Lo miré por el rabillo del ojo.
Sonreí.
Proceso, sentencia y castigo.
Absolución.
La nieve había comenzado a caer de nuevo, grandes copos blandos que lentamente aterrizaban en el asfalto. Annika caminó hacia Rålambshovsvägen, despacio, pesada. Había comido todo el día. Algo le tiraba y desgarraba la espalda; se sentía un poco mareada, era el niño, el chico, el de cabellos claros. Bajó hasta la parada de taxis junto al quiosco de salchichas; saltó al asiento trasero y le pidió al chófer que la llevara a Vaxholm.
– Hay unas colas terribles -dijo él.
– No importa -comentó Annika-. Tengo todo el tiempo del mundo.
Tardaron cuarenta minutos en salir de la ciudad. Annika, sentada en el cálido asiento trasero, escuchaba la radio del coche, viejos éxitos de Madonna con el volumen bajo. Las ventanas adornadas con motivos navideños pasaban y se perdían; niños exaltados señalaban ansiosos los equipos mecánicos y los juguetes de plástico. Intentó mirar el cielo, pero no podía verlo bajo la nieve y las luces de colores.
Me pregunto si celebrarán alguna fiesta de Navidad en otros planetas.
En la autopista el tráfico disminuyó; la ruta 274 hacia la costa estaba casi vacía. Los campos se veían blancos, brillantes en la tarde oscura; los árboles se habían vestido con pesados ropajes e inclinaban sus ramas contra el suelo.
– ¿Dónde la dejo?
– Östra Ekuddsgatan -dijo ella-. Quiero que pase por delante primero; voy a ver si están en casa.
Ella le avisaría a la hora de girar. Cuando el taxi se deslizó hacia arriba en la brusca pendiente de la derecha, los nervios se adueñaron de ella. Se le secó la boca y le sudaban las palmas de las manos; su corazón comenzó a latirle con fuerza.
Estiró la cabeza para ver cuál era la casa.
Allí. La vio. Ladrillos blancos; su Toyota verde fuera. Había luz adentro, había alguien en casa.
– ¿Paramos aquí? -dijo el chófer.
– ¡No! ¡Siga!
Se echó hacia atrás contra el respaldo del asiento, y desvió la mirada mientras pasaban, invisibles.
La calle terminaba, volvían al camino de nuevo.
– ¿Y ahora, qué? -preguntó el chófer-. ¿Volvemos a Estocolmo?
Annika cerró los ojos, puso las manos cerradas bajo la nariz con pulso acelerado. Estaba completamente sin aliento.
– No -respondió ella-. Dé otra vuelta.
El chófer suspiró, echó una mirada al contador. No era dinero suyo.
Dieron una vuelta completa otra vez, Annika observó la vivienda cuando pasaron frente a ella, qué casa más fea. El jardín llegaba hasta la orilla, pero el edificio era cuadrado, de los años sesenta.
– Pare en la siguiente esquina -dijo ella.
Resultó caro; pagó con tarjeta de crédito. Después se quedó allí, de pie, mirando al coche alejarse en la oscuridad y la nieve, las luces de freno se encendían; los faros mostraban el camino de vuelta a la ciudad. Respiró profundamente para controlar el aliento y el corazón; no sirvió de nada. Hundió las manos, empapadas de nerviosismo, en lo más profundo de los bolsillos. Caminó lentamente hacia la casa, la casa de Thomas y su mujer, Östra Ekuddsgatan, la flor y nata de la sociedad.
La puerta de la casa era marrón, bien barnizada, y a ambos lados había claraboyas de colores claros. Un timbre y un cartel con un nombre: Samuelsson.
Cerró los ojos; casi no podía respirar, repentinamente a punto de llorar.
Una pequeña y tonta melodía resonó en su interior.
Nada sucedió.
Llamó de nuevo.
Entonces él abrió; los pelos de punta, la camisa desabotonada, con un lápiz en la boca.
Ella contuvo la respiración; las lágrimas pugnaban por salir.
– Hola -dijo ella.
Thomas se quedó mirándola, completamente pálido; se quitó el lápiz de la boca.
– No soy ningún fantasma -dijo ella, brotándole las lágrimas.
Él dio un paso atrás, agarrado a la puerta.
