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Liza Marklund: Dinamita

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Liza Marklund Dinamita

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En las bulliciosas y estresantes oficinas editoriales del periódico Kvällspressen la periodista Annika Bengtzon intenta conseguir el artículo entre los artículos. Para ello se debate en una constante lucha interior entre las exigencias que le suponen su vida familiar y su ambición profesional. Valiente, compasiva, inteligente, con un lado oscuro y autodestructivo, se obstina por informar sobre la verdad, sin importarle cómo conseguirla. Durante los meses pre-Olímpicos una bomba estalla en uno de los estadios de la ciudad. Christina Furhage, una de las mujeres más importantes del país, vuela en pedazos. Ésta es la oportunidad de Annika para catapultarse a la fama y el reconocimiento de sus compañeros. Tendrá que averiguar quién intenta sabotear los Juegos y por qué. Tiene una pista como punto de partida: en la explosión se utilizó dinamita de la empleada en la construcción.

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El hombre no respondió.

– El estadio Victoria ha explotado; podemos estar de acuerdo en eso. ¿Qué debe hacer su compañía si el estadio olímpico está en llamas o dañado?

– Eso está en el ordenador -contestó el hombre.

– ¿Y qué han hecho?

El hombre no respondió.

– Ustedes no han recibido ninguna alarma desde el estadio, ¿verdad? -dijo Annika.

El hombre permaneció en silencio durante un momento antes de responder:

– Tampoco puedo comentar las alarmas que no hemos recibido.

Annika respiró profundamente y sonrió.

– Gracias.

– No va a escribir nada de lo que he dicho, ¿verdad? -dijo el hombre preocupado.

– ¿Dicho? -contestó Annika-. Usted no ha dicho nada. Sólo que todo era confidencial.

Ella colgó. Yes, ahora tenía su historia. Respiró profundamente y miró a través de la ventanilla.

Uno de los coches de bomberos se fue, pero la ambulancia y el coche médico continuaban allí. Los técnicos en explosivos habían llegado, sus vehículos estaban aparcados en varios lugares de la explanada. Hombres con monos grises sacaban y metían cosas en los coches. Ya no había fuego y apenas se podía distinguir humo.

– ¿Quién nos dio el soplo esta mañana? -preguntó ella.

– Fue Smidig -respondió Henriksson.

Cada redacción tiene un grupo más o menos estable de analistas que controlan lo que ocurre en sus respectivas áreas, el Kvällspressen no era una excepción. Smidig y Leif eran los mejores analistas policiales, dormían con la emisora de la policía junto a la cama. En cuanto ocurría algo, grande o pequeño, llamaban al periódico. Otros revolvían en los archivos judiciales y en diferentes administraciones.

Annika meditó y dejó que su mirada recorriera lentamente el resto de las instalaciones: enfrente estaba el edificio de diez pisos desde donde se controlaría la parte técnica de los Juegos. Desde el tejado del edificio salía un puente hasta la montaña. Extraño, ¿quién querría ir por ahí? Lo recorrió con la mirada.

– Henriksson -dijo-, hay que hacer una foto.

Ella miró el reloj. Cinco y media. Tendrían tiempo de llegar a la rueda de prensa.

– Si uno se situara junto al pebetero, en lo alto de la montaña, seguro que vería bastante.

– ¿Tú crees? -dijo el fotógrafo escéptico-. Los muros son muy altos, no vamos a poder asomarnos y mirar.

– No, seguro que las pistas no se ven, pero quizá se pueda ver la gradería norte, y eso sí es interesante.

Henriksson miró el reloj.

– ¿Nos da tiempo? ¿El helicóptero no ha sacado ya fotos? ¿No deberíamos vigilar las ambulancias?

Ella se mordió el labio.

– El helicóptero ahora no está aquí, quizá la policía lo haya obligado a alejarse. Le pediremos a uno de los freelance que vigile los coches. Venga, vámonos.

El resto de los periodistas había descubierto la ambulancia, las preguntas zumbaban en el aire. Rapport había trasladado su autocar junto al canal para tener una vista mejor del estadio. Un reportero congelado preparaba a un presentador para la transmisión de las seis. No había ningún policía en las cercanías. Después de que Annika diera instrucciones al freelance, se fueron.

La subida a la montaña fue más larga y dura de lo que había pensado. El suelo estaba resbaladizo y peligroso. Tropezaron y blasfemaron en la oscuridad. Henriksson, además, cargaba con un gran trípode. No cruzaron ningún cordón y llegaron a tiempo, pero se encontraron con un muro de hormigón de dos metros y medio de altura.

