Jussi Adler-Olsen - La mujer que arañaba las paredes

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La mujer que arañaba las paredes: краткое содержание, описание и аннотация

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En Copenhague, el policía Carl Mørck está atravesando una de las épocas más negras de su vida. Tras ser sorprendido por el ataque de un asesino, un compañero suyo resulta muerto y otro gravemente herido. Su sentimiento de culpabilidad aumenta cuando su jefe y la prensa dudan de su actuación. Relegado a un nuevo departamento dedicado a casos no resueltos, Carl Mørck ve una oportunidad de demostrar su valía al descubrir las numerosas irregularidades cometidas en el caso de Merete Lynggaard.
Cuando en 2002 esta mujer, una joven promesa de la política danesa, desapareció mientras realizaba un viaje en ferry, la policía decidió cerrar el caso por falta de pruebas. Sin embargo, Merete Lynggaard sigue viva aunque sometida a un terrible cautiverio. Encerrada y expuesta a los caprichos de sus secuestradores, sabe que morirá el 15 de mayo de 2007. Carl Mørck ha de utilizar todo su ingenio e intuición.

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– Nosotros no empleamos a gentuza como Jonas Hess. Tendrás que buscar en el listín.

Carl anotó el nombre y metió el billete en el bolsillo en un santiamén. Aquel idiota iba a escribir sobre él en el número de la semana siguiente de todas formas. Además, nunca en la vida había pagado por sus informaciones, y para cambiar de sistema hacía falta alguien de más calibre que aquel Hyttested.

– ¿Que habrías muerto por él? -gritó Hyttested detrás de Carl cuando éste atravesó las filas-. ¿Por qué no lo hiciste, Carl Mørck?

En la recepción le dieron la dirección de Jonas Hess y el taxi lo dejó en Vejlands Alié, junto a una diminuta casa encalada que los años habían rodeado con las sobras de la sociedad: bicis viejas, acuarios agrietados y garrafones de los tiempos de la destilación casera, lonas enmohecidas que ya no podían ocultar tablas podridas, profusión de botellas y todo tipo de cachivaches. El propietario de la casa podría ser candidato para uno de los numerosos programas sobre viviendas que emitían en todos los canales de la tele. En eso estaría de acuerdo hasta el arquitecto paisajista más mediocre.

Una bici volcada frente a la puerta de entrada y el murmullo quedo de una radio tras las mugrientas ventanas indicaban que había tenido suerte, y Carl se apoyó en el timbre de la puerta hasta que empezó a notar palpitaciones en la zona del dedo.

– Ya vale de escándalo -se oyó finalmente desde el interior.

Un hombre rubicundo con síntomas inconfundibles de tener una buena resaca abrió la puerta y trató de enfocar a Carl bajo el sol deslumbrante.

– Joder, ¿qué hora es? -preguntó, soltando la manilla y volviendo a entrar. Para seguirlo no hizo falta una orden de registro.

La sala era como las que se ven en películas de catástrofes después de que el cometa haya partido en dos el globo terráqueo. El habitante de la casa se dejó caer con un suspiro satisfecho sobre un sofá hundido en el medio y dio un buen lingotazo a una botella de whisky mientras trataba de localizar a Carl con el rabillo del ojo.

La experiencia le decía a Carl que no era precisamente un testigo perfecto.

Lo saludó de parte de Pelle Hyttested y esperó que aquello rompiera el hielo.

– Me debe dinero -fue la respuesta.

Carl estuvo pensando en enseñarle la placa, pero volvió a meterla en el bolsillo.

– Pertenezco a un departamento de la policía que trata de resolver enigmas sobre pobres desgraciados -aclaró. Aquello no podía acojonar a nadie.

Hess dejó la botella por un momento. Puede que a pesar de todo fueran demasiadas palabras para el estado en el que se encontraba.

– Vengo en relación con Merete Lynggaard -intentó después Carl-. Tengo entendido que eras un especialista en ella.

El hombre trató de sonreír, pero una arcada de bilis se lo impidió.

– No hay muchos que sepan eso -dijo-. ¿Qué coño pasa con ella?

– ¿Tienes alguna foto suya que no haya sido publicada?

El hombre se dobló hacia delante con una risa sofocada.

– Joder, vaya pregunta idiota. Tengo por lo menos diez mil.

– ¡Diez mil! Parece mucho.

– Escuche -repuso, levantando la mano-: Dos o tres rollos de película por cada dos días durante dos o tres años ¿cuántas fotos dan?

– Creo que bastante más de diez mil.

