Chris Mooney - Secuestradas

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A Darby McCormick le han propuesto la investigación de un nuevo caso. Se trata de la desaparición y posterior asesinato de dos jóvenes universitarias: Emma Hale, hija de un poderoso magnate y. alumna de primer curso en Harvard, cuvo cuerpo fue hallado a orillas del río, y Judith Chen, una estudiante ejemplar que se costeaba sus estudios con su trabajo en una cafetería. Nada parece relacionar ambos crímenes, salvo la causa de la muerte, un disparo en la nuca… y que las dos llevaban una estatuilla de la Virecn dentro de sus bolsillos.
Darby se incorporará a la recién creada CSU, Unidad Especial de Científicos Forenses, donde deberá trabajar codo con codo con el inspector Bryson, un hombre hosco y reservado. En el curso de sus indagaciones toparán con Malcolm Fletcher, un ex agente federal perseguido por la ley que podrfa ser la clave para dar con el paradero del homicida. La doctora McCormick tendrá que actuar contrarreloj, puesto que una nueva joven acaba de desaparecer y quién sabe cuánto tiempo puede pasar antes de que corra la misma suerte que sus predecesoras…

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– No podía parar de vomitar -prosiguió Watts-. Fletcher me ató de pies y manos y luego arrastró a Tim a la otra habitación y a mí me encerró en el cuarto de baño. Los bomberos tuvieron que derribar la puerta.

¿Por qué Fletcher no había matado a Watts? Darby decidió reservarse la pregunta para más tarde e inquirió:

– ¿Te dijo algo a ti, Cliff?

– Ni una sola palabra.

– ¿Habló con Bryson? ¿Pudiste oír algo?

Watts negó con la cabeza mientras se llevaba la máscara de oxígeno a la cara.

– ¿Cómo era la seguridad? -quiso saber Darby.

– Había dos tipos que te pasaban una de esas varitas mágicas por encima para ver si llevabas un cuchillo o un arma. Le pidieron a Fletcher que les mostrase su placa y lo dejaron pasar. Yo no vi cámaras de seguridad, pero la verdad es que tampoco me fijé demasiado en eso.

– ¿Quién está a cargo de la escena del crimen?

– Neil Joseph.

Bien. Darby conocía a aquel hombre. Neil era de fiar.

– Fletcher bajó al sótano con una mujer, una pelirroja -explicó Watts-. Creíamos que iba ahí abajo a echar un polvo. Es uno de esos clubes privados donde se practica el sexo, con zona de baños y montones de habitaciones llenas de artilugios y juguetitos para pervertidos que harían sonrojar a una buena chica católica como tú.

Esbozó una sonrisa cansada mientras volvía a cubrirse la cara con la máscara de oxígeno.

– No podrás bajar ahí a menos que te pongas una careta antigás -la advirtió-. Además de una granada de humo, Fletcher lanzó otro de esos aerosoles. El sitio está cerrado herméticamente, así que esa mierda química sigue aún pululando por el aire. Encima, tiene un efecto aún más prolongado debido al vapor de la zona de baños.

Darby se fue en busca de Neil Joseph. Un agente le indicó la entrada de un club con la fachada de ladrillo llamado «Instant Karma».

Todas las luces del interior estaban encendidas, y la pista de baile abarrotada de testigos interrogados por agentes y detectives. Del techo colgaban unas jaulas de acero vacías; las mesas y las barras estaban cubiertas de vasos y botellas de cerveza, la mayoría de ellos aún llenos de alcohol. Darby vio a Neil Joseph detrás de la barra, en una zona acordonada con sillones y sofás de tapicería muy vistosa. Hablaba con un grupo de jóvenes que, por su aspecto físico, parecían jugadores de rugby, todos ellos vestidos rigurosamente de negro y con camisas idénticas con la palabra «Seguridad» serigrafiada en la espalda.

Neil la vio, cerró su bloc de notas y se dirigió cojeando hacia ella. Llevaba húmedo lo que le quedaba de su pelo negro y, con la excepción de su cojera por culpa de la rodilla, todavía estaba igual que cuando lo había conocido, durante sus primeros días en el laboratorio: un poli de la vieja escuela con una actitud franca y directa, de no andarse con chiquitas, oculta bajo varias capas de cáustico sarcasmo cultivadas a lo largo de sus años como policía y también durante su infancia en el seno de una familia de doce hermanos, muy estricta y de ascendencia católica irlandesa.

– ¿Habéis encontrado a la mujer que acompañó abajo al sospechoso? -le preguntó Darby.

– Todavía no. Cuando se activó la alarma de incendios, todo el mundo echó a correr. ¿Conoces a una mujer que se llama Tina Sanders?

Darby asintió con la cabeza.

– Su hija desapareció hace más de dos décadas. Creíamos que su desaparición podría estar relacionada con un caso actual. -Recordó los restos óseos vestidos con la bata de enfermera del Sinclair. Los restos eran, definitivamente, de una mujer-. Es posible que la hayamos encontrado.

