La secretaria le sonrió, pero era una sonrisa falsa. Carl se le había colado sin más en la agenda de citas que había organizado, y la mujer esperaba que no volviera a hacerlo.
El jefe lo recibió con una de sus características sonrisas torcidas y le preguntó con educación si había estado alguna vez en aquella parte de los edificios de oficinas del puerto de Copenhague. Después abrió los brazos hacia las fachadas de vidrio que se extendían a todo lo ancho del despacho, trazando un mosaico cristalino de la diversidad del mundo: barcos, puerto, grúas, agua y cielo, todos disputándose el favor de la imponente vista.
Desde luego, la panorámica del despacho de Carl no era ni la mitad de buena.
– Quería hablar conmigo de la reunión que tuvimos en Christiansborg el 20 de febrero de 2002. Aquí la tengo -comenzó, tecleando en el ordenador-. Vaaaya, es verdad que es capicúa, qué divertido.
– ¿Qué?
– 20.02.2002. ¡La fecha! Es la misma leyendo en un sentido u otro. Veo que estuve en casa de mi ex a las 20.02. Lo celebramos con una copa de champán. Once in a lifetime! -añadió sonriendo, y ahí terminó aquella parte del entretenimiento. Después continuó-: ¿Quería saber de qué se habló en la reunión con Merete Lynggaard?
– Pues sí, pero antes de nada me gustaría saber algo sobre Daniel Hale. ¿Cuál era su papel en la reunión?
– Bueno, es curioso que lo mencione, porque de hecho no desempeñó ningún papel. Daniel Hale era uno de nuestros investigadores más importantes en técnicas de laboratorio, y sin su laboratorio y sus eficientes colaboradores muchos de nuestros proyectos se habrían quedado estancados.
– O sea, que no participaba en el desarrollo de proyectos.
– No en su vertiente política y financiera. Sólo en aspectos técnicos.
– Entonces, ¿por qué participó en la reunión?
Bille Antvorskov se mordió ligeramente el labio, un gesto conciliador.
– Por lo que recuerdo, llamó por teléfono y pidió formar parte del grupo. No recuerdo con exactitud la razón que adujo, pero por lo visto tenía intención de invertir mucho dinero en equipos nuevos, así que debía de estar muy al corriente del trabajo político. Era un hombre muy activo, puede que por eso trabajáramos tan bien.
Carl captó el autobombo. Algunos hombres de negocios hacían de su modestia virtud. Bille Antvorskov era de otra especie.
– ¿Cómo era Hale como persona, en su opinión?
– ¿Cómo persona? -repitió, sacudiendo la cabeza-. Ni idea. Como subcontratista era digno de confianza y leal, pero ¿como persona? No tengo ni idea.
– Así pues, ¿no tenía ninguna relación con él en privado?
Entonces se oyó el conocido gruñido de Bille Antvorskov, que se suponía que era una risa.
– ¿En privado? Nunca lo había visto antes de la reunión en el Parlamento. Joder, ni él ni yo teníamos tiempo para eso. Además, Daniel Hale nunca estaba en casa. Andaba constantemente volando de la Ceca a la Meca. Un día en Connecticut, al siguiente en Aalborg. Siempre de un lado para otro. Puede que yo haya acumulado unos cuantos vales para volar gratis, pero Daniel Hale debió de dejar un montón, suficientes para que toda una escuela diera la vuelta al mundo un par de veces.
– ¿No había estado con él antes de la reunión?
– No, nunca.
– Pero habría reuniones, discusiones, convenios sobre precios y esas cosas.
– Mire, para esas cosas tengo gente empleada. Me habían llegado ecos de la fama de Daniel Hale, mantuvimos un par de conversaciones telefónicas y nos pusimos en marcha. El resto de la colaboración se llevaba a cabo entre la gente de Hale y la mía.
– Ya veo. Me gustaría hablar con alguien de la empresa que trabajara con Hale. ¿Sería posible?
Bille Antvorskov aspiró tan profundamente que su dura butaca de cuero crujió.
