sentó en el borde de su escritorio. A ese paso, iba a sentársele en el regazo.

– Vale, empieza con las malas -sugirió. Si tenía por norma introducir sus malas noticias con una sonrisa como aquella, iba a troncharse de risa cuando llegara a las buenas.

– El que embistió a Daniel Hale también ha muerto -declaró, expectante ante la reacción de Carl-. Ha llamado Lis para decirlo. Lo tengo escrito aquí.

Señaló una serie de caracteres árabes que igualmente podían significar que pasado mañana iba a nevar en Lofoten.

Carl no fue capaz de reaccionar. Aquello era típico e irritante. Pues claro que el hombre había muerto, ¿qué esperaba? ¿Que estuviera vivito y coleando y les confesara de inmediato que se había hecho pasar por Hale, que había asesinado a Lynggaard y después había matado a Hale? ¡Absurdo!

– Lis dice que era un paleto y un cafre. Dice que había estado en la cárcel varias veces por conducción temeraria. ¿Sabes qué quería decir con paleto y cafre?

Carl asintió en silencio, cansado.

– Bien -dijo Assad, y siguió leyendo sus jeroglíficos. En algún momento tendría que sugerirle que escribiera en danés. Después continuó-. Vivía en Skaevinge, en el norte de Selandia. Lo encontraron muerto, o sea, en la cama, con vómito en los pulmones y una tasa de alcohol en la sangre de por lo menos diez gramos por litro. También había tomado pastillas.

– Vaya. ¿Cuándo ocurrió eso?

– Al poco del accidente. En el informe se sugiere que las cosas se le empezaron a torcer después del accidente.

– ¿Quieres decir que se ahogó en alcohol a causa del accidente?

– Sí. A causa del estrés posdramático.

– Se dice postraumático, Assad.

Carl tamborileó con los dedos sobre el borde de la mesa y cerró los ojos. Tal vez hubiera tres personas en la carretera cuando ocurrió el choque, y entonces probablemente sería homicidio. Y si había sido homicidio, entonces el paleto de Skaevinge tenía motivos de verdad para ahogarse en alcohol. Pero ¿dónde estaba la tercera persona que en apariencia se puso ante el coche de Hale, si es que había alguien? ¿También se había suicidado?

– ¿Cómo se llamaba?

– Dennis. Dennis Knudsen. Tenía veintisiete años cuando murió.

– ¿Tienes la dirección donde vivía Dennis Knudsen? ¿Tenía allegados? ¿Familia?

– Sí. Vivía con sus padres -respondió Assad, sonriendo-. En Damasco hay muchos de esa edad que siguen con sus padres.

Carl arqueó las cejas. No iba a tolerar a Assad más comentarios sobre Oriente Próximo.

– Has dicho que tenías también una buena noticia.

En efecto, el rostro de Assad estaba a punto de reventar. De orgullo, seguramente.

– Toma -dijo, dándole una bolsa de plástico negro que tenía a sus pies.

– Bueno. ¿Y qué hay aquí dentro, Assad? ¿Veinte kilos de semillas de sésamo?

Carl se levantó y metió la mano, y enseguida notó el asa. Sensaciones precisas le provocaron un escalofrío, y sacó el objeto.

Se trataba, efectivamente, de un maletín gastado. Igual que el de la foto de Jonas Hess, tenía un gran rasguño, y no sólo en la parte frontal, también detrás.

– ¡Ostras, Assad! -exclamó, sentándose con lentitud-. La agenda ¿está dentro?

Notó un hormigueo en el brazo cuando Assad asintió con la cabeza. Se sentía en posesión del Santo Grial.

Miró el maletín. Tranquilo, Carl, se dijo, soltando los cierres y levantando la tapa. Todo estaba allí. Su agenda forrada de cuero marrón. Material de escritorio, su móvil Siemens con su correspondiente cargador plano, notas escritas a mano en un papel cuadriculado, un par de bolígrafos y un paquete de clínex. Desde luego, era el Santo Grial.

– ¿Cómo…? -preguntó, sin más. Y estuvo pensando si no deberían analizarlo antes los de la Policía Científica.

La voz de Assad sonó desde muy lejos.

– Primero he estado con Helle Andersen, que no estaba en casa, pero la ha llamado su marido. Estaba acostado, se quejaba de dolor de espalda. Y al llegar ella le he enseñado la foto de Daniel Hale, pero no recordaba haberlo visto nunca.

Carl se quedó mirando la bolsa y su contenido. Paciencia, pensó. En algún momento volvería al maletín.

– ¿Estaba Uffe presente cuando el hombre entregó la carta? ¿Te has acordado de preguntárselo? -trató de allanarle el camino.

Assad asintió con la cabeza.

– Sí, dice que Uffe estuvo todo el tiempo a su lado. Debía de estar muy interesado. Solía estarlo siempre que llamaban a la puerta.

– ¿Y le ha parecido que el hombre que llamó a la puerta se parecía a Hale?

Assad arrugó un poco la nariz. Una reproducción perfecta.

– No mucho, sólo un poco. El que entregó la carta igual era más joven, algo más moreno y algo más masculino. Por la barbilla y los ojos y tal; pero no ha podido decir más.

– Y entonces le has preguntado por el maletín, ¿verdad?

La sonrisa de antes volvió al rostro de Assad.

– Sí. La asistenta no sabía dónde estaba. Lo recordaba bien, pero no sabía si Merete Lynggaard lo llevó a casa la última noche. Al fin y al cabo, ella no estaba aquella tarde, ¿no?

– Assad, al grano. ¿Dónde lo has encontrado?

– Junto a la caldera de la calefacción, en la recocina de los anticuarios.

– ¿Has estado en la casa de Magleby donde los anticuarios?

Assad asintió en silencio.

– Helle Andersen me ha dicho que Merete Lynggaard hacía las cosas exactamente igual todos los días. Se había dado cuenta con el paso de los años. Siempre igual. Los zapatos los dejaba en la recocina, pero antes miraba siempre por la ventana. O sea, a Uffe. Todos los días se desvestía y metía la ropa junto a la lavadora. No porque estuviera sucia, sino porque la dejaba allí, sin más. Y después se ponía siempre la bata. Y ella y su hermano veían siempre el mismo vídeo, entonces.

– ¿Y qué hay del maletín?

– Bueno, la asistenta no sabía nada de él, Carl. Nunca veía dónde lo ponía Merete, pero pensaba, o sea, que lo dejaría en la entrada o en la recocina.

– ¿Cómo coño has podido encontrarlo en la recocina, junto a la caldera de la calefacción, cuando no lo encontraron entre todos los de la Brigada Móvil? ¿No estaba a la vista? ¿Por qué seguía estando allí? Me da la sensación de que los anticuarios son muy meticulosos con la limpieza. ¿Qué método has seguido?

– Los anticuarios me han dejado a mis anchas, y entonces he repetido mentalmente los movimientos.

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