– ¿Podría pensarse que Merete Lynggaard pudiera tener razones para dejar el pasado atrás y empezar una nueva vida?
– ¿O sea, que en este momento está tostándose al sol en Bombay? -profirió Marianne Koch con expresión indignada.
– En algún lugar donde la vida fuera menos problemática, sí. ¿Podría pensarse eso?
– Es completamente absurdo. Era una mujer de lo más cumplidora. Ya sé que es precisamente ese tipo de gente la que se desploma como un castillo de naipes y un buen día desaparece, pero Merete no era así.
Calló y se quedó pensativa.
– Pero es una idea bonita -convino, sonriendo-. Que Merete aún podría estar viva.
Carl asintió en silencio. Se elaboraron montones de perfiles psicológicos de Merete Lynggaard al poco tiempo de su desaparición, y todos llegaban a la misma conclusión: Merete Lynggaard no había desaparecido voluntariamente. Hasta la prensa del corazón rechazó esa posibilidad.
– ¿Has oído hablar de un telegrama que recibió el último día que estuvo aquí, en el Parlamento? -preguntó-. ¿Un telegrama de San Valentín?
La pregunta pareció irritarla. Estaba claro que estaba dolida por no haber sido parte de la vida de Merete Lynggaard en su última etapa.
– No. La policía ya me lo preguntó, y al igual que a ellos tengo que remitirte a Søs Norup, que es quien me reemplazó.
Carl se quedó mirándola con las cejas arqueadas.
– ¿Estás amargada por ello?
– Por supuesto, ¿tú no lo estarías? Llevábamos dos años trabajando juntas sin problemas.
– Y no sabrás por un casual dónde está Søs Norup ahora, ¿verdad?
La mujer se alzó de hombros. No le interesaba lo más mínimo.
– Y a ese Tage Baggesen ¿dónde puedo encontrarlo?
Marianne Koch le hizo un plano de cómo llegar a su despacho. No parecía fácil.
Necesitó una buena media hora para encontrar a Tage Baggesen en los dominios de los Radicales de Centro, y no fue ningún viaje de placer. Le parecía un enigma cómo alguien podía trabajar en aquel ambiente de falsedad. Al menos en Jefatura sabías cómo estaban las cosas. Allí los amigos y enemigos se daban a conocer sin ningún pudor, y pese a ello todos trabajaban juntos hacia un objetivo común. En el Parlamento era justo lo contrario. Todos se codeaban como si fueran los mejores amigos, pero cada uno de ellos sólo pensaba en sí mismo a la hora de echar cuentas. Aquello tenía mucho que ver con dinero y poder, no tanto con resultados. Allí un hombre grande era el que empequeñecía a los demás. Tal vez no hubiera sido siempre así, pero ahora lo era.
Tage Baggesen, desde luego, no era ninguna excepción. Lo habían puesto allí para defender los intereses de su lejano distrito electoral y la política de tráfico de su partido, pero en cuanto lo veías te dabas cuenta del error. Ya se había asegurado una buena jubilación, y lo que ganara hasta entonces era para comprar ropa cara y hacer inversiones lucrativas. Carl miró las paredes, donde colgaban diplomas de torneos de golf junto a nítidas fotos aéreas de las casas de campo que había comprado por todo el país.
Pensó en preguntar si se había equivocado en cuanto al partido al que pertenecía Tage Baggesen, pero el hombre lo desarmó con amables palmadas en la espalda y movimientos enérgicos de las manos.
– Le sugiero que cierre la puerta -propuso Carl, señalando la zona del pasillo.
Aquello hizo que Baggesen entornara los ojos con jovialidad. Un pequeño truco que seguramente funcionaba bien en las negociaciones para la autopista de Holstebro, pero que no surtía efecto en un subcomisario que no se andaba con chorradas.
– No hace falta, no tengo nada que esconder a mis compañeros de partido -replicó, relajando la mueca.
– Hemos oído que usted mostraba un gran interés por Merete Lynggaard. Le envió, entre otras cosas, un telegrama. Más aún, un telegrama de San Valentín.
