– Sí, Assad. Claro que podían.
Levantó la mirada hacia los paneles de la autopista. Sólo faltaba un par de kilómetros para llegar a Tåstrup.
– Sal aquí -dijo.
– ¿Por qué? -preguntó Assad mientras el coche cruzaba la línea continua sobre dos ruedas.
– Porque quiero ver el lugar donde murió Daniel Hale.
– ¿Quién?
– El tío que andaba detrás de Merete Lynggaard.
– ¿Cómo es que sabes eso?
– Me lo contó Bak. Hale murió en accidente de coche. Tengo aquí el atestado de Tráfico.
Assad silbó suavemente, como si los accidentes de coche mortales estuvieran reservados a los que tenían muy mala suerte.
Carl se fijó en el velocímetro. Assad debería quizá tratar de soltar un poco el acelerador, si no querían entrar en las estadísticas.
Aunque habían transcurrido cinco años desde que Daniel Hale perdiera la vida en la carretera de Kappelev, aún quedaban huellas del accidente. El edificio contra el que se empotró lo habían reparado de mala manera, y la mayor parte del tizne lo había lavado la lluvia, pero por lo que veía Carl el grueso del dinero del seguro debió de dedicarse a otra cosa.
Miró a la carretera. Era un tramo abierto bastante largo. Fue una condenada mala suerte que el hombre se incrustara contra el feo edificio. Diez metros antes o después el coche se habría abalanzado sobre los campos.
– Bastante mala suerte. ¿No te parece, Carl?
– Muy mala suerte, carajo.
Assad dio una patada al tocón que aún quedaba ante los arañazos del muro.
– ¿Dio contra el árbol, y el árbol se tronchó como un palillo, y después golpeó el muro y el coche empezó a arder?
Carl asintió en silencio y se volvió. Sabía que algo más allá había una carretera secundaria. Por lo que recordaba del atestado de Tráfico, el otro coche había salido de aquella carretera.
Señaló hacia el norte.
– Daniel Hale venía con su Citroën desde Tåstrup y, según el otro conductor y las mediciones, chocaron exactamente ahí -declaró, señalando un punto de la mediana-. Puede que Hale se durmiera. El caso es que invadió la otra calzada y chocó con el segundo vehículo, tras lo cual el coche de Hale rebotó y se fue directo contra el árbol y la casa. Todo sucedió en una fracción de segundo.
– ¿Qué le pasó al conductor del otro coche?
– Pues aterrizó ahí -respondió Carl, señalando un extenso campo que la UE había dejado en barbecho años atrás.
Assad silbó para sí.
– ¿Y a él no le pasó nada, entonces?
– No. Conducía uno de esos monstruos con tracción en las cuatro ruedas. Estamos en el campo, Assad.
Su compañero parecía estar totalmente de acuerdo.
– En Siria también hay un montón de 4x4 -añadió después.
Carl asintió con la cabeza, pero no estaba atendiendo.
– Es extraño, ¿no, Assad? -dijo luego.
– ¿Qué? ¿Que chocara contra la casa?
– Que muriera al día siguiente de la desaparición de Merete Lynggaard. Un tío al que Merete acababa de conocer y que tal vez estuviera enamorado de ella. Muy extraño.
– ¿Crees que puede haber sido un suicidio? ¿Porque estaba triste tras la desaparición de ella en el mar? -el rostro de Assad se transformó un poco mientras lo miraba-. Puede que se suicidara porque había matado a Merete Lynggaard. Peores cosas se han oído, Carl.
– ¿Suicidio? No, entonces habría chocado contra la casa directamente. No, desde luego que no fue un suicidio. Además, no podía haberla matado. Estaba en un avión cuando Merete Lynggaard desapareció.
– De acuerdo -dijo Assad, volviendo a tocar los rasponazos del muro-. Entonces tampoco pudo ser el que entregó una carta en la que ponía «Buen viaje a Berlín», ¿verdad?
Carl asintió con la cabeza y miró hacia el sol, que se disponía a aterrizar por el oeste.
– No, no pudo ser él.