– ¿Cuándo se lo has dicho?

– No se lo he dicho.

– Entonces, ¿Tina Sanders no sabe que has encontrado a su hija?

– Todavía no hemos identificado los restos. ¿Por qué lo preguntas?

– Está aquí. Un taxi la ha dejado cerca de aquí, en medio de todo el jaleo, y la mujer ha intentado abrirse paso entre el gentío con su maldito andador, gritando cosas sobre el asesinato de su hija y el salto al vacío desde el tejado de Bryson.

– ¿Cómo sabe eso? ¿Es que alguien se lo ha dicho?

– No sé nada más -contestó Neil-. La mujer se niega a hablar con nadie que no seas tú.

Capítulo 60

Mientras andaban, Neil Joseph le explicó qué debía hacer.

– Ten paciencia -le aconsejó-. Si la mujer no responde a una pregunta enseguida, espera. El silencio puede ser tu mayor aliado. La mayoría de la gente quiere hablar, quiere quitarse el peso que le oprime el pecho. Es importante que los escuchemos. Cuando hable, escucha con atención y muéstrale tu empatía. Asiente con la cabeza en los momentos adecuados. Necesitas que se abra a ti y que lo comparta todo contigo. No tomes notas, limítate a escuchar. Ha de confiar en ti.

Tina Sanders estaba sentada en la parte de atrás de un coche patrulla aparcado en un callejón oscuro, alejada de todo el bullicio. Llevaba el mismo abrigo gastado que Darby le había visto esa mañana en el laboratorio.

Neil llamó con los nudillos a la ventanilla del conductor. El agente dejó el motor en marcha y se fue con él a fumar al callejón.

Darby abrió la portezuela de atrás y la luz interior se encendió. Tina Sanders no la miró, no levantó la vista. La mujer tenía la cara manchada de rimel y el pelo gris enmarañado, como si se acabase de levantar de la cama. Sujetaba el paquete de tabaco con el crucifijo bajo el papel de celofán con sus manos artríticas, los dedos retorcidos como si fueran troncos de olivo.

Darby se deslizó en el asiento y cerró la puerta. Dentro hacía un calor desagradable y olía a cerveza seca y a tabaco.

– Me han dicho que quería hablar conmigo.

Tina Sanders no respondió. A la luz tenue y azul de los dispositivos del salpicadero, Darby vio las ojeras oscuras y hundidas bajo los ojos de la mujer. Tenía los pómulos, surcados por profundas arrugas, húmedos y relucientes, pero cuando habló, su voz era nítida.

– Él me dijo que podía confiar en usted -dijo Tina Sanders.

– ¿Quién es él?

– Malcolm Fletcher. Dijo que se llamaba Malcolm Fletcher. Es uno de esos polis del FBI. Me ha llamado hoy. Dos veces. -La mujer hizo una pausa para tomar aire varias veces, en aspiraciones cortas y rápidas-. Es el mismo hombre que me llamó y me dijo que abriera el buzón, que fuese al laboratorio de criminología a hablar con usted sobre Jenny.

– Dice que la ha llamado dos veces.

Sanders se humedeció los labios y asintió con la cabeza.

– ¿Cuándo fue la primera vez que llamó?

– Esta tarde -contestó Sanders-. Me dijo que había encontrado usted el cuerpo de Jenny. -Darby se removió en el asiento-. ¿Han encontrado a Jenny?

– Hemos encontrado unos restos, pero no puedo asegurar con certeza que sea su hija -explicó Darby-. Antes debemos realizar una identificación dental.

– ¿Cómo murió?

– No lo sé.

La madre de Jennifer miró el crucifijo que ahora sostenía entre los dedos, mientras las lágrimas le rodaban por las mejillas.

– Dijo que usted me lo contaría. Me comunicó que viniese aquí y la encontrase, que usted me contaría lo que le pasó a mi hija.

– En estos momentos no sé nada todavía -se excusó Darby-. No he examinado los huesos.

– Me dijo que usted me diría la verdad.

– Le estoy diciendo la verdad. Si los restos que hemos encontrado son los de su hija, se lo diré. Le prometo que se lo diré todo.

– ¿Han encontrado a Sam Dingle?

– ¿A quién?

Tina Sanders volvió la cabeza y se puso a mirar por la ventanilla.

– ¿Quién es Sam Dingle? -insistió Darby.

La mujer no respondió. Su expresión de perplejidad le recordó a Darby a su propia madre, Sheila, con la mirada fija en el ataúd de Big Red, sin poder creer que estuviese tendido allí dentro, muerto y esperando a que lo bajasen a la tumba mientras el cura hablaba del plan divino que el Señor tenía para cada uno de nosotros; Sheila mirando el interior del armario, temerosa de tocar la ropa de Big Red; Sheila vagando por la casa durante los meses posteriores al entierro, preguntándose qué era lo que había ido mal, cómo había llegado a esa situación.

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