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Jason Goodwin: La estrategia Bellini

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Jason Goodwin La estrategia Bellini

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El paradero de un retrato de Mehmet II, gran héroe del Imperio otomano, pintado por el artista renacentista Bellini ha sido un misterio durante siglos. En el Estambul de 1840 circula el rumor de que el cuadro ha aparecido en Venecia, y el sultán quiere poseerlo a toda costa. Yashim, el célebre detective eunuco, es el encargado de recuperarlo, y para ello cuenta con la inestimable ayuda de Stanislaw Palieski, el decadente embajador de Polonia. Yashim y Palieski viajan de incógnito a Venecia, una ciudad de palacios vacíos y silenciosos canales, por la que se mueven oscuros tratantes de arte, hombres que se han hecho a sí mismos y marchitos aristócratas. Cuando dos cuerpos aparecen en el canal, la búsqueda del retrato perdido se convierte en un peligroso juego del gato y el ratón que amenaza con destruir el trono otomano y desencadenar feroces luchas de poder en Europa. Jason Goodwin, ganador del Edgar Award por El Árbol de los Jenízaros y cuyas novelas han sido traducidas a treinta y siete idiomas, es uno de los mayores expertos en Estambul, una ciudad codiciada y codiciosa atrapada entre el exotismo de su pasado y la inestabilidad de los nuevos tiempos. La estrategia Bellini es «una novela magnífica, inteligente y evocadora» (Independent) de «un escritor de enorme talento» (Financial Times).

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Yashim suspiró.

– Yo también estoy en una posición difícil en palacio.

Le habló a Palieski sobre la advertencia de Reshid y el interés del sultán por un viejo cuadro.

Cuando hubo terminado, tomó un sorbo de limonada.

– Muy floja -lamentó Palieski, mientras Yashim se atragantaba-. Y de baja calidad, también. Yo le pondría vodka. -Se echó de costado, con la mandíbula apoyada en su mano-. Pregúntate: ¿si el Bellini existe…?

Yashim se encogió de hombros.

– Lo compro para el sultán.

Palieski calló un momento.

– ¿Recuerdas a Lefévre, el francés? Robaba libros antiguos.

Yashim asintió con la cabeza: ¿Cómo iba a olvidarlo? [1]-Ya te hablé entonces sobre la ascendencia. Sobre cómo un libro podía convertirse en valioso sólo con que hubiera alguna historia relacionada con él. ¿Recuerdas?

Yashim recordaba. Libros antiguos, guardados en algún escritorio monástico durante generaciones, podían aumentar su valor por encima del que tenían como literatura. A veces, al parecer, podían valer más que una vida humana.

– El retrato de Bellini de Mehmet podría valer un montón de dinero, Yash -dijo Palieski-. Un Bellini es precisamente el tipo de cosa que algún joven milord querría llevar triunfalmente a su gran mansión. Y un retrato de Mehmet el Conquistador… mucho mejor. Exótico… Histórico… Impresionaría a sus amigos.

Yashim hundió la barbilla en el pecho. Se acordaba de los azulejos de Iznik que había rescatado. Para él eran inapreciables, irremplazables. Eran las hermosas obras de la destreza e imaginación de un artista… Pero en Estambul eran tratados como ladrillos viejos.

Tomó un sorbo de limonada.

– Imagina que algún dignatario otomano con turbante llega a Venecia, con instrucciones de comprar el cuadro y con la bolsa de un sultán a su disposición.

La nariz de Yashim le picaba a causa del vodka.

– Pagaría demasiado -dijo simplemente.

– Eres un blanco facilísimo, Yashim. Pagarás el doble por una obra de arte que muchos de los súbditos de Abdülmecid considerarán blasfema. Mahmut dejó el Estado otomano casi en la bancarrota. Es un secreto a voces. Reshid tiene razón. Ésta, Yashim, es una orden sin base. Escrita en el agua.

– Pero si no voy… -La voz de Yashim se fue debilitando.

– Bueno, estás en un lío, Yashim. Si no vas, el sultán puede enfadarse. Y, si vas, Reshid nunca te lo perdonará.

Yashim agarró el atlas de Palieski e inclinó la cabeza sobre el mapa. Las montañas estaban representadas en el atlas como una serie de diminutos picos, y las ciudades como puntitos negros. El borde de la tierra aparecía representado por una pequeña sombra en azul.

Su primer encargo del nuevo régimen… ¡Y ya se veía comprometido! Reshid quería permanecer y olvidar. El sultán quería seguir. Reshid tenía razón… Palieski lo veía así. Pero el sultán era el que gobernaba.

Yashim posó un dedo sobre el mapa.

– Tienes razón. No puedo ir. -Recorrió las inscripciones en caracteres latinos: Adriático, Ragusa, Venecia-. Pero tú sí puedes. Puedes ir y comprar el Bellini del sultán, mi viejo amigo, Palieski abrió la boca, y la volvió a cerrar, asombrado.