– Entonces, ¿qué hacemos aquí, Carl?
– ¿Que qué hacemos? -repuso, mirando fijamente a los campos, donde las primeras malas hierbas de la primavera empezaban a crecer-. Enseguida te lo digo, Assad. Vamos a investigar. Eso es lo que vamos a hacer.
2007
– Muchas gracias por organizar la reunión y por querer volver a verme tan pronto -dijo Carl, tendiendo a Birger Larsen la mano bien abierta-. No llevará mucho tiempo.
Miró la hilera de rostros conocidos presentes en el despacho del vicepresidente de los Demócratas.
– Bien, Carl Mørck. He reunido aquí a todos los que trabajaban con Merete Lynggaard justo antes de que desapareciera. Tal vez conozca alguna cara de antes.
Carl los saludó con la cabeza. Sí, conocía a alguno de ellos. Allí estaban muchos de los políticos que podrían hacer caer al Gobierno en las próximas elecciones. Siempre quedaba la esperanza. La portavoz política con una falda hasta la rodilla, un par de sus parlamentarios más destacados y un par del secretariado, incluida la secretaria Marianne Koch. Esta le dirigió una mirada insinuante, cosa que le recordó que sólo quedaban tres horas para el severo interrogatorio en el despacho de Mona Ibsen.
– Como seguramente les habrá contado Birger Larsen, estoy investigando una vez más la desaparición de Merete Lynggaard antes de que cerremos el caso. Y por eso tengo que saber todo cuanto pueda ayudarme a entender cuál fue el comportamiento de Merete Lynggaard durante los últimos días y cuál era su estado de ánimo. Tengo la impresión de que la policía, en una fase bastante temprana de la investigación, llegó a la conclusión de que había caído al agua por accidente, y es posible que así fuera. Y en ese caso jamás llegaremos a saberlo con seguridad. Tras cinco años en el mar, hace tiempo que el cadáver se habrá hundido.
Todos asintieron en silencio. Con el semblante serio y en cierto modo también afligido. Los allí presentes eran los que Merete Lynggaard podía considerar sus compañeros. Excepto quizá la nueva princesa heredera.
– En nuestra investigación hay muchas cosas que apuntan a un accidente, así que habría que ser bastante estúpido para creer otra cosa. No obstante, en el Departamento Q somos unos escépticos de órdago, seguramente por eso nos han elegido para el trabajo.
Los asistentes sonrieron ligeramente. Bueno, al menos prestaban atención.
– Por eso voy a hacerles una serie de preguntas, y si tienen algo que decir, no duden en intervenir.
La mayoría volvió a asentir en silencio.
– ¿Alguien de ustedes recuerda -continuó- si Merete Lynggaard se reunió con un grupo que trabajaba a favor de las investigaciones con placenta poco antes de que desapareciera?
– Ya me acuerdo -dijo una del secretariado-. Hubo un grupo reunido para la ocasión por Bille Antvorskov, de BasicGen.
– ¿Bille Antvorskov? ¿Ese Bille Antvorskov? ¿El multimillonario?
– El mismo. Juntó el grupo y consiguió una reunión con Merete Lynggaard. Estuvieron de ronda.
– ¿De ronda? ¿Con Merete Lynggaard?
– No -repuso la mujer sonriendo-. Decimos eso cuando un grupo de presión se reúne con todos los partidos por turnos. El grupo intentaba lograr una mayoría en el Parlamento.
– En alguna parte tiene que haber un informe de esa reunión, ¿no?
– Supongo que sí. No sé si estará impreso, pero si no tal vez podamos buscar en el ordenador de la antigua secretaria de Merete Lynggaard.
– ¿Todavía existe? -se sorprendió Carl. Le costaba creer lo que estaba oyendo.
La mujer del secretariado sonrió.
– Siempre guardamos los discos duros antiguos cuando cambiamos de sistema operativo. Cuando pasamos a Windows XP hubo que cambiar por lo menos diez discos duros.
– ¿No hay una intranet?
– Sí, tenemos una, pero en aquella época la secretaria de Merete y algunos otros no estaban conectados.
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