En ese momento su piel palideció un tanto, pero la sonrisa presuntuosa no se desvaneció.
– ¿Un telegrama de San Valentín? -repitió-. No lo recuerdo.
Carl movió la cabeza arriba y abajo. La mentira saltaba a la vista. Por supuesto que lo recordaba. Así que podía seguir con la ofensiva.
– Cuando le he pedido que cerrara la puerta, ha sido porque quiero preguntarle directamente si mató a Merete Lynggaard. Porque estaba muy enamorado de ella. ¿Lo rechazó, y entonces perdió el control? ¿Ocurrió así?
Durante un segundo cada célula del cráneo por lo demás tan seguro de sí mismo de Tage Baggesen sopesó si debería levantarse y cerrar la puerta de un portazo, o si la excitación iba a provocarle un ataque de apoplejía. El color de su piel se fundió de inmediato con su pelo rojo. Estaba profundamente conmocionado, totalmente desnudo. Chorreaba sudor por todos los poros de su cuerpo. Carl conocía el percal, pero aquella reacción era desde luego diferente. Si el hombre tenía algo que ver con el caso, a juzgar por aquella reacción podía ponerse ya a escribir su confesión, y si no lo tenía, no cabía duda de que algún otro problema lo agobiaba. Se quedó con la mandíbula colgando. Si Carl no andaba con cuidado, el hombre iba a callarse como un muerto. Estaba claro que Tage Baggesen no había oído nada parecido en su por otra parte ajetreada vida.
Carl trató de sonreírle. En cierto modo, aquella reacción violenta parecía también reconciliadora. Como si dentro de aquel cuerpo cebado en recepciones aún pudiera encontrarse una persona normal.
– Escuche, Tage Baggesen. Usted enviaba notas a Merete. Muchas notas. La antigua secretaria de Merete, Marianne Koch, seguía con mucho interés sus intentos, se lo aseguro.
– Aquí todos escribimos notas para todos -replicó Baggesen, tratando de arrellanarse con despreocupación en la silla, pero el respaldo estaba demasiado lejos.
– ¿Me está diciendo que las notas no eran de carácter privado?
Entonces el parlamentario levantó su corpachón y cerró silenciosamente la puerta.
– Es cierto que albergaba sentimientos intensos hacia Merete Lynggaard -admitió, poniendo una cara tan afligida que a Carl casi le dio pena-. Ha sido muy difícil superar su muerte.
– Lo comprendo, trataré de no alargarme demasiado -aseguró Carl, y a cambio recibió una sonrisa de agradecimiento. Su arrogancia había desaparecido-. Sabemos con seguridad que usted envió a Merete Lynggaard un telegrama de San Valentín en febrero de 2002. Hemos recibido hoy la confirmación de la oficina de telegramas.
El pobre parecía bastante perdido. El pasado le estaba pasando factura. Dio un suspiro.
– Yo sabía perfectamente que ella no estaba interesada en mí, por desgracia. Para entonces hacía tiempo que lo sabía.
– Y aun así ¿lo intentó?
El parlamentario asintió en silencio.
– ¿Qué ponía el telegrama? Procure decir la verdad esta vez.
El hombre dejó caer la cabeza hacia un lado.
– Pues lo de siempre. Que quería verla. No lo recuerdo con total precisión. Es verdad, en serio.
– ¿Así que la mató porque no quería saber nada de usted?
Los ojos del político se convirtieron en dos ranuras. La boca estaba contraída con fuerza. En el momento anterior a que las lágrimas empezaran a agolparse en sus ojos, Carl estaba dispuesto a detenerlo. Después Baggesen levantó la cabeza y lo miró. No como a un verdugo que le hubiera colocado el nudo corredizo en el cuello, sino como al confesor ante quien podía aligerar su conciencia.
– ¿Quién mata a quien hace que la vida merezca la pena? -preguntó.
Estuvieron un rato mirándose el uno al otro. Después Carl apartó la mirada.
– ¿Sabe si Merete Lynggaard tenía enemigos aquí dentro? No me refiero a adversarios políticos. Auténticos enemigos.
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