– ¿Yo? -Se incorporó-. Yashim, debes de haber perdido…

– El Grand Tour… reanudado -le interrumpió Yashim-. Y lo más importante, la gratitud del sultán.

La mirada de Palieski reflejaba inseguridad.

– ¿El Conquistador, restaurado por el embajador polaco en la ciudad que él tomó? Creo que eso merece una invitación al baile inaugural.

Su amigo levantó la mirada hacia las ramas de la morera.

– Sí pero… los austríacos, Yash. Mi posición. Todo… esto. -Señaló con la mano hacia el mal cuidado césped-. ¿Qué diría Martha?

Yashim sonrió.

– Déjamela a mí. Estamos en verano, y todos los embajadores están fuera. En cuanto a los austríacos, bueno. -Hizo una pausa. Palieski no era muy bien considerado por los Habsburgo. Había sido una espina clavada en su culo desde su llegada a Estambul, un exiliado de sus tierras en la Polonia del Sur. Los Habsburgo habían secuestrado su país… Y gobernaban en Venecia.

– La respuesta, amigo mío, es que tú viajarás disfrazado. -Y, viendo que Palieski estaba abriendo la boca para protestar, añadió-: Y yo tomaré un poco más de limonada.

Capítulo 7

El sol se alzó del mar envuelto en un velo de niebla tan fina que al cabo de veinte minutos se consumiría completamente y desaparecería.

El commissario Brunelli cogió los papeles entre el pulgar y el índice y los dejó caer en su cartera sin echarles otra mirada. El viejo piloto soltó un gruñido y le lanzó una pobre, desdentada, sonrisa.

– ¿Para los amigos?

– Para los amigos -admitió Brunelli. Lo que los austríacos hacían con ellos, lo ignoraba. Y tampoco es que le importara mucho. Si peinaban las listas de pasajeros en busca de espías extranjeros o exiliados políticos, era asunto suyo. Podían hacer el trabajo, si tanto les importaba. Su propia cabeza estaba en cosas más importantes.

En particular en el róbalo que Luigi, el de los muelles, le había prometido como tenía por costumbre.

El barco crujió ligeramente por la fuerza de la corriente. Brunelli le estrechó la mano al capitán, un bajo y robusto griego de densos rizos blancos al que recordaba haber visto en el pasado, y se dirigió a la pasarela.

Scorlotti le estaba esperando en el bote.

– ¿Algo nuevo, comisario?

– No, Scorlotti. Nada nuevo. -¿Cuándo aprendería el muchacho?, se preguntó. Esto no era Chioggia; esto era Venecia. Y Venecia ya lo había visto todo-. Déjame en los muelles, ¿quieres?

Scorlotti bostezó, y sonrió. Luego cogió los remos y empezó a bogar a través de las lisas aguas de la laguna.

Para cuando Palieski llegó al muelle, el comisario Brunelli no era más que una mota de color, trazada, o así podría parecer, con la punta de un pincel sobre la más preciosa tela jamás pintada por la mano del hombre.

– Así que esto es Venecia -murmuró Palieski, cubriéndose los ojos contra los rayos de sol que rebotaban del mar-. Qué espantosa.

Capítulo 8

Las palabras de Stanislaw Palieski no estaban dichas con ninguna animadversión contra la Reina de las Ciudades. La noche anterior había celebrado su inminente llegada con coñac griego, brindando por las islas de la costa dálmata mientras se deslizaban junto a ellas y le revelaban sus cuevas y enjabelgados pueblos uno por uno. Por la mañana, el sonido metálico de la cadena del ancla del buque deslizándose a través de los pescantes, y la campana del barco cinco minutos más tarde, le habían despertado de un atontado sueño más temprano de lo que tenía por costumbre. Peor aún, el cocinero del barco ya no servía café a los pasajeros de pago. Habían llegado.

Se pasó las manos por el cabello y gimió suavemente, entrecerrando los ojos ante la visión.

Hermosa sí era, con sus cúpulas llameando bajo la luz matutina y una suave bruma que se dispersaba alrededor de sus pilotajes y escaleras, que se hundían en el agua. Sin embargo, la Venecia de 1840 no era en absoluto la reina del Adriático de los tiempos antiguos. Antaño, con sus islas y sus puertos esparcidos por todo el Mediterráneo oriental, se había considerado a sí misma soberana de casi la mitad de ese mar. Cada año, su doge, el dux, con su anillo, renovaba su matrimonio con el mar; y cada año éste devolvía tesoros a sus costas… sedas y especias, pieles y piedras preciosas, que los comerciantes venecianos vendían fructíferamente en el norte. Pero a cada nuevo año que transcurría su presa se aflojaba. Los otomanos habían ganado. Y la corriente de comercio y riqueza menguaba a favor del Atlántico. En una vorágine de fiestas, los venecianos se habían pavoneado marchando inconscientemente hacia su castigo. Napoleón había venido, y se había comportado tal como él predijo: como un Atila para la República veneciana.

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