– No me lo puedo creer -se lamentó Henriksson.

– Bueno, quizá sea mejor -dijo Annika-. Súbete a mis hombros y luego te alzo. Después puedes subir al pebetero. Desde ahí seguro que ves algo.

– ¿Que suba al pebetero?

– Sí, ¿por qué no? Ahora no está encendido ni acordonado. Seguro que puedes trepar, sólo está a un metro del muro. Si puede aguantar el fuego eterno te puede soportar a ti. ¡Venga sube!

Annika le mandó el trípode y la bolsa de la cámara. Henriksson trepó por el andamiaje de metal.

– ¡Esto está lleno de agujeros! -voceó.

– Para el gas -dijo Annika-. ¿Ves la gradería?

Se levantó y miró sobre el estadio.

– ¿Ves algo? -gritó Annika.

– Sí, ¡joder! -respondió el fotógrafo.

Levantó la cámara lentamente y comenzó a disparar.

– ¿Qué ves?

Bajó la cámara sin dejar de mirar al estadio.

– Han iluminado una parte de la gradería -informó-. Hay unas diez personas. Dan vueltas y recogen algo en pequeñas bolsas de plástico. Los chicos del coche médico están ahí. Ellos también recogen. Parecen hacerlo con mucho cuidado.

Levantó la cámara de nuevo. Annika sintió que se le ponían los pelos de punta. Caramba. ¿Cómo era posible que fuera tan horrible? Henriksson desplegó el trípode. Después de sacar tres carretes estaba listo. Corrieron y resbalaron alternativamente al bajar la montaña, impresionados, ligeramente indispuestos. ¿Qué recoge un médico en bolsitas? ¿Restos de explosivo? En absoluto.

Regresaron a donde se encontraban los periodistas; faltaban un par de minutos para las seis. La luz azulada de las cámaras de televisión iluminó la escena e hizo chispear los copos de nieve. Rapport estaba a la espera, el presentador estaba maquillado. Un grupo de policías con el inspector jefe al frente venía hacia ellos. Levantaron la cinta de acordonamiento, pero no avanzaron más. El muro de periodistas era compacto. Se hizo el silencio cuando el inspector jefe miró con los ojos medio cerrados hacia los focos de luz. Ojeó un papel que tenía delante, levantó la vista y comenzó a hablar.

– A las tres y siete de la mañana ha explotado una bomba en el estadio Victoria de Estocolmo -anunció-. No sabemos qué tipo de explosivo ha sido utilizado. La explosión ha dañado gravemente la gradería norte. Tampoco sabemos si será posible repararla.

Se detuvo v miró de nuevo el papel. Las cámaras fotográficas chasqueaban, las cintas de vídeo giraban. Annika se había colocado a la izquierda para poder ver la ambulancia al tiempo que seguía la rueda de prensa.

– El estadio comenzó a arder después de la explosión, pero ahora el fuego está controlado.

Pausa de nuevo.

– Un taxista resultó herido cuando un trozo de hierro de la estructura chocó contra la ventanilla de su coche -continuó el policía-. Ha sido conducido al hospital Sur y se encuentra en buen estado. Una decena de edificios al otro lado del canal de Sickla han sufrido daños en ventanas y fachadas. Los edificios están en construcción y nadie vive en ellos. No se sabe de daños personales.

Nueva pausa. El policía parecía muy cansado y tenso cuando continuó.

– Se trata de un sabotaje. La carga explosiva que dañó el estadio ha tenido que ser muy potente. La policía está buscando pistas sobre el autor del delito. Estamos utilizando todos los recursos a nuestro alcance para detenerlo. Es todo lo que podemos decir por el momento. Gracias.

Se dio la vuelta para agacharse y pasar al otro lado de la cinta de acordonamiento. Una ola de voces y gritos hizo que se detuviera.

– ¿Algún sospechoso…?

– ¿Otros heridos…?

– ¿Los médicos que hay…?

– Es todo por ahora -repitió el policía. Se alejó junto a sus colegas con paso rápido y la cabeza hundida entre los omóplatos. La bandada de medios se dispersó, el presentador de Rapport se colocó delante de los focos, recitó su texto y dio paso al estudio; los demás encendieron sus teléfonos móviles e intentaron que sus bolígrafos funcionaran.

– Bueno -dijo Henriksson-, no nos hemos enterado de mucho.

– Es hora de irse -anunció Annika.

Dejaron al freelance de guardia y se encaminaron al coche de Henriksson.

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