– ¿Cambió su comportamiento, volvía antes a casa, desaparecía del salón de plenos para llamar por el móvil en los pasillos? ¿Llegaba más tarde por la mañana?
Volvió a mirarla asintiendo enfáticamente con la cabeza, como si aquello pudiera despertarla de entre los muertos.
Søs dio otra calada al cigarrillo y aplastó la colilla en el cenicero.
– ¿Ha terminado? -preguntó.
Carl suspiró. ¡Se acabó! Qué otra cosa podía esperarse de aquella mema.
– Sí, he terminado.
– Bien -repuso Søs y levantó la cabeza. Por un instante pareció ser una mujer con cierta dignidad-. Ya le conté a la policía lo del telegrama, y que iba a cenar con alguien en el Café Bankeråt. La vi escribiéndolo en su agenda. No sé con quién iba a cenar, pero desde luego sus mejillas se ruborizaron.
– ¿Quién podía ser?
Ella se alzó de hombros.
– ¿Tage Baggesen? -sugirió Carl.
– Sí, cualquiera. Conocía a mucha gente en Christiansborg. Había también un hombre de una delegación que parecía interesado. Muchos lo estaban.
– ¿De una delegación? ¿Cuándo fue eso?
– No mucho antes de que desapareciera.
– ¿Recuerdas cómo se llamaba?
– ¿Después de cinco años? No, desde luego que no.
– ¿Qué delegación era?
Ella lo miró cabreada.
– Tenía que ver con investigaciones sobre defensa inmunológica. Pero antes me ha interrumpido -replicó Søs-. Sí, Merete Lynggaard recibía también flores. No cabía duda de que tenía una relación personal con alguien. No sé en qué consistía exactamente, pero todo eso ya se lo he dicho a la policía.
Carl se rascó la nuca. ¿Dónde constaba aquello?
– ¿A quién se lo dijiste, si puede saberse?
– No lo recuerdo.
– No sería a Børge Bak, de la Brigada Móvil, ¿verdad?
La mujer lo señaló con el índice. El dedo decía: bingo.
El jodido de Bak. ¿Haría siempre un descarte así de la información cuando escribía un informe?
Miró a la compañera de celda que había elegido Søs Norup. No prodigaba las sonrisas, no. En aquel momento sólo esperaba a que él desapareciera.
Carl saludó con la cabeza a Søs Norup y se levantó. Entre los miradores había colgados varios retratos diminutos en color, así como un par de fotografías grandes en blanco y negro de sus padres tomadas en tiempos mejores. Seguramente serían guapos en aquella época, pero con las rayas y los tachones que Søs había hecho en todos los rostros de las fotos era difícil de apreciar. Carl se inclinó hacia los minúsculos marcos de foto y reconoció una de las muchas imágenes de prensa de Merete Lynggaard por su ropa y su postura. También ella había perdido la mayor parte de la cara en una trama de rayas. O sea que Søs Norup coleccionaba imágenes de personas odiadas. Quizá consiguiera también él un lugar allí, siempre que se esmerase.
Børge Bak estaba por una vez solo en su despacho. Su chaqueta de cuero estaba arrugadísima ya. Señal indiscutible de que trabajaba aplicadamente día y noche.
– ¿No te tengo dicho que no entres sin llamar, Carl? -protestó, golpeando la mesa con el bloc de notas y dirigiéndole una mirada furiosa.
– La has cagado, Borge -repuso Carl.
Fuera por el uso del nombre de pila o por la acusación, la reacción fue evidente. De repente, todas las arrugas de la frente de Bak se pusieron verticales.
– Merete Lynggaard recibió unas flores un par de días antes de su muerte, cosa que por lo que he oído nunca ocurría.
– ¿Y qué? -la mirada de Bak no podía ser más condescendiente.
– Buscamos a alguien que puede haber cometido un asesinato, ¿no te has dado cuenta? Un amante podría ser un sospechoso razonable.
– Se investigó todo.
– Pero en el informe no está todo.
Bak alzó los hombros forzadamente.