Pasada una hora, Jonas Hess había espabilado lo suficiente, ayudado por las calorías que contiene el whisky sin rebajar, para poder acompañar a Carl sin vacilaciones hasta el laboratorio, que estaba en una pequeña construcción de cemento aligerado detrás de la casa.

La realidad allí era bastante diferente a la del interior de la casa. Carl había estado en muchos laboratorios de fotografía, pero en ninguno tan pulcro y bien organizado como aquél. La diferencia entre el hombre de la casa y el hombre del laboratorio era espantosamente incomprensible.

El fotógrafo tiró de un cajón metálico y rebuscó en él.

– Mire -dijo, tendiéndole una carpeta donde ponía «Merete Lynggaard: 13/11/2001 – 1/3/2002»-. Son los últimos negativos que tengo de ella.

Carl abrió por detrás la carpeta de negativos. Cada funda de plástico contenía los negativos de una película, pero en la última funda sólo había cinco instantáneas. La fecha aparecía escrita con buena letra. Ponía «1/3/2002, ML».

– ¿Le hiciste fotos la víspera de su desaparición?

– Sí. Nada de particular. Unas instantáneas en el patio de entrada al Parlamento. Solía estar esperando en la puerta de entrada.

– ¿Esperándola a ella?

– No sólo a ella. A todos los parlamentarios. Si yo le contara las divertidas constelaciones que he visto en esa escalera… Sólo tienes que esperar, y un buen día aparece.

– Pero ya veo que lo divertido no llegó aquel día -replicó Carl. Sacó la funda de plástico de la carpeta y la colocó sobre la caja luminosa. O sea que las fotos estaban hechas el viernes antes de que Merete volviera a casa. La víspera de su desaparición.

Se acercó más a los negativos.

Sí, saltaba a la vista. Llevaba el maletín bajo el brazo.

Carl sacudió la cabeza. Increíble. Había tenido suerte a la primera. En aquel negativo estaba la prueba, blanco sobre negro. Merete se había llevado el maletín a casa. Un viejo maletín gastado, con desgarrón y todo.

– ¿Puedes dejarme este negativo?

El fotógrafo tomó otro trago y se secó los labios.

– No dejo prestados los negativos. Ni siquiera los vendo. Pero podemos hacer una copia, lo escaneo y punto. No hace falta que la calidad sea excelente -declaró, aspirando y gargajeando un poco al reír.

– Sería magnífico tener una copia. Puedes mandar la factura a mi departamento -propuso Carl, dándole una tarjeta.

El tipo miró los negativos.

– No hace falta. Aquel día no hubo nada especial. Pero con Merete Lynggaard generalmente no solía haber nada especial. Sólo si hacía frío en verano y se le adivinaban los pezones debajo de la blusa. Esas fotos me las pagaban bastante bien.

Volvió a sonar la risa gargajeante mientras se dirigía a un pequeño frigorífico rojo en equilibrio inestable entre dos bidones de productos químicos. Cogió una botella de cerveza y debió de intentar ofrecer, pero para cuando Carl reaccionó el contenido había desaparecido.

– Porque la exclusiva era poder hacerle una foto con algún amante, ¿sabe? -añadió, mientras buscaba algo que meterse entre pecho y espalda-. Creí haberlo conseguido unos días antes.

Cerró el frigorífico de un portazo y estuvo hojeando un poco en la carpeta.

– Ah, sí, también están éstas de Merete discutiendo fuera del salón de plenos con un par de miembros del Partido Danés. He hecho copias de contacto de esos negativos.

Se echó a reír.

– Bueno, no saqué la foto por la discusión, sino por la que está detrás -aclaró, señalando a una persona que estaba cerca de Merete-. Puede que no se vea bien en este tamaño, pero debería ver cómo queda al ampliarla. Esa nueva secretaria estaba completamente enamorada de Merete Lynggaard.

Carl se inclinó hacia la foto. No cabía duda, era Søs Norup. Su expresión era totalmente distinta a la que había mostrado en su cueva de dragón de Valby.

– No tengo ni puta idea de si había algo entre ellas o si sólo era cosa de la secretaria. ¡Pero qué cojones! A saber si esta foto en algún momento habría dado dinero -dijo. Después pasó a la siguiente página de negativos y, colocando un dedo húmedo en medio de la hoja, exclamó-: ¡Aquí está! Ya sabía que fue el 25 de febrero, porque es el cumpleaños de mi hermana. Pensé que podría comprarle un buen regalo si la foto resultaba ser una mina de oro. Aquí está.

Sacó la funda de plástico y la colocó sobre la caja luminosa.

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