– Pasa -dijo.
Ella entró en el hall; de pronto sintió frío.
Él cerró la puerta; se aclaró la garganta.
– ¿Qué ocurre? -preguntó él cuidadosamente-. ¿Qué es lo que ha sucedido?
– Perdón -dijo ella con voz pastosa-. No era mi intención empezar a llorar.
Él la miró; diablos, qué fea se ponía cuando lloraba.
– ¿Necesitas ayuda? -preguntó él.
Annika carraspeó.
– ¿Está ella… en casa?
– ¿Eleonor? No, aún está en el banco.
Annika se despojó de la chaqueta y se quitó los zapatos. Thomas desapareció por la derecha; ella se quedó parada en el hall, mirando alrededor. Muebles de diseño, en parte de herencia, cuadros horrorosos. Una escalera hacia el sótano.
– ¿Puedo pasar?
No esperó respuesta, fue tras él a la cocina. Thomas estaba junto a la mesa, sirviendo café.
– ¿Quieres? -preguntó.
Ella asintió, y se sentó.
– ¿No trabajas?
Él se sentó con dos tazas en la mesa de la cocina.
– Sí, claro -dijo él-, pero hoy me he quedado en casa. La Asociación de Autoridades Locales me ha dado un proyecto de investigación; voy a trabajar en parte en casa y en parte en la ciudad.
Annika escondió las manos bajo la encimera de la mesa, se forzó a que dejaran de temblar.
– ¿Ha sucedido algo? -preguntó él, se sentó y la miró.
Ella lo miró a los ojos; respiró; no podía prever cómo reaccionaría, no tenía la menor idea.
– Estoy embarazada -dijo.
Él parpadeó, pero nada más.
– ¿Qué? -dijo.
Ella se aclaró la garganta, cerró los puños bajo la mesa y no desvió su mirada.
– Tú eres el padre. No existe ninguna duda al respecto. Yo no he estado con nadie desde que… Sven murió.
Ella miró la mesa, sintió su mirada.
– ¿Embarazada? -dijo él-. ¿De mí?
Ella asintió, las lágrimas empezaron a quemarle de nuevo.
– Yo quiero tener este hijo -dijo ella.
En el mismo momento se abrió la puerta de la calle; ella sintió cómo Thomas se ponía rígido. Su pulso se desbocó.
– ¡Hola!, ¿cariño?
Eleonor arrastró los pies, sacudió el abrigo, cerró la puerta tras de sí.
– ¿Thomas?
Annika miró a Thomas, él, le devolvió la mirada, la cara blanca, sin aliento.
– En la cocina -dijo él y se levantó; salió hasta el hall.
– Qué tiempo -dijo Eleonor. Annika oyó cómo ella besaba a su marido en la mejilla-. ¿Has empezado a preparar la comida?
Él murmuró algo, Annika miró por la ventana, paralizada. En el cristal vio venir a Eleonor, la vio entrar en la cocina y quedarse parada de pronto.
– Ella es Annika Bengzton -dijo Thomas tembloroso-, la periodista que escribió los artículos sobre Paraíso.
Annika tomó aire y miró a Eleonor.
La mujer de Thomas vestía de verde musgo y parecía amable; llevaba una pequeña cadena de oro alrededor de la garganta.
– Mucho gusto -dijo la esposa, sonrió y alargó la mano-. Debes saber que tu artículo significó un verdadero empujón en la carrera de Thomas.
Annika saludó con una mano fría y mojada, la boca seca.
– Thomas y yo vamos a tener un hijo -dijo ella.
La mujer siguió sonriendo durante algunos segundos. Thomas se puso blanco detrás de la espalda de su mujer; subió las manos a su rostro y se desmoronó.
– ¿Qué? -dijo Eleonor, todavía sonriendo.
Annika soltó la mano de la mujer y miró la mesa.
– Estoy embarazada. Vamos a tener un hijo.
– ¿Qué clase de broma es ésta? -dijo ella.
Thomas no contestó, se echó el pelo hacia atrás y cerró los ojos.
– En los primeros días de julio del año que viene -dijo Annika-. Creo que es varón.
Eleonor giró en redondo, miró a Annika. Todos los colores desaparecieron de la cara de la mujer, el blanco de los ojos se tiñó de rojo.
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