– Relájate, Carl. No eres el más indicado para hablar del trabajo de otros. Los demás nos rompemos los cuernos currando mientras tú calientas una silla. ¿Crees que no lo sé? Escribo en los informes lo que me parece importante, y ya está -replicó, arrojando el cuaderno sobre la mesa.
– No escribiste que una asistenta social llamada Karin Mortensen observó a Uffe Lynggaard entretenido en un juego que sugería que recordaba el accidente. Tal vez pueda recordar también algo del día en que Merete Lynggaard desapareció, pero todo parece indicar que no seguisteis esa pista.
– Karen Mortensen. Se llamaba Karen, Carl. No hay más que oírte. No vas a darme tú lecciones de minuciosidad.
– Entonces, ¿te das cuenta de lo que podría significar esa información de Karen Mortensen?
– Calla, hombre. Lo comprobamos, ¿vale? Uffe no recordaba ni hostias. Estaba de la olla.
– Merete Lynggaard conoció a un hombre pocos días antes de morir. Vino con una delegación que investigaba las relaciones de defensa inmunitaria. Tampoco escribiste nada de eso en el informe.
– No, pero lo investigamos.
– Ya sabes que la abordó un hombre, y que había buena química entre ellos. Al menos es lo que dice que te ha contado la secretaria Søs Norup.
– Sí, cojones. Por supuesto que lo sé.
– ¿Y por qué no está en el informe?
– Pues no lo sé. Seguramente porque resultó que el hombre estaba muerto.
– ¿Muerto?
– Sí, achicharrado en un accidente de coche al día siguiente de la desaparición de Merete. Se llamaba Daniel Hale -declaró con aplomo, para que Carl reparase en su buena memoria.
– ¿Daniel Hale? -repitió. Parece que con el paso del tiempo Søs Norup lo había olvidado.
– Sí, un tío que participó en las investigaciones con placenta para las que la delegación buscaba financiación. Tenía un laboratorio en Slangerup -repuso Bak con gran seguridad en sí mismo. Aquella parte del caso la controlaba bien.
– Si murió al día siguiente, bien podría tener relación con la desaparición.
– No creo. Llegó de Londres la tarde en que ella se ahogó.
– ¿Estaba enamorado de ella? Søs Norup sugiere que bien podría ser el caso.
– Si es así, una pena para él. Ella no le correspondía.
– ¿Estás seguro, Borge? -insistió. Era evidente que a Bak le dolía oír su nombre de pila. De forma que esa cuestión estaba resuelta: en adelante iba a oírlo sin parar-. Ese Daniel Hale ¿no podría ser el que cenó con ella en el Bankeråt?
– Escucha, Carl. Hay una mujer en el caso del ciclista asesinado que ha hablado con nosotros y estamos haciendo pesquisas. En este momento tengo un curro de cojones. Esto que me dices ¿no puede esperar? Daniel Hale está muerto, y punto. No estaba en el país cuando Merete Lynggaard murió. Ella se ahogó y Hale no tuvo nada que ver con ello, ¿vale?
– ¿Investigasteis a ver si Hale era la persona con quien cenó en el Bankeråt un par de días antes? En el informe tampoco pone nada de eso.
– ¡Oye! Al final de la investigación se decidió que había sido un accidente. Además, en el grupo éramos veinte hombres. Pregunta a otros. Y ahora lárgate, Carl.
2007
Si sólo te guiabas por el olfato y el oído, era difícil distinguir entre el sótano de Jefatura y las bulliciosas callejuelas de El Cairo cuando el lunes por la mañana Carl acudió al trabajo. El venerable edificio jamás había atufado en tal medida a comida y especias exóticas, y aquellas paredes jamás de los jamases habían oído tan extrañas melodías. Una del personal administrativo, que acababa de bajar a los archivos, miró furiosa a Carl cuando pasó junto a él con una pila de expedientes. Su mirada decía que dentro de diez minutos todo el edificio sabría que había un descontrol absoluto en el sótano.
La explicación la encontró en el minúsculo despacho de Assad, donde un mar de pequeños buñuelos y pedazos de papel de aluminio con ajo picado, unas cositas verdes y arroz amarillo adornaban los platos de su escritorio. No era extraño que provocara algún que otro arqueo de cejas.
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