– No sé quién quedará, han pasado cinco años. En este sector hay mucho movimiento de personal. Todos buscan nuevos retos.
– Ajá.
¿Aquel payaso estaba realmente reconociendo que no era capaz de retener a la gente? No era posible.
– Entonces, ¿podría darme la dirección de su empresa?
Bille Antvorskov torció el gesto. También tenía gente para encargarse de esas cosas.
Aunque los edificios tenían seis años, parecían haber sido construidos la semana anterior. Interlab, S. A. ponía con letras de un metro en un panel en medio del paisaje de surtidores frente a la zona de aparcamientos. O sea, que el chiringuito seguía funcionando incluso sin timonel.
En la recepción examinaron la placa de Carl como si fuera algo que había comprado en una tienda de artículos de broma, pero tras una espera de diez minutos se dirigió a él una secretaria. Carl dijo que tenía una serie de preguntas de carácter privado, y enseguida lo sacaron del vestíbulo y lo llevaron a una estancia con butacas de cuero, mesas de abedul y varias vitrinas con bebidas. Sin duda era allí donde los invitados extranjeros tenían su primer encuentro con la efectividad de Interlab. Por todas partes había muestras de la importancia del laboratorio. Premios y diplomas procedentes de todo el mundo cubrían toda una pared, y otras dos estaban ocupadas por proyectos y diagramas de la marcha del laboratorio. Sólo la pared que daba a la entrada del complejo, de inspiración japonesa, tenía ventanas por las que el sol entraba a raudales.
Por lo que parecía fue el padre de Daniel Hale quien fundó la empresa, pero a juzgar por las imágenes de la pared habían ocurrido muchas cosas desde entonces. Daniel amplió sobradamente la herencia en el corto período que estuvo como jefe, y era evidente que lo hizo a conciencia.
Sin duda, también había recibido amor y estímulos en la dirección adecuada. En una foto aparecían padre e hijo muy juntos y sonrientes de felicidad. El padre con chaleco y chaqueta, símbolo de los viejos tiempos que estaban terminando. El hijo aún menor de edad, barbilampiño y con una gran sonrisa. Totalmente dispuesto a contribuir. Sonaron pasos tras él.
– ¿Qué dice que quería saber? -preguntó una señora rolliza con zapatos bajos.
La mujer se presentó como jefa de información, y en la tarjeta identificativa sujeta con un clip a su solapa ponía Aino Huurinainen. Qué divertidos eran los nombres finlandeses.
– Quisiera hablar con alguien que haya colaborado estrechamente con Daniel Hale en su última época. Alguien que lo conociera bien en privado. Alguien que supiera qué pensaba y con qué soñaba.
La mujer lo miró como si la hubiera violado.
– ¿Puede ponerme en contacto con esa persona?
– No creo que nadie lo conozca mejor que el director de ventas, Niels Bach Nielsen. Pero me temo que no va a querer hablar con usted de la vida privada de Daniel Hale.
– ¿Por qué no habría de querer? No tiene nada que ocultar, ¿no?
Ella volvió a mirarlo como si aquello fuera una tremenda provocación.
– Ni Daniel ni Niels tenían nada que ocultar. Pero Niels nunca se ha recuperado de la muerte de Daniel.
Carl captó el matiz.
– ¿Quiere decir que eran pareja?
– Sí. Niels y Daniel eran uña y carne, tanto en su vida privada como en el trabajo.
Carl la miró directamente a los ojos azules sin brillo. No lo habría sorprendido si de pronto la mujer se hubiera echado a reír. Pero no lo hizo. Lo que acababa de contar no era cosa de broma.
– No lo sabía -se disculpó al cabo de un rato.
– Ya -repuso ella.
– No tendrá por casualidad una foto de Daniel Hale que pueda llevarme, ¿verdad?
La mujer extendió el brazo diez centímetros a su derecha y cogió un folleto que había en una mesa baja de cristal junto a un puñado de botellas de agua mineral.
– Tenga -le dijo-. Aquí hay por lo menos diez.
